Federico Sturzenegger es un producto regional, digamos una mermelada de nabo o un salame casero, típico de esas usinas de cerebros con halo tipo Harvard que despachan “líderes” en su línea de montaje. Mejor dicho, esas usinas son el último eslabón de una cadena que viene haciendo oír sus ruidos desde la nursery que acunó al producto regional.
Lo que hacen las usinas es investirlos de conocimientos trillados que también responden a alguna línea de montaje y, una vez envueltos, los liberan para que conquisten el mundo que ya era de ellos. Descubrir si es por mérito o privilegio que entran y salen de esas usinas, es una tarea para los especialistas en privilegio y méritos.
Viene de una temporada de grisura y pésimos recuerdos públicos de su figura, y ahora ve una luz psicodélica que dibuja mastines ingleses en su cueva de ajustador múltiple
Ahora, Sturzenegger conversa con Diego Sehinkman en TN. Sehinkman lleva la iniciativa de la charla como indican los manuales ya quemados del periodismo de pantalla. Interviene con delicadeza y profundidad, y concede al entrevistado la mayor parte del territorio temporal en juego. Es evidente que no aprendió a hablar en la televisión, ese mundo lleno de bomberos pisándose las mangueras.
Es llamativa la persistencia de un elemento, inesperado en un intercambio horizontal de contenidos: Sturzenneger se florea en el empleo de una entonación elevada en el sentido en que se puede hablar de alguien que le habla desde arriba a alguien que está abajo. La plataforma imaginaria de la emisión puede ser un caballo, un tanque de agua o la copa de un árbol. Esas son variantes sin importancia. Lo que tiene importancia para Sturzenegger es que lo que diga “caiga” sobre Sehinkman. Porque ese tono, que se dirime en términos de espejismo del sentido, apunta a que el delirio de superioridad de Sturzenegger doblegue la presunción de inferioridad que tiene sobre Sehinkman, y sobre todo el mundo.
Sturzenegger está muy arriba porque es el que imprimió y toqueteó con amor el DNU con esteroides con el que Milei intenta volatilizar el Congreso de la Nación. El agrande es total, y tiene como objetivo la auto reivindicación. Se comprende. Viene de una temporada de grisura y pésimos recuerdos públicos de su figura, y ahora ve una luz psicodélica que dibuja mastines ingleses en su cueva de ajustador múltiple.
Recurre a las herramientas oxidadas de la escuela de líderes, generalmente libres de contacto con la filosofía y la lógica y en connivencia con el sofisma
Sehinkman le pasa el scanner y comienza a acentuar algo que sabe hacer muy bien y le da un poco de salud al microcosmos irrespirable de la televisión: hace pausas, deja correr aire entre las frases, suspende el juicio hasta poder esclarecerlo, interviene sin interrumpir. Pero Sturzenegger es una máquina de afirmar y dar cátedra, y de considerar a su interlocutor un representante de la ignorancia de la que él lo va a rescatar con su sabiduría harvardiana. Siempre bajo los términos de la entonación despectiva (despectiva y contenida), esa violencia casi perfecta, sin rastros verbales, que podemos ejercer hasta que alguien se aviva de que lo estamos gastando y nos parte una botella en la cabeza.
Para concentrar el universo desregulador en un punto, Sehinkman compara el DNU con el Aleph de Borges, y le pregunta a Sturzenegger cómo se asesoró para alcanzar ese mamotreto de mil resmas dado que ni Da Vinci puede saber tanto sobre tantas cosas. Es una consulta de rigor. ¿Cómo puede haber en este mundo un ser humano capaz de asimilar, manipular, recordar y glosar 600 leyes? Se trata de un engendrazo compositivo que busca una experiencia de ilegibilidad, un patchwork de negocios en el que varios magnates de la Nación cortaron y pegaron su tela.
Allí aparece el primer “bueno, bueno…” del entrevistado, su modo de espantar la mosca de la duda. Dice que esto es “stock y flujo”, una especie de “la cosa es así”, y que el mamotreto es el stock y el flujo habrá de ser la gestión. Y enciende la máquina de reducir décadas de legislación a un brief publicitario: “La idea del DNU es libertad para los individuos y competencia…”.
Después flaquea al explicar los pormenores de la VTV, los registros del automotor, los aportes de los trabajadores a los sindicatos de los que no está al tanto de que no son compulsivos, y sale por la ventana del rejunte con un aforismo peronista: “Javier quiere devolverles a los trabajadores el derecho de propiedad sobre lo que es suyo, y que es el salario”. O sea que se viene un salariazo.
Entonces, ¿por qué hubo protestas contra el envío del DNU? Sturzenegger, como todo “líder” salido de las entrañas de las escuelas de negocios, intenta atrapar la bestia del cuestionamiento para domesticarla, es decir para tergiversar el sentido que tenga. Dice: “Podemos ponernos un poco en el zapato, ¿no? Porque la libertad también da un poco de vértigo, ¿no? Ayudame, Diego, que sos psicólogo”. Sehinkman hace silencio clínico.
Comienza la carrera hacia el nudo del encuentro, en el que Sturzenegger va a quedar atrapado, y no por un accidente propio del discurrir de la vida sino porque va a ser revelada en profundidad la cepa de su sistema argumental, al que por lo banana podemos llamar “bananismo”.
Sehinkman le habla sobre el rol del Estado para equilibrar asimetrías. Sturzenegger dice: “No, a ver… Creo en eso, pero hay una resolución previa, que es asegurarte de que tengas verdaderamente competencia en un mercado”. El pie ajustador acelera a fondo: “Cuando revisé 4.200 leyes para hacer esto vi que hay dos patrones comunes, ¿okey? Un patrón es el que dice: ‘esto está prohibido’. Por ejemplo, está prohibido dar servicios turísticos a menos que estés en un registro. Hay una autoridad de aplicación y un régimen sancionatorio. Todo eso, ¿pa’ qué sirve?”.
Sehinkman le habla “del señor que se pone una agencia de turismo y te invita escalar. No tiene condiciones de seguridad mínima y alguien tiene un accidente…”. Sturzenegger le pisa la pregunta con sus zapatillas náuticas: “Claro, claro…; claro, claro, bueno… Te puedo dar un ejemplo”. Pero no le da ningún ejemplo. Recurre a las herramientas oxidadas de la escuela de líderes, generalmente libres de contacto con la filosofía y la lógica y en connivencia con el sofisma, y le hace una pregunta “de sumisión”: “¿Cuál es el contrato más riesgoso que firmás en tu vida?”.
Es el momento Claudio María Domínguez de la charla. Sturzenegger hace la pregunta y se repliega, esperando la respuesta para pulverizarla y luego argumentar sobre la que va a dar él. Va a ocurrir lo mismo cuando diga que la Argentina es un país muy estable y espere sentado a que Sehinkman responda a su “provocación” de artista del ajuste, a su “pensamiento disruptivo” de loco lindo en un mundo de status quo. Lanza el Gamexane y hace una pausa, esa pausa en la que los alumnos de la escuela de líderes muerden el anzuelo del posgrado. ¿Cómo no va a esperar el efecto si acaba de hacer una maniobra totalmente efectista para que en la oscuridad del mundo resplandezca su brillantez?
El discurso escurridizo de Sturzenegger, en el que las proposiciones se encadenan como cachetada de loco y dan la ilusión de que no hay con qué darle a la supuesta razón que sostienen, funciona hasta que se lo oye con atención
Sehinkman, zorro viejo, le dice, luego de una contrapausa: “Ayudame”. Entonces, empieza la masterclass de Sturzenegger que apunta a destruir la relación de semejanza entre los términos que sostienen las analogías: “¡Está clarísimo! ¡El matrimonio! Recontra más peligroso que ir a hacer una caminata con un flaco a Calamuchita, ¿okey? Y nosotros hacemos un culto en que el Estado no tiene nada que hacer inmiscuyéndose en con quién te casás, ni con el sexo de la persona, ni con la edad de la persona. Nada, ¿okey? Y es un contrato de alto riesgo, ¿okey? Podríamos decir que el matrimonio es un contrato muy riesgoso. ¿Por qué no hacemos un registro de novias y novios? ¿Y por qué después no hacemos una carrera de productores de matrimonio, o sea de agentes preparados por el Estado para explicarte con quien te matcheás? ¿Entendés? Y si te casás, te voy a dar un contrato escrito por un burócrata que diga quién lava los platos…”.
El discurso escurridizo de Sturzenegger, en el que las proposiciones se encadenan como cachetada de loco y dan la ilusión de que no hay con qué darle a la supuesta razón que sostienen, funciona hasta que se lo oye con atención. Lo que aparece es la “ocurrencia” en frecuencia de chiste académico pop, esa cosita medio boba de la inteligencia nerd que abunda en las charlas TED.
Sehinkman devuelve de volea: “¿El andinismo es como el matrimonio?”. Es que no está tan clarísimo que sea más riesgoso un contrato matrimonial que el que se pueda hacer para trabajar de minero a trescientos metros bajo tierra. No da ejemplos, pero habla como si se hubiera casado con Bin Laden; y no pareciera hacerlo sobre el matrimonio en sí sino sobre el divorcio y la división de bienes. Lo dijo Protágoras, maestro de sofistas, “el hombre es la medida de todas las cosas”, y ese hombre es… Sturzenegger.
JJB