Los reyes magos son los padres y los Beatles son los Pixies. Me acuerdo la primera vez que alguien me nombró a la banda de Boston. Estaba en Iowa City y un escocés con el que me ponía a jugar al ajedrez en un bar del centro me dijo que había estado en un recital de una banda que era genial. Pixies. Me imaginé, por el nombre, una banda de la psicodelia americana. Pero el escocés me dijo –después de rodear a mi reina blanca con un movimiento inesperado– que los Pixies eran psicodélicos pero a su manera, que eran una banda que tenía un cohete en el culo.
La segunda vez que supe algo de Pixies fue en el subte B. Algo había pasado y la formación se detuvo un rato largo. Por estar más cerca de la tierra esa línea tiene un calor infernal –todo lo contrario de los que pensamos del infierno, en realidad, como conjetura Thomas Mann, en el infierno hace un frío glacial–. Un chico alto, que tenía un peinado afro y parecía ser immune a la transpiración usaba una remera verde con un nombre en amarillo que decia Pixies. Cuando el subte arrancó, me bajé en la calle Corrientes y fui a una disquería que quedaba en una galería y con cuyo dueño solía quedarme hablando sobre discos y libros. ¿Tenés algo de Pixies?
Me dio Surfer Rosa y me lo puse a escuchar en mi departamento de soltero. Esa época con toda la vida por delante. El tacho de basura repleto de cosas, pocos muebles, poca ropa. Como con casi todas las cosas que te van a romper la cabeza, al principio sentí un rechazo inmediato. La hegemonía mental que me dominaba, las certezas que me había costado construir, la instrucción paramilitar en el gusto poético, todo puede ser puesto en duda por algo que parece bajar de un plato volador.
Es como ese momento en que las personas comprendieron que podían leer “para adentro”, en silencio. Y ese comportamiento para muchos resultó sospechoso. ¿Por qué no leé en voz alta? ¿Qué oculta? En un libro muy bueno que se llama Cómo la puntuación cambió la historia, de Bard Borch Michalsen, se cuentan retazos de la historia dónde se captó ese momento íntimo y tan moderno a la vez: “Se sabe, por ejemplo, que Alejandro el Grande leyó una carta de su madre, Olimpia sin utilizar la voz, y también se afirma que en algunas ocasiones se observó a Julio César leyendo una carta para sí mismo. ¿Habrá sido una misiva de la bella Cleopatra?”.
Recuerdo que escuché el disco de Pixies una y otra vez. Cada vez me parecía más increíble. Para poder comprender a Pixies yo tenía que acumular experiencia. Y por lo general, tratamos de no tener experiencias. Como escribió Matt Groening cuando escuchó Trout Mask Replica, de Don Van Vliet: “Me lo llevé a casa y lo puse. La primera vez me pareció lo peor que había escuchado en mi vida. Ni siquiera intentaban sonar bien. Suena horrible, me dije, pero está claro que quieren sonar así. En la tercera o cuarta escucha empezó a crecer dentro de mí. Con la quinta y la sexta me encantó. Para la sétima y la octava pensé que era el mejor disco de la historia”.
A mi amigo Domin le pasó algo parecido con la película El Topo, de Tomas Alfredson, basada en una novela de John le Carré. La vio seis veces porque la primera vez no entendió nada pero algo igual lo capturó como para ponerle empeño y mirarla muchas veces hasta que la película, la canción el poema, se pudo abrir en su polifonía de preguntas.
Creo que hay algo en uno que sabe aunque uno no sepa que sabe. Y eso que piensa en mí me condujo a los Pixies. Canciones veloces, algunas parecían bagualas aceleradas, cantadas en español y en castellano; todo en Pixies era híbrido, incluso la forma de gritar del cantante, Black Francis, contrastaba con la voz increíble e intimista de la bajista, Kim Deal. La primera etapa de los Pixies duró poco –unos cinco discos– pero tuvieron la potencia de los fuegos artificiales en el cielo. Es probable que el secreto de Pixies esté en la tensión creativa que se generaba entre Black Francis y Kim Deal, así como el romance nunca consumado de la agente Scully y Fox Mulder sostenía la potencia erótica de los Expedientes X.
Una canción de Pixies es un dispositivo certero que toca corazón y espíritu por igual. Las letras pueden ser surrealistas o extremadamente salvajes. Black Francis escribe letras con lo que queda en el tacho de basura, con los restos de la conversación de anoche. Tienen una épica en algunas imágenes como cuando ponen el auto frente al océano, pero también puede escribir un relato a los gritos sólo con advertencias de que no te acerques a su propiedad. O ramalazos de recuerdos de unas vacaciones.
Pienso en la letra de ¿Where´s my mind? “Estaba en el océano nadando, los animales se escondían tras las rocas, salvo un pequeño pez que chocó contra mí. Juraría que estaba tratando de hablar conmigo”.