Los diez días que estremecieron a Sergio Massa desde su asunción en el Ministerio de Economía fueron un decálogo de buenas intenciones, múltiples medidas a favor de los factores reales de poder y escasas efectividades conducentes. Si Alberto Fernández era un parsimonioso equilibrista, Massa es un prestidigitador veloz que se retira del escenario antes de terminar de ejecutar el truco de magia. Se dice que “Sergio siempre está llegando”, aunque también “siempre se está yendo”. Lo supo tempranamente Daniel Scioli cuando lo acompañó a una conferencia de prensa para devolverlo a la Embajada argentina en Brasil y cuando Scioli pestañeó había desaparecido el mago junto con el conejo.
El vértigo y los movimientos eléctricos del flamante superministro —además de una comunicación siempre a tiro de golpe de efecto— generan la ilusión de un decisionismo imparable y una imagen de eficacia que no se corresponde con la realidad de las cosas.
Una de las cuestiones más urgentes a encarar por Massa recibió la más “moderada” de las respuestas. El aumento pautado a jubilados y jubiladas (15,53 % trimestral), más el bono de $7.000 por esos tres meses serán devorados más o menos inmediatamente por una inflación desbocada. La necesidad de un bono reconoce un error de origen en la fórmula (si hay que emparcharla cada tres meses, evidentemente tiene un problema) y consolida una metodología política perversa: la movilidad de los haberes pasa cada vez más a depender de la voluntad del gobierno de turno.
La postergación de vencimientos de deuda en pesos a través de un canje de bonos fue presentada apresuradamente como uno de los éxitos de las manos mágicas del nuevo superministro. Y es cierto que fue exitosa, pero para quienes reperfilaron: los bancos y demás instituciones financieras recibieron un “bono dual” que remunerará el dinero prestado según cuál termine siendo la variable más rentable: la devaluación del tipo de cambio oficial o la tasa de inflación. Win win. Por otra parte, una porción considerable de esos bonos estaban en poder del propio Estado. Massa logró diferir pago de deuda por 2.1 billones de pesos que correspondían a vencimientos de los próximos noventa días, pero la pregunta es ¿a qué costo?: uno que será mucho más alto en comparación con lo que se pagaba hasta ahora. El desendeudamiento más loco del mundo.
Precisamente, la segunda parte de esta colocación de deuda se produjo el día en que se conoció que la inflación de julio fue del 7,4%, la más alta en veinte años. La guerra contra la inflación que Alberto Fernández declaró antes de que le intervinieran el Gobierno, como la del Golfo para Jean Baudrillard, parece que no ha tenido lugar. Para no quedarse atrás, en la misma jornada el Banco Central dictaminó una suba agresiva de 950 puntos básicos de la tasas de interés. Explicaron que fue para “calmar las expectativas de inflación” sin decir que en el mismo acto fogonean “las expectativas de recesión”.
Uno de los mayores problemas sigue radicando en el nivel raquítico de reservas. Los 5.000 millones de dólares que Massa prometió que llegarían al país —y para los que repartió generosamente regímenes de excepción impositiva, entre otros beneficios— aún no aparecen. El sector agropecuario informó que liquidará unos 1.000 millones de dólares (más o menos lo de siempre), y no hay novedades en el frente minero o petrolero, ramas que también recibieron caricias significativas en términos de concesiones impositivas.
Todo esto (des)contando una salida de divisas que a esta altura parece naturalizada por la “correlación de fuerzas”: entre el 29 de julio y el 4 de agosto se pagaron 1.191 millones de dólares al FMI y otros organismos financieros internacionales por vencimientos capital e intereses, como registró el periodista Ismael Bermúdez.
Si estos son los números duros en términos de resultados, hay asuntos en los que —más allá de la imagen decisionista de Massa— parece que Alberto Fernández lo estaría “albertizando”: difirió el nombramiento de su viceministro luego de que descubriera la incontinencia tuitera del ortodoxo Gabriel Rubinstein (el hombre propuesto para ocupar el cargo); postergó la reunión entre la UIA y la CGT en la que se iban a discutir medidas para “recuperar ingresos de los trabajadores del sector privado”; la super-reservada cumbre con la Mesa de Enlace (con misterioso cambio de sede a último momento) no produjo ninguna novedad y el anuncio sobre el mecanismo para la segmentación de subsidios y tarifas también fue pospuesto, algunos dicen que por cuestiones técnicas, otros que por los vetos que vienen de lo que queda del “albertismo”. Antes que sobre una temporada en el Quinto Piso, Massa pareciera comenzar a escribir también su propio diario de la procrastinación.
El “plan de estabilización” es un sueño eterno
Si en algún momento, Massa se miró en el espejo del brasileño Fernando Henrique Cardoso y su Plan Real, ahora observa con cariño y cierta envidia la experiencia de Shimon Peres y el mal llamado “milagro israelí”. Rescatado por el documental de Netflix (Shimon Peres: El Nobel que no dejó de soñar), el expremier encabezó a mediados de los años ochenta un exitoso (para sus parámetros) “plan de estabilización”. En 1985 a Israel le quedaban reservas en dólares solo para afrontar las obligaciones inmediatas. Ante ese escenario, los líderes de los dos principales partidos (el Laborista y el Likud), Shimon Peres y Yitzhak Shamir, formaron un gobierno “de unidad nacional” y anunciaron un plan político y económico para lograr la estabilidad a fuerza de un ajuste ofensivo. El massismo del off filtra a la prensa que Sergio Massa tiene en su celular un fragmento del documental, más específicamente la parte en la que se cuenta una reunión de Gabinete de alrededor de 36 horas con el telón de fondo de una inflación que rondaba el 500% y amenazaba con dispararse. “Aceptan o los echo a todos”, fue el ultimátum de Peres a sus ministros —según lo cuenta él mismo— para que se resignaran a los duros recortes presupuestarios.
El género próximo —además de las particularidades geopolíticas de un Estado como el israelí— es escaso y las diferencias específicas son demasiadas. Como sucedería con el real unos años después, los “planes de estabilización” u “ordenamiento” estaban de moda en gran parte del planeta, el neoliberalismo en auge, Ronald Reagan y Margaret Thatcher reseteaban el mundo a su imagen y semejanza. Y una de las claves del éxito estuvo en la “unidad nacional” alcanzada por los dos principales partidos.
Contra esta nueva ilusión en general y contra el último aspecto, en particular conspiran muchas cosas en un país y un contexto muy diferentes. Especialmente la situación que atraviesa la oposición tradicional y quedó en evidencia esta semana con la bomba de racimo que Elisa Carrió arrojó al corazón de sus aliados. La líder de la Coalición Cívica afirmó que existía “una sociedad con el massismo en JxC. Básicamente, negocios con el massismo de parte de Cristian Ritondo, y del que era ministro de Justicia, Gustavo Ferrari”. También denunció los presuntos pactos espurios de Emilio Monzó y Rogelio Frigerio con sectores del peronismo y hasta se metió en la vida privada de algunos dirigentes. En la coalición cambiemita salieron a responderle en cadena con una narrativa que parecía reclamar: no puede ser que Carrió cometa la irresponsabilidad estratégica de operarnos con la verdad. En la misma coalición dicen que es un electrón loco que habita su propio planeta, sin embargo, algunas miradas más políticas y un poco más realistas, vieron en la lluvia ácida disparada por Carrió un particular método de negociación paritaria para conservar los lugares que la Coalición Cívica tiene en las listas electorales. Para variar, y ante la crisis del oficialismo, en Juntos por el Cambio hay demasiados referentes dispuestos a practicar un deporte nacional: desayunarse la cena.
Más allá de las disputas personales, en esta crisis también operaron los efectos del “bipartidismo senil” que expresa el inestable régimen bicoalicional en el que la ecuación “con algunos no alcanza, pero sin los otros no se puede”, aplica para todos y todas. Además, la coalición opositora en general y Horacio Rodríguez Larreta, en particular sienten que Massa les está robando el programa. Cuando en junio de este año, el jefe de Gobierno porteño visitó Israel, también volvió entusiasmado con el “plan de estabilización” a la Shimon Peres.
En el mismo barco
La subida del kirchnerismo en pleno al barco del ajuste parece ser la verdadera novedad de la etapa que se abrió con Massa en el centro del escenario. El superministro logró nombrar a la salteña Flavia Royón como secretaria de Energía, gracias a la retirada de Federico Basualdo, además pudo reordenar el área de acuerdo a sus deseos. Más que un lugar estratégico, las posiciones en Energía eran presentadas por el kirchnerismo como la última trinchera simbólica de resistencia en el juego de respaldo y diferenciación que practicaron cuando Martín Guzmán estaba al frente de Economía.
En gran parte, gracias a este factor político el establishment muestra un renovado entusiasmo con el flamante superministro. Luego de la frustrada experiencia del macrismo vuelven a depositar esperanzas en un peronista que —una vez más— tenga la capacidad de hacer el trabajo sucio.
Las señales de rechazo a esta orientación quedaron de manifiesto en las postales callejeras de la Ciudad de Buenos Aires con una nueva marcha del movimiento piquetero y en todo el país con el contundente paro docente y las masivas movilizaciones que inundaron las calles de Mendoza, Santa Fe, Chubut o Neuquén. Porque la unidad de los arriba —más allá de que rebose de “volumen político” y aliados inconfesables— no es sinónimo de aceptación pasiva de los de abajo.
CC