Al final, con la segunda temporada ya avanzada, nos dimos cuenta que Luis Miguel, la serie, no era tanto sobre Luis Miguel sino sobre Luisito Rey, el padre demoníaco que creó al Sol de México. Luisito Rey –interpretado magistralmente por Oscar Jaenada- era el punto de almohadillado, el capitoné, ese lugar donde el botón del almohadón tensa todo y que si se cae, se suelta, hace que las cosas queden patas para arriba, flotando en la más pura banalidad. Sin Luisito Rey –ese personaje inestable que oscilaba entre el amor a sus hijos y su propia destructiva ambición- nos damos cuenta que Diego Boneta, el actor que interpreta a Luismi, hace casi una parodia. Y que la serie es un enlatado aburrido, con un tipo que canta boleros y música melódica. Toda la acumulación de malos de la segunda temporada no pueden llenar el espacio que dejó Luisito Rey. Luisito Rey les daba a todos los personajes una cobertura estética impresionante. Por medio de su embrujo parecían hasta grandes actores y uno no le prestaba tanta atención a las veces que Boneta se tocaba el pelo para mostrar que había “estudiado” a Luis Miguel, el verdadero. Es difícil saber quién es el auténtico protagonista de las cosas: Los Pixies, sin Kim Deal, no son los Pixies, a pesar de la arrolladora personalidad compositiva de Frank Black.
En el cuento Los Muertos, de James Joyce, vemos cómo Gabriel, el personaje aparentemente principal –y que se cree el centro no sólo de Dublín sino del mundo- , descubre sobre el final que es un actor de reparto en la vida de su mujer y que el centro lo ocupa Michael Fury, un joven pretendiente que murió de frío y que regresa siempre como un fantasma.
Es así, sale un jugador de la cancha y el equipo no juega más. Se va una persona de la fiesta y todos corren a buscar sus abrigos para tomársela.
Cuando era chico tenía un amigo japonés. Se llamaba Kimitake y sus padres habían llegado con la emigración. Tenían una tintorería en la calle Humberto Primo. Había una calesita y pegada estaba la tintorería. Le decíamos, cariñosamente, Japón. Cursó la primaria conmigo y cuando terminamos, ya en la secundaria, se cambió a una escuela técnica que quedaba sobre la avenida principal del barrio. En esa escuela técnica se practicaba un ritual. Era sólo de hombres y durante el día de clase, siempre había dos que se hostigaban y cuando salían iban a pelearse a la calle Maza, seguidos por toda la escuela. Eso sucedía a eso de las cinco de la tarde y yo a veces esperaba en la puerta de mi casa –que quedaba a la vuelta- para seguir la procesión y ver la pelea de fondo. Un vez se peleó Kimitake y tuve el corazón en la boca. Le tocó un gordo alto, alemán. Por suerte los separaron rápido.
Una navidad, después de las doce, Kimitake me dijo que le iba a sacar el auto al padre para salir a dar unas vueltas. Me pareció genial. Yo no sabía manejar, él sí pero no tenía registro. Chocamos el auto de frente contra un árbol, justo en la puerta de una fábrica de sidra. Los padres decidieron mandar a Kimitake a Japón, con unos tíos, para que lo educaran bien, para que controlaran su temperamento. Nunca lo volví a ver, pero sí recuerdo la sensación de vacío que me quedó –a mí y a muchos de nuestros amigos de ese entonces- cuando Kimitake se fue. Teníamos la sensación de andar a la deriva. El destierro nos pareció una pena demasiado grande para nuestro amigo.
En la facultad, conocí a una chica japonesa que cursaba conmigo las dos materias del ingreso. Era el 84. Ella era más grande que yo y me contó que había estado una temporada en Tokio cuidando a una abuela, pero que después volvió –había nacido acá- porque extrañaba el país. Me dijo que en Tokio todos eran muy correctos. Recuerdo que sentí una familiaridad inmediata cuando estaba con ella, como si nos hubiésemos conocido de siempre. Cuando dejé la facultad para irme de viaje por dos años, la perdí de vista.
Nunca lo volví a ver, pero sí recuerdo la sensación de vacío que me quedó –a mí y a muchos de nuestros amigos de ese entonces- cuando Kimitake se fue. Teníamos la sensación de andar a la deriva.
Pasaron los años y empecé a hacer Karate. Mi primer instructor –aparte del Sensei principal- fue un chico muy joven que se llamaba Coki y que era japonés. Había venido junto con un amigo para trabajar con la madre de éste en un restaurant de comida nipona. El amigo murió de una enfermedad y él se quedó ayudando a la madre, que había quedado devastada. De día trabajaba en el restaurant, por la noche hacía karate. Apenas hablaba español pero se hacía entender: me enseñó mis primeros katas. A veces dormía en el dojo. Nosotros –los principiantes- decíamos que el karategui de Coki podía hacer karate solo, sin él.
Hay cuento de Fogwill que me parece perfecto. Se llama Japonés y puede ser interpretado como un relato de fantasmas. Dos amigos llevan yates o barcos de un puerto a otro y se complementan bien hasta que el japonés desaparece o nunca existió. Para los que nacimos antes de la llegada de Internet, toda una parte de nuestra vida no está digitalizada y lo que recordamos es pura experiencia. Es decir, está almacenado en la red nerviosa de nuestro cerebro, pero lo sentimos en nuestro plexo y va a morir con nosotros. Me di cuenta que Kimitake aparecía cada vez que me encontraba con alguien de origen japonés, que podía tener diferentes sexos y edades, como Orlando de Virginia Woolf , un relato que hasta hace poco era fantástico pero que ahora es cada vez más realista.
FC