Hace unas semanas, cruzaba la avenida para llegar al consultorio y, en sentido opuesto, vía venir a una mujer mayor que, por el paso cebra, cruzaba con un bastón. En cámara lenta, primero con sorpresa y luego con espanto, noté cómo hizo un mal movimiento y se derrumbó en medio de la calle.
En lugar de detener la caída, el bastón siguió de largo y la mujer se golpeó de frente con el piso. Quedó inmóvil y varias personas nos acercamos a socorrerla. Su rostro sangraba y un enorme hematoma le coronaba la frente. Como estábamos en medio de una avenida, a nadie se le ocurrió dudar acerca si convenía tocarla y, poniéndole las manos en las axilas, junto con otro hombre la llevamos hasta el bar de la esquina.
Le preguntamos cómo estaba. Si recordaba su nombre. Otro hombre se presentó con el título de médico y le quiso hacer unas preguntas para las que la mujer estuvo reticente. Cuál era su dirección, si vivía con alguien. La mujer fue esquiva y el médico insistió, le dijo que tenía que responder a sus preguntas y además ir un hospital a hacerse una radiografía (o creo que dijo tomografía) porque estaba en riesgo su vida.
Ante una nueva insistencia del médico, le sugerí que quizá la mujer no le respondía por temor. No solo acababa de tener un accidente, sino que estaba indefensa y rodeada de varios extraños. Por suerte a los pocos minutos llegó una policía y la mujer le dijo sus datos y aceptó ir a un hospital. Yo pensé que era algo bastante sano que después de tremendo golpe, la mujer hubiera tenido miedo de que le roben.
Sin embargo, no es de esto último que quiero escribir. Lo significativo para mí estuvo en darme cuenta, unos minutos después, de que el hombre que me había ayudado a trasladar a la mujer hasta la mesa era el mismo que me esperaba en la puerta del consultorio. Durante el tránsito, no lo había reconocido. Creo que él tampoco a mí, pero entre los dos habíamos sido parte de la misma acción.
Durante ese lapso, nuestras individualidades habían quedado en un segundo plano. Tal vez ni siquiera fuimos dos, sino un mismo movimiento anónimo. Recién después nos vimos y saludamos, pero ya era tarde y tampoco nos pusimos a hablar demasiado del suceso. No había mucho que decir, además tampoco teníamos un recuerdo personal al que apelar.
Una pregunta que me hago en estos días es si es la misma persona la que recuerda o si no hay algo valiente en reconocer que lo recordado es una modificación necesaria del pasado. Quien recuerda tiene que asumir el carácter infiel de la memoria. Lo que recordamos nunca es lo que vivimos.
Igual esto es lo menos importante, porque un factor más determinante está en admitir que una parte de lo que vivimos ni siquiera lo vivimos nosotros. Si no fuera una fórmula un poco inquietante, habría que decir: eso vive en nosotros o, en impersonal, se vive –porque ahí no hay ningún Yo que reclame propiedad de la vivencia.
Pienso que este pensamiento tal vez parezca extraño, en un tiempo en que nos volvimos sumamente kantianos –de acuerdo con la afirmación de Kant de que el Yo debe acompañar todas nuestras representaciones. ¿No es este imperativo el que se verifica en las redes sociales cuando subimos fotos en las que estamos no solo como objetos representados, sino como esa mirada omnipresente que todo lo ve?
El paradigma actual de la reflexividad ya no está a cargo de la conciencia, sino a cuenta de la mirada. Somos mirados, somos para la mirada y, por ejemplo, me imagino la situación de quien hubiera sacado el teléfono junto a la mujer accidentada para documentar el momento y luego postear: “Acá, ayudando a la mujer que se cayó en la calle”.
Mientras escribo estas líneas, pienso que tal vez algún lector malintencionado podría tal vez decirme: “Bueno, pero vos lo estás escribiendo”. Y con total honestidad, creo que puedo responder que si lo escribo es porque yo no estuve ahí. No siento el menor orgullo ni me da la menor sensación de existencia el recuerdo de esa circunstancia.
Ahora que lo pienso, tal vez quien se saca una foto en una situación y la sube a una red es porque también –mucho más que yo– sabe que no está ahí, por eso necesita subirla: para existir. Solo que en este caso se trata de una desmentida: se niega la inexistencia por la vía de introducir forzosamente un Yo en lo impersonal.
Entonces, la pregunta de fondo es: ¿qué tolerancia tenemos a lo impersonal en nuestras vidas? Hoy parece que muy poca. Nuestras vidas se parecen a la de esos niños que preguntan a sus padres dónde estaban ellos (los niños) el día en que (los padres) se casaron. Las vidas de hoy se narran como si siempre hubiéramos estado allí –como el personaje de ese cuento de Augusto Monterroso, el más breve de la literatura latinoamericana y que no dice más que: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
En este punto, me pregunto si esa búsqueda –esa imposición retrospectiva– del Yo, no termina en resignificaciones permanentes de la biografía personal, impregnadas de ilusiones de la memoria y falsos recuerdos, cada vez más lejanas de la vida y más cerca de una suerte de mitomanía. Si no fuera un diagnóstico algo alarmista, diría que hoy las personas no viven, sino que mienten sobre sí mismas.
En un tono más comprensivo, agregaría: las personas se crean versiones (ficticias) de sí mismas a partir de las cuales interpretan lo que les ocurre. Sin embargo, así es que dejan de pasarles cosas. Si esto no es así, ¿por qué la experiencia está en retirada en nuestras narrativas personales y cotidianas? ¿Cómo explicar del éxito de un libro como Una guía sobre el arte de perderse, de Rebecca Solnit?
Es que para que haya experiencia, para que nos pase algo, es necesario volver a ese trasfondo impersonal de la vida. Si lo pienso un poco, creo que los momentos más felices de mi historia son aquellos que transcurrieron cuando yo no era nadie ni me preguntaba quién era. Las salidas del colegio en que nos quedábamos con varios compañeros en la plaza o en la casa de alguno a pasar la tarde y ser era ser uno más, entre otros, sin pretensión de propiedad ni reconocimiento de individualidad.
Las noches en que volvía de cenar en la casa de mi abuelo y bajaba por Ayacucho para llegar hasta Las Heras, si no me tomaba el colectivo de la línea 60 y volvía leyendo en el último asiento. De ninguno de estos momentos hay fotos. Yo no estuve ahí, pero de a ratos sí que regreso y me divierte descubrir que cuando quiero acercarme a ese trozo de mi vida, algo se me resiste en el pasado.
El pasado no es lo que yo viví, sino la vida que me precede –anónima e impersonal– y que, a pesar de su diferencia –por su diferencia–, me da una unidad personal y un sentido de la continuidad. Yo no provengo de mi pasado; ni siquiera existe mi pasado, uno que me determine, sino que soy un extracto, un saldo que el recuerdo me facilita, una invención de mi memoria.
Por suerte, el pasado no me deja mentir. Es a lo que vuelvo cada vez que me pierdo y ahí está, me recibe amablemente y, luego, me despide. El sujeto de las redes es un falso Yo, un rememorador enloquecido, pura potencialidad (en eso consiste su virtualidad), que hoy le está ganando la partida a la historia de una vida. Problematizar el horizonte de las tecnologías no es hacer crítica de los nuevos medios técnicos, pero sí analizar qué subjetividad propician.
El sujeto de la virtualidad es melancólicamente maníaco, o maníacamente melancólico, sin pasado, aunque viva de recuerdos. Sin identidad, aunque afirme el Yo todo el tiempo. Sin existencia, aunque viva del esfuerzo de hacerse existir. Y todo esto porque, en definitiva, no vive realmente.
LL