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Qué opinás de mi opinión

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Me acuerdo de que, a principios del año 2020, cuando de repente teníamos que estar encerrados en nuestras casas y nadie sabía qué pasaba y no había más colegio para nuestros hijos, ni proyectos laborales en pie, ni visitas a familiares ni certeza de nada, yo recibía mensajes con pedidos de entrevista. Cuando preguntaba para hablar sobre qué, me decían “para que nos des tu opinión sobre lo que está pasando”.  

Las redes sociales eran como un submarino que salía a flote para ver cómo estaba el mundo, para hablarnos de vidrio a vidrio y sentirnos más acompañados. Empezaron los “zoom”, los “meet”, los vivos de Instagram. ¿Y qué opinas de la pandemia? ¿Y qué va a pasar con la cultura? ¿Y con la economía del país?

Dentro de esos mensajes que me mandaban hubo uno, muy insistente, que me invitaba a un ciclo que organizaban. Me escribieron a través de mi representante, a través del productor del ciclo de radio en el que participaba y a través de una amiga. Nunca respondí.  

Pero el día 27 de marzo a las 21:34 del año 2020 me llegó un mensaje (sí, lo tengo guardado) de alguien que no tenía registrado en mi teléfono. Primero me saludaba, después se presentaba con nombre y apellido agregando que era periodista y escritor y me decía que junto a un colega habían armado un espacio en Instagram donde la gente (artistas en su mayoría) leían y opinaban de lo que vivíamos por esos días. Decía que ya habían tenido dos fechas y que ese domingo que seguía, iban a tener una tercera. 

Decía, además, que mi comportamiento (el hecho de no contestar) lo asombraba mucho. Su proyecto, seguía diciendo en el mensaje, no tenía otro objetivo que dar espacio a los artistas para que brindaran su opinión, pero que evidentemente “no todos teníamos los mismos valores”. 

Cuando terminé de leerlo, no sabía qué pensar. Yo estaba en el medio del living, con el mismo jogging de hacía días, las medias percudidas y flojas, una musculosa descolorida y el pelo medio sucio ya que daba igual bañarse o no. Eran días que todos los diarios sacaban una misma tapa diciendo “al virus lo frenamos entre todos”, donde los líderes políticos se reunían en una misma foto para mostrarle al pueblo que eso marcaría un antes y un después en la vida de todos. Había frases que se repetían todo el tiempo en los medios de comunicación como “de esto salimos mejores”, “todos por la misma causa”, pasaban imágenes bellísimas de los animales volviendo a las ciudades y nos dábamos cuenta del mal que había hecho la huella humana en la naturaleza. Eran días donde todos, al menos por un instante, pensábamos y reflexionábamos acerca de nuestros propósitos y hacíamos un balance de nuestras vidas.

Y yo, parado en el medio del living, releyendo el mensaje de este periodista y escritor sintiendo culpa por no tener una opinión que dar. ¿Por qué es tan difícil decir “no sé” cuando nos piden la opinión de algo que no sabemos? ¿O vivimos en un momento donde debemos tener una opinión formada sobre todo? 

Como escribió Mariana Enríquez en el texto “La ansiedad”: “Me siento como si acabara de tener un accidente de auto. Veo cómo sale humo del motor, huelo a quemado, no sé si habrá explosión o no, el cuerpo no me duele porque el golpe es muy reciente y, desde el otro lado de la ventanilla, veinte personas me preguntan ”¿Vas a comprar un auto nuevo? ¿Creés que éste se puede arreglar? ¿Podrás vivir tu vida normal si tienen que amputarte una pierna? ¿Sobrevivieron los del auto que impactaste? ¿Si quedaron con secuelas los ayudarás económicamente? ¿Pagarás el entierro si murieron? Tu hijo, que estaba en el asiento de al lado, ¿llevaba cinturón de seguridad?“

Cuando dicen que es importante que los artistas opinen, yo trato de hacer memoria y recordar cuál fue la última opinión de un artista que haya cambiado mi vida o mi pensamiento sobre algo. ¿Es realmente importante lo que opinamos? ¿O es mero egocentrismo? ¿Qué buscamos en realidad? ¿Cambiar el pensamiento del otro para que piense como uno?

Hace unos meses me habían invitado a una charla en la Feria del Libro. Me dijeron que era para hablar de “cine y literatura”, una conversación de artistas sobre la fusión entre las dos actividades. No fui porque tenía otros compromisos, pero unas semanas después me encontré con una persona que sí había asistido y me contó que se había sentido engañada. La cito textual: “Esas charlas son medio como una trampa, porque te convocan con una premisa y resulta que después termina siendo otra, intentan alinearte políticamente con un partido o pensamiento y yo quizás no tengo ganas en ese momento de eso y te sentís en la obligación de tener que opinar sí o sí. Además, en un momento las opiniones son tan parecidas, se dice lo mismo con palabras diferentes, que por momentos parece una competencia para ver cuál es la opinión más bella.” 

Como el paseador que viene a buscar a mi perro y que cada vez que lo saco para entregárselo y le cuento algo casi al pasar, él me dice lo que tengo que hacer si tengo invasión de hormigas en mi casa, si mi hija tiene tos seca, si tengo que comprar un regalo. Veo en su cara el gesto placentero cuando asiento con la cabeza como si tomara nota de cada una de sus palabras. Admiro a esa gente de opinión rápida.  

Tenemos el pasaporte directo para opinar de fútbol, de política, de cuerpos ajenos, disidencias, dietas y salud mental. Somos jugadores profesionales, políticos que saben lo que hay que hacer para sacar el país adelante, psicólogos y periodistas. 

¿Opinar es lo mismo que pensar?

Hay una frase de Borges que dice: “Quizá haya enemigos de mis opiniones, pero yo mismo, si espero un rato, puedo ser también enemigo de mis opiniones.”

GH/DTC