Viernes de clima agradable a las 22.30, salimos de un show en un teatro del barrio, doy vueltas con amigos en busca de un tercer tiempo alimentario. Vemos cómo pese a la crisis Saavedra se pobló de restaurantes. Nos sentamos en uno de empanadas, nos dicen “Sólo para llevar, estamos cerrando”. No son ni las 23 pero nos levantamos. Rebotamos entre otros lugares que también terminan su jornada, incluso los que rodean al parque. ¿Es esto Buenos Aires? ¿O es Escandinavia... sin beneficios sociales?
Por culpables varios, la capital argentina va perdiendo su noche. Lo veo desde hace años, pero confiaba en que tras la pandemia todo volvería a ser como antes. Hoy es la crisis la que nos manda a casa más temprano. La económica, la de seguridad, la de transporte. ¿Pero es sólo la crisis? ¿Es sólo la pandemia?
La noche porteña “es espantosa”, con “ínfima actividad”, e igual de muerta que en octubre de 2001, mes prólogo del estallido. No lo digo yo sino Carlos Maslatón, noctámbulo declarado, en un tuit reciente. Siento que hace 23 años esa soledad sólo era depresión económica. Hoy, a la pobreza del 56% hay que sumarle un cambio cultural.
Porque, supongamos con optimismo extremo que haya repunte económico, ¿aflorará de nuevo la nocturnidad perdida? La pandemia golpeó de forma no sólo directa, al recortar horarios de atención, sino también indirecta, con la masificación del home office, ese asesino del after. Pero esto viene de antes.
Están también las redes sociales, la agorafobia creciente, los preceptos saludables de comer más temprano y dormir bien, la falta de espacios públicos habilitados de noche y los nuevos usos y costumbres gastronómicos, cuyo sistema de reservas nos convenció de que cenar a las 19.30 es normal.
Agravando la reja está la noche
Extraño ir al parque de noche cuando no había ninguna reja que me bloqueara. O volver del boliche y saber que en mi exbarrio (Caballito) había un bar (El Coleccionista) abierto las 24 horas donde podía desayunar y, si me quedaba lo suficiente, ver llegar a los madrugadores filatelistas que le dan nombre al reducto. Quienes tienen algunos años más que yo añoran volver del cine en tren o subte un jueves a la 1 de la mañana. O comer paella en un restorán de Avenida de Mayo a las 6.
Buenos Aires dejó de ser la ciudad que no duerme, o al menos ahora el insomnio es privado. Se acuesta más temprano hasta su avenida Corrientes, esa en la que podías comer unos ravioles pasadas las 4. Murieron bares clásicos como La Paz o cambiaron de horario otros igual de icónicos. Quedan por suerte algunas excepciones, como La Giralda y La Ópera, que no cierran viernes ni sábados.
En los restaurantes, hay causas obvias para esta noche breve, como la demanda asfixiada por la crisis, la creciente inseguridad en algunas zonas, la reducción de personal en general y la resistencia a pagar turnos más largos o dobles. En algunos casos influyen hasta los cambios en la composición de la empresa gastronómica: quedan pocos dueños trabajando a toda hora, o mozos siendo socios del negocio.
Pero no sólo se trata de comer o beber. En los ochenta, noventa y tal vez 2000 las librerías de Corrientes abrían hasta las 2 o 3 de la mañana. Hoy no esperan a la salida del teatro y bajan persiana a las 22 o 23. Con una caída de hasta el 40% en ventas según la Cámara Argentina del Libro, lo primero que hacen los libreros es comprimir los horarios de atención para poder bajar costos.
Mientras tanto, el teatro apenas tiene trasnoche. Lo mismo pasa en el cine, con funciones contadas en esa franja horaria (MALBA a la medianoche, algunas salas comerciales con proyecciones a las 23), sobre todo desde que el circuito se mudó en parte a los shoppings.
“¿Para qué salir, si podés pedir comida por app o ver una peli online por menos plata?”, piensa más de uno. Al final, la actividad nocturna porteña que menos cae es la de sacar a pasear al perro.
El huevo o la gallina
No es mi intención celebrar largas jornadas laborales ni reclamar que un restaurante esté abierto si van pocos. Sólo describo y me pregunto qué nació primero, si la reducción de oferta o la baja de la clientela. O quizás no haya líneas sino un círculo vicioso de gente que no sale hasta tarde porque no tiene dónde, y de ausencia de dónde porque la demanda no para de caer.
De lo que sí estoy segura es de que, si dedicamos cada vez más horas a lo laboral para llegar a fin de mes y cuando terminamos no hay más movimiento afuera, nuestro día se acorta y lo único que hicimos fue trabajar. “La gente vuelve a su casa y no quiere hacer nada, porque no tiene la energía o la plata”, me dijo el académico canadiense Nick Srnicek cuando lo entrevisté hace unas semanas en su visita a Buenos Aires.
Coincido. Y veo incluso un espíritu de época: la recuperación del ascetismo en la vida cotidiana, al menos desde el discurso. En lugar de levantarse temprano a ordeñar las vacas como antaño, los libertarios de hoy se enorgullecen de madrugar para ir al gym, ducharse con agua fría y completar cursos para hacerse rico. La idea es que “trabajar duro” es una virtud y una vía –sacrificial– para acceder al futuro prometido. Esa corriente conspira contra la noción de ocio, que en este marco sería un gasto. Y la nocturnidad en buena parte es ocio.
Con esa lógica laboralista también se rige hoy el transporte público, la de llevar gente sólo a sus trabajos y de vuelta a sus casas, no a lugares de ocio unas horas más tarde. Lo primero que achican las empresas de colectivos ante la crisis son los horarios nocturnos, porque implican pagar más: después de las 21 el turno es de siete horas, pero por ley los choferes cobran ocho. Esa reducción de servicios afecta no sólo la ida y vuelta de espacios de ocio, también la movilidad de quienes allí trabajan, en un círculo vicioso difícil de revertir.
De esos pocos colectivos dependemos en el AMBA si queremos volver a casa de noche a un precio viable. Ya casi no hay trenes después de las 23, excepto el Ferrocarril San Martín, que pasa toda la madrugada cada una o dos horas. Y el subte se despide pasadas las 23, cuando durante la mayor parte de su historia funcionó hasta la 1 de la mañana. Incluso supo pernoctar para ocasiones especiales, como recitales. Qué tiempos que nunca viví y, si todo sigue así, no viviré nunca.
Sé que Buenos Aires todavía es más nocturna que el resto de las capitales de la región. Pero no estoy tan segura de que vaya a seguir siendo así. Si esta ciudad pierde su noche, iría camino a ser una más. Como Nueva York a los ojos del sueco Lukas Matsson (Alexander Skarsgård) en la serie Succession, cuando mira la Gran Manzana de noche desde un rascacielos y dice: “Desde acá se ve deprimente. ¿Escucharon hablar de Singapur o Seúl? En Nueva York no pasa nada que no pase en todos lados”. Me pregunto si, con la misma sinceridad, opinaría lo mismo si viniera acá.