Con una amiga habíamos decidido no hacer Navidad, o sea, hacer una nuestra: comprar sushi y mirar alguna película navideña, Love Actually, The Holiday, When Harry Met Sally, la que fuera (yo votaba por The Holiday porque es la que menos de memoria me sé entre todas esas), quizás alguna que ninguna hubiera visto o de cuya existencia no tuviéramos noticia.
Al final terminamos organizando una comida, porque contra lo que se podía creer, los antiplanes solitarios en las fiestas son decisiones que, si una quiere mantener, hay que defender con mucho ímpetu; la tendencia es invariablemente la de terminar haciendo la ensalada de papa como la gente normal, y está bien que así sea. Un año solo realmente insistí para pasar Navidad sola efectivamente mirando una película, y para lograrlo tuve que mentirle a toda la gente bienintencionada a la que mi plan le daba pena.
Pero buscando esas películas navideñas que quizás ni mi amiga ni yo habíamos oído nombrar jamás me encontré con muchísimas notas sobre la caída en desgracia de las películas navideñas. Algunas hablan de un fenómeno muy específicamente norteamericano, la politización de la Navidad como símbolo conservador asociado a la reivindicación del cristianismo y la familia tradicional; otras, en cambio, parecían poner a la desaparición de la película navideña en línea con la crisis más general de las comedias románticas. Me pareció una hipótesis más lógica, o al menos más abarcativa, menos exclusivamente gringa: en la cultural pop la navidad encarna sobre todo (más que al cristianismo e incluso quizás más que a la familia) a la esperanza, a una especie de versión laica de la fe. El amor solía estar unido a esa misma narrativa: algo que puede parecer difícil pero que eventualmente te va a salir bien, incluso cuando parece que no, Love will find a way, como la canción de Yes: el amor encontrará un camino, o el amor encontrará una manera.
En los últimos diez años creo que se fue volviendo mainstream el discurso que autoras de la tradición del giro afectivo como Sara Ahmed y Lauren Berlant hicieron circular en La promesa de la felicidad (2010) y Optimismo cruel (2011) respectivamente. Decir que todo va a terminar bien incluso cuando todo indica que va a terminar mal ya no se lee como un gesto amoroso: se lee como una forma de cinismo. Se entiende, también, como una negación o desconocimiento del privilegio: una película que muestra cómo una chica deja su trabajo en la gran ciudad para dedicarse a hacer cerámica en su ciudad natal no solamente vende una visión romántica del regreso a la familia y el pueblo de origen (en contraposición con la ciudad, lugar de la frialdad, el vicio y el anonimato) sino que también ignora todas las capas de privilegio de clase que hay que tener para tomar una decisión como esa y que te salga bien; una película en la que el amor llega y se arma como por arte de magia cuando una menos lo espera desconoce lo cruel que puede ser el mercado sexoafectivo, en especial con las mujeres, en especial con ciertas mujeres; etcétera.
Lo curioso, creo, es que la difusión de este discurso antioptimista produjo toda clase de monstruosidades; una que me resulta muy llamativa es la que proviene del matrimonio entre el antioptimismo y el empoderamiento, una narrativa del hipercontrol subjetivo. En este relato, nada sucede si no lo hacemos suceder: no estaría al alcance de una cambiar las desigualdades (entre varones y mujeres, entre ricos y pobres, entre cuerpos gordos y flacos), porque en estas historias el cambio colectivo es algo que puede ser deseable pero nadie espera que suceda en el corto plazo, de modo que lo mejor que una pueda hacer es ocuparse de los factores que sí se pueden controlar. Para encontrar el amor, el trabajo de tus sueño o incluso tu pasión o el sentido de tu vida hay que trabajar.
Es lógico que las películas en las que esas cosas suceden por arte de magia (las películas en las que una se enamora de un tipo que conoció por casualidad, el día que saliste sin ganas de enamorarte de nadie; las películas en las que el personaje encuentra su vocación haciendo algo que no tuvo más remedio que hacer a partir de una tragedia familiar, y no algo por lo que llevaba toda la vida esforzándose) no le gusten ni a la parte más progresista ni a la más liberal de la nueva generación.
Ambos espectros comparten una desconfianza de la magia, una falta total de fe en el azar: o bien todo depende de la distribución rígida de los privilegios, o bien todo depende del trabajo, o bien todo depende de la combinación entre ambas cosas, de lo inteligente que sea una para reconocer sus privilegios o su falta de privilegio y ser pilla para hacer lo mejor con la mano que la vida le dio.
El problema es que es todo cierto, que las desigualdades son rígidas y que incluso mientras se trabaja sobre el cambio colectivo una tiene que hacer lo mejor que puede en torno de eso, pero así y todo, la magia existe: las cosas suceden así, cuando una menos las busca, en los lugares menos esperados, cuando ya nadie imagina que puede pasar algo bueno o en situaciones en las que nadie piensa posible encontrar ni un atisbo de belleza.
La magia existe y por eso una no puede decidir encontrar un amor ni encontrar una pasión ni encontrar el sentido de la vida, una puede intentar estar abierta y atenta pero nada más que eso, y sin la ayuda del azar (que a eso llamo la magia, no a ninguna cosa sobrenatural ni escrita, porque justamente ese es el punto: no hay a quien prenderle verlas, no hay a quien pedirle nada, la magia es insondable e incontrolable) termina siendo demasiado poco.
Voy a volver a The Holiday, porque efectivamente no la tengo tan presente, solo recuerdo que están Jude Law, Cameron Diaz, Kate Winslet y Jack Black y que ellas dos intercambian casas por las fiestas, pero el texto que se me viene a la cabeza es ese del final de Annie Hall, en el que el personaje de Woody Allen cuenta un chiste sobre un tipo que entra al consultorio del psiquiatra y le dice que tiene un hermano que está loco, se cree que es una gallina. ¿Por qué no lo internan?, pregunta el psiquiatra, y el tipo dice que lo internarían, pero necesitan los huevos. “Supongo que yo me siento así sobre las relaciones”, dice el personaje, “son locas, irracionales y absurdas, pero seguimos con el asunto porque necesitamos los huevos”.
Hoy alguien seguramente te diga que no, que la vida no tiene por qué ser así de bipolar, que no hay que sufrir tanto, que tenés que aprender a respetarte, que tomate un break de las relaciones, mil recetas. No digo que esté mal, no digo que no haya contextos en los que haya que decirle eso a alguna amiga, pero la vida sí es absurda, las cosas pasan o dejan de pasar por azares que nadie puede controlar, y que no siempre pueden codificarse en el lenguaje de la desigualdad, y sí, necesitamos los huevos.
TT