Mind the gap

En El malestar en la cultura, Freud plantea que los seres humanos tenemos como propósito y finalidad de la vida “alcanzar la dicha, conseguir la felicidad y mantenerla”. Pero, agrega, el programa del principio de placer, que rige esta finalidad, “entra en querella con el mundo entero, con el macrocosmos tanto como con el microcosmos. Es absolutamente irrealizable, las disposiciones del Todo -sin excepción- lo contrarían; se diría que el propósito de que el hombre sea «dichoso» no está contenido en el plan de la «Creación»”. Ante esta incompatibilidad entre el programa del principio de placer y el mundo -que ofrece malestar y sufrimiento por doquier-, lo que Freud precisa es que la felicidad sólo es posible bajo la forma de lo episódico. Esto no significa que haya que conformarse con poco. Lo que  Freud está señalando, por el contrario, es que “estamos organizados de tal modo que sólo podemos gozar con intensidad el contraste, y muy poco el estado”. En ese punto agrega una nota al pie de Goethe en la que el autor nos advierte: “nada más difícil de soportar que una sucesión de días hermosos”.

Varios años antes, Freud ya había abordado la cuestión de la alternancia en La transitoriedad, texto en el que un poeta se preocupa porque toda la belleza que los circundaba, en la caminata que estaban haciendo con Freud, estaba destinada a desaparecer. Freud le discute “al poeta pesimista” -así lo nombra-, diciendo que la transitoriedad de lo bello, lejos de ser algo que lamentar, es algo que aumenta su valor. E introduce nada menos que la escasez en el tiempo -“el tiempo es un efecto fugaz”, diría Fito Páez- como un aspecto que torna más apreciable el valor de lo bello. Es un texto conmovedor y sobrecogedor. Porque no sólo no niega la caducidad, ni el dolor, ni las pérdidas que implica vivir, sino que les hace lugar y en ese hacerles lugar posibilita salir “de la melancolía eterna de sufrir”, como cantaría Serú Girán. Al pesimismo del poeta no se responde con optimismo -ni tampoco con el vacuo “solo se vive una vez” o “la vida es corta hay que disfrutarla”-, no es eso lo que Freud está haciendo. De lo que se trata es, justamente, de que el valor de la dicha, o de lo bello, “es (...) independiente de la duración absoluta”. Resuena en lo que dice Valeria Luiselli: “Estamos en proceso de perder algo. Vamos dejando pedazos de piel muerta sobre la banqueta, palabras muertas sobre la mesa (...). Las ciudades, como nuestros cuerpos, como el lenguaje, están en obra de destrucción. Pero esta amenaza constante de temblor es lo único que nos queda: sólo un escenario así -paisaje de escombros sobre escombros- compele a salir a buscar las últimas cosas; sólo así se vuelve necesario excavar en el lenguaje, indispensable encontrar la palabra exacta”. En el texto de Freud es la misma idea de lo absoluto, o del estado permanente, lo que queda en cuestión. No hay vida ni sujeto posible sin malestar y, agrega Lacan, “no hay otro malestar en la cultura que el malestar del deseo”. Lejos de la resignación y lejos del pesimismo, el psicoanálisis se interesa en la felicidad, en el placer y en la dicha. El asunto es que nunca están puestos como finalidad, ni como intencionalidad, ni mucho menos como objetivo o aspiración de un análisis -por otra parte, como dice Lacan, “nadie sabe qué es ser feliz a menos que la felicidad se defina en la triste versión de ser como todo el mundo”-. En todo caso, se tratará siempre de un efecto, efectos felices, efectos dichosos -y además es algo particular para cada quien-. Y, en tanto efecto, no puede ser esperable. Por eso Lacan dice que “en el análisis, a pesar de todo, hay que decirlo, hay algunos resultados. No es siempre lo que se espera: esto es porque uno se equivoca al esperar”. Y esa equivocación puede recaer tanto sobre esperar algo en particular como sobre el hecho mismo de esperar -quizás habría que escribir en la puerta del consultorio de un analista la consigna dantesca: “Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate”-. El encuentro sorpresivo con algo que no se sabía que se buscaba, eso es un hallazgo y es incompatible con la espera. No esperar no significa resignarse, sino todo lo contrario. Por eso Anne Dufourmantelle, en Elogio del riesgo, en el  capítulo titulado “No esperar más” -que comienza con el epígrafe de Bataille: “Hay que mantenerse a distancia del abatimiento así como de la esperanza”-, escribe: “la esperanza es una extraña droga cuyo  efecto empieza con el valor que se le otorga: la vida eterna, ni más ni menos. Entre todos los venenos destilados por la conciencia, quizás sea el más temible. Pues el lento y meticuloso trabajo de la  neurosis con sus compromisos infernales no es nada sin la esperanza” (...). La esperanza es una forma extraña de renuncia puesto que ofrece una puerta de salida a la situación presente incitándonos a apostar por el futuro al significar: mañana vendrá el apaciguamiento…(...). Pero tal es la peligrosidad sutil de la esperanza, hacernos creer que sin ella nuestra vida ya estaría perdida (...)“. Y va más allá todavía al decir: ”¿cómo es que la existencia deviene algo que se soporta, a lo que se sobrevive? Por la esperanza. Así se forman los pantanos de la melancolía ordinaria“. Me acordé de lo que dice el narrador de la novela de Juan Ignacio Pisano, El último Falcon sobre la tierra (Baltasara Editora), ”pero la esperanza, hoy, no se mide por el tamaño de aquello que la despierta, sino por el modo en el que rechaza la llegada de algún peligro inminente“. Y cómo no acordarse de Zama, de Antonio di Benedetto, que encuentra algo parecido a la libertad ahí donde alguien dijo ”no“ a sus esperanzas. No más víctima de la espera. Lo otro de la esperanza no es la resignación, sino el deseo. Por eso Jean Allouch dice, de manera lacónica, ”desear es estar sin futuro“.

Encontrarse con lo que uno no sabía que buscaba: un hallazgo. ​​Y de eso se trata un análisis: de hallazgos, también episódicos y transitorios -cuyas consecuencias en una vida se precipitan en momentos inusitados-. Y esos hallazgos sólo acontecen en la medida en que se abre un espacio de alternancias. De presencias y de ausencias. Un espacio que es un entre. Ni acá ni allá, ni esto ni aquello, ni sí ni no, ni blanco ni negro. No es un gris. Porque ese gris significa ya una síntesis. No me refiero sólo a los matices de una vida, ni a relativismos, sino a ese espacio en el que se juega una vida vivible, a los pliegues de una vida que incluye las desdichas, las pérdidas, la caducidad, la brevedad, el escurrirse de las manos, la inasibilidad del momento a la vez que la dicha y el placer, sin que sean necesariamente antagónicos. Un entre que permite el juego, que permite ponerse en juego. No hay juego sin ese espacio. Sin ese espacio solo nos resta obedecer mandatos. Incluso, o sobre todo, cuando creemos que estamos haciendo lo contrario.

Por eso me gusta tanto esa consigna del subte de Londres -desconozco si se usa en otros lados-, esa que dice Mind the gap (between the train and the platform). Pero me gusta en su sesgo, no de advertencia del peligro, sino de tener en cuenta the gap. Porque ese gap, ese entre, suscita algo que suspende, al menos momentáneamente, el agobio de lo consistente, el asedio de los esencialismos, la persecución de la no salida, lo insoportable del “no queda otra”. Mind the gap entre un padre y un hombre, entre una mujer y una madre, entre el placer buscado y el hallado, entre el Ideal y el deseo, entre el amor y el deseo, entre el deseo y el goce, entre ser un cuerpo y tener un cuerpo, entre lo que se quiso decir y lo que se dijo. Y así. Mind the gap, no como advertencia, sino como la posibilidad de que se suscite una vida -no siempre, ni garantizada- deseante y no solamente soportable.

Mind the gap: el descubrimiento freudiano podría cifrarse ahí.

Hace unos años salió una nota de Clara Giménez Lorenzo en la que cuenta la historia de Margaret, viuda de Oswald, el actor que había grabado la voz de mind the gap en el subte de Londres. Ella lo escuchaba todos los días hasta que un día esa voz fue reemplazada por la voz de una mujer. Pero, como dice la nota, “los empleados del metro habían realizado todos los trámites posibles para que Oswald volviera a estar presente, al menos en la Northen Line de la estación de Embankment, donde continúa escuchándose su característica voz”. Mind the gap podría ser una frase que hace posible el amor, aún en el duelo; y el duelo también es, como señala Juan Ritvo, un hallazgo.

Alguna vez pensé que Mind the gap podría ser, también, una frase del fin de un análisis. Carina, una amiga muy querida, me regaló el cartelito. Lo puse en el consultorio. A veces lo dejo cerca de donde se sientan los pacientes, pero a veces lo quiero cerca de mí.

AK