Columna nómade

Nadadores lentos

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“Y va a seguir diez días más”, escucho que le dice un señor en short, pero con medias, a otro que está sentado en un café en la calle. El que está sentado parece un visitador médico. Tiene un portafolios en el piso. Lo imagino repleto de tranquilizantes. Me acuerdo –mientras los dejo atrás y me dispongo a cruzar la calle- que Leonard Cohen se metió en un monasterio zen porque estaba desesperado (no se entra al zen porque estás iluminado) y mientras iba en su auto hacóa el monasterio donde lo esperaba Roji, su maestro, decidió parar en medio del camino y tirar la bolsa que tenía con ansiolíticos y antidepresivos. Se sintió liberado. Pero a los kilómetros de andar, se dio cuenta que había hecho una estupidez y dio marcha atrás con el auto y volvió a buscar a sus amigos sintéticos. Pero no estaban. 

A veces hay que dar marcha atrás. Mad Max cuatro, la película, habla de eso. Hay que hacer scratching. No siempre es hacia adelante. El niño de la máscara negra que marcaba a Messi –y que Messi eludió varias veces en una incansable repetición, como si hiciera un micro relato con el gol de Diego a los ingleses- ya sabe que a veces hay que ir para atrás. Hay que ir en la dirección opuesta. 

Cruzo la calle y entro en el natatorio. No me cambio porque estoy en malla y sólo me tengo que sacar la remera y ponerme las antiparras y los tapones en los oídos. Hace un calor de los mil demonios. Es como si alguien hubiera dicho dracarys y estuviéramos bajo fuego enemigo. Me acuerdo de un chiste que le cuento a los hijos de mi novia: “Papá, papá, ¿la estufa tiene anteojos? No. Entonces se está quemando el abuelo”. Me meto en la pileta y empiezo a nadar. Paro un rato cruzando los brazos sobre el borde del natatorio, con el cuerpo sumergido y la cabeza afuera. Hay un joven que sale de la pileta con un traje de neoprene. Es uno de los guardianes de la bahía. Sigo produciendo chistes malos: es Juan Alberto Bahia. Carlos Bairo, un compañero fotógrafo muy divertido, cuando yo me vestía muy abrigado y todavía no hacía mucho frío, me decía: “¿Y en invierno que te pones?”. Trabajábamos juntos en la Estrella de la Muerte. Yo a veces iba a pedirle una foto y le decía “Bairo..” y él me corregía: “Lord Bairo!”.

El joven de neoprene se saca el traje y empieza a hacer abdominales y estirar después los brazos con una soga que ata a una columna. Entonces detrás de él cruza un hombre en malla, de unos sesenta años, caminando con un bastón de ciego. Acaba de salir del vestuario y viene hacia la pileta. Nico, el bañero, se acerca y lo acompaña para que baje por la escalerilla para que pueda entrar en la piscina. Vuelvo a nadar, voy y vengo diez veces. Cuando paro en uno de los extremos, donde hago pie, escucho que en el andarivel de al lado, alguien dice: “¿Tengo gente nadando en este andarivel?”. Le digo que sí, que tiene a dos y le propongo que pase a mi andarivel donde estoy yo solo. “Gracias”, me dice. Extiende el brazo, se lo agarro, levanto el andarivel para que pase. “Podés ir y venir en línea recta, así estás tranquilo”. “No puedo mantener la linea recta, me voy de lado”, dice. “No te preocupes, yo te esquivo”, le digo. 

Vuelvo a nadar. Un par de veces. Cuando paro veo que está en el medio del andarivel y que tiene un problema con las antiparras. Se le salió la soga que las ata. Me acerco y le digo que se las arreglo. Me las da. Las arreglo y se las paso. “Es porque me arden los ojos”, me dice. Y agrega: “Gracias por tu comprensión”. Yo le digo: “Gracias a vos por tu potencia, sólo siento admiración”. Creo que esta bueno eliminar el pudor y decirle a la gente lo que te produce. El extiende su brazo y me toca el hombro con asombrosa precisión. Mientras vuelvo a nadar pienso: ahí está alguien en traje de neoprene que sólo quiere ser observado, acá está alguien que no puede ver. De alguna manera, ninguno de los dos ven, pero sólo uno de ellos es un esclavo. 

A la noche releo “Nadadores lentos”, un libro hermoso de Santiago Loza. Me gusta la prosa clonazepánica de Loza, la forma en que va desgranando el día vivido, las ideas que surgen de la impericia de vivir: “ Cuando la escritura pierde su necesidad de seducción está liberada y puede ser. No querer agradar es un alivio. Entonces sucede una especie de consumación. No se puede especular. Nadie nos está esperando del otro lado. Lo que podamos escribir no es fundamental. No habrá revelaciones ni atisbos de originalidad (ese fraude al que llaman originalidad). Sólo queda ser en la misma escritura”. 

Cierro el libro. Me miro en el espejo largo del cuarto. Si desenterraran al cadáver de David Bowie, seguramente aún hoy estaría mejor conservado que yo. Pero mi mente se mueve como una mosca de largas zancas sobre un río.