OPINIÓN

El origen del amor

Luciano Lutereau y Verónica Buchanan

5 de enero de 2024 06:35 h

0

Una de las experiencias más importantes de mi vida amorosa fue cuando, en el inicio de mi juventud, tuve un encuentro con una mujer que, mientras intimábamos, me miraba y me decía: “Sos hermoso”. Fue tal la conmoción, que no pude volver a verla.

Huí despavorido. Aterrado. Y no porque no la quisiera, sino porque no estaba todavía en condiciones de recibir su amor. Quizá sí podía estar satisfecho con la expectativa de que una mujer me amase, pero recibir amor es otra cosa.

Y no solo diría que se trata de recibir amor, sino de algo más profundo, que es sentirme amado –algo muy distinto a sentir el amor del otro, que otro nos ama. El punto es que, creo, este es uno de los aspectos que más debo al psicoanálisis: recuperar esa sensación y recibirla como una fiesta.

Si me detengo en esta cuestión es para situar la diferencia abismal que hay entre sentir el amor del otro y sentirnos amados. Por ejemplo, un hombre puede vivir para despertar amor en los demás y, sin embargo, no tener el menor interés de sentirse amado.

En efecto, este es el caso del seductor, que vive prisionero de un amor ajeno al que no se presta. Esta esclavitud está muy bien reflejada en la letra de esa canción de Los Auténticos Decadentes que dice: “No tenemos vacaciones ni feriados, el gremio del pirata es muy sacrificado”.

La vida de pirata-seductor es muy valorada entre varones, pero pocos hablan del costo psíquico que representa. Lejos de tener un interés en una mujer, el seductor huye de la mayor dependencia –aquella que se juega en el vínculo íntimo y recrea la relación con la madre– a través de frustrar el deseo femenino.

Muchos años después volví a encontrarme con la mujer de la que hablé al principio. La vida nos había alejado lo suficiente como para que yo pudiera contarle que, cuando nació mi primer hijo, muchas veces al mirarlo le dije “Sos hermoso” y me acordé de ella. Es algo que le agradecí infinitamente.

En aquel entonces, yo no estaba dispuesto a dejarme amar. O mejor dicho, no pude darle lugar al sentimiento amoroso, sin sentirme un niño dependiente y temeroso, edípico y más o menos incestuoso, así que me fui. Sin embargo, ella me dejó una huella indeleble –quizá por eso la huida estuvo justificada: ¡no era para menos!– que, curiosamente, se hizo carne en el vínculo amoroso con uno de mis hijos.

No creo exagerar si digo que, gracias a ese amor, pude amar a mi hijo. Sería exagerado, sí, pensar y decir que amamos con un amor propio. Lo que todavía me hace pensar es cómo ese amor, como padre, me lleva a una especie de feminización. La verdad es que no creo que haya otra vía –al menos para mí.

En la segunda ocasión en que fui padre, me pasó algo parecido. Sentirme amado por la mujer que tuvo un hijo conmigo, produjo una especie de trasvasamiento con el recién llegado. Hoy lo miro y me doy cuenta de que lo amo con un amor que viene de otra parte. No resulta difícil recordar en este punto la canción de Jorge Drexler que dice: “El amor que me darías, transformado volvería, un día, a darte las gracias”.

En este punto tengo que hacer una precisión –a propósito del origen exterior del amor. No es algo que diga que les ocurre a todos los varones. Sí digo que es un proceso que puedo reconocer en mí y que, creo, puede aplicarse más allá de mi caso singular. Por eso, me tomo el trabajo de escribirlo, menos con fines de exhibición que para compartir una circunstancia que, si explicase teóricamente, sería compleja y abstracta.

Me refiero a que, en el contexto de mi pareja actual, de un tiempo a esta parte, uso dos expresiones que nunca antes había usado: “Mi vida” y “Mi cielo”. Me resultó extraño que se hubieran incorporado a mi vocabulario amoroso y, solo cuando advertí que también las usaba con los niños, me di cuenta de su origen. Así nos decía mi mamá a sus hijos, cuando éramos chicos.

El planteo tradicional del complejo de Edipo dice que un varón ama a su madre y, con el tiempo, consigue amar a un sustituto. Que sea un sustituto quiere decir que la relación con la pareja no es una continuación de la materna, pero aquella no deja estar en la misma línea. Freud incluso es un poco osado, cuando dice lo siguiente:

“Aquel que en su vida amorosa está destinado a ser verdaderamente libre y por ello también feliz, debe haber superado el respeto por la mujer y haberse familiarizado con la representación del incesto con la madre o la hermana.”

Sería fácil criticar a Freud, pero la crítica nunca estaría a la altura de su genialidad. Tal vez sea mejor tratar de entenderlo y, por ejemplo, situar que el piensa a la madre como objeto de deseo que, si no es asumido, solo provocará síntomas y, por lo tanto, infelicidad.

Ahora bien, en mi planteo yo pienso en otra cosa, pienso en el destino del amor de la madre, que es un tema al que Freud prácticamente no le presta atención, salvo para decir, en cierta ocasión –mejor dicho, en dos– que la relación entre madre e hijo varón es la única que no incluye componentes agresivos, es decir, que es un amor puro y, además, que la seguridad de haberse sentido amado por su madre fue la fuente de su seguridad ante los hechos adversos que le tocó vivir.

Por esta vía, además de la madre como objeto incestuoso de deseo, está la madre como origen del amor de que un varón podrá disponer en su vida. Dicho de otro modo, que alguien se haya sentido amado por su madre –no solo que esta lo haya amado–, que en algún tiempo de su infancia le haya permitido al amor materno producir eficacia en sus emociones, sin haberlo rechazado virilmente, es la fuente de una capacidad afectiva que apenas se expresa en la versión tradicional del complejo de Edipo.

En esta última, el niño debe ser un seductor que, finalmente, renuncie a la madre y, para el caso, este rechazo puede tirar por la borda también su amor; amor que puede ser el trabajo de la vida o de un análisis tratar de volver a encontrar.

Si no fuera una formulación un poco facilista, diría que, en última instancia, la madurez consiste en poder dar el amor que recibimos, si es que fuimos capaces de aceptarlo.

Cuando terminé de redactar este texto, dado que mencionaba aspectos personales, se lo envié a mi esposa para que ella también lo leyera y, si estaba de acuerdo, me diera su opinión y visto bueno. Aquí debajo copio su respuesta, dado que con su articulación suma y amplia el argumento:  

No te preocupes por el aspecto íntimo del texto, no es obsceno; es apenas un recurso para investigar, a partir de una experiencia, un tema inexplorado: los aspectos femeninos del erotismo de la paternidad de un hombre. Tu artículo explora la posibilidad para un hombre de amar al recuperar la capacidad de recibir amor.

En esto, la feminización en un hombre va por otros carriles que los que Freud llamó “homosexualidad”. Especialmente un tipo de homosexualidad (presente también en varones heterosexuales) que se sostiene del amor por conservar la imagen que se tuvo cuando se fue amado por la madre. Esta es la vertiente que Freud investigó en su ensayo sobre Leonardo Da Vinci.

Te diría que, en la reflexión que nos propone tu texto, no se trata de conservar la imagen de cuando se fue amado; sino, más bien, de la potencia de amar que nace de haber podido recibir amor de la madre. En un caso, se conserva una imagen a la que amar. En el otro se reencuentra una potencia en la huella del amor del otro. Esta potencia no es viril, por eso su experiencia es feminizante. Esto es lo novedoso en tu planteo.

Para un hombre el deseo viril se encuentra en la experiencia del Edipo. Pero no hay ahí una versión del amor que ha sido o no capaz de recibir. Esto es lo fundamental.

Para Freud no era sencilla la distinción entre feminización y homosexualidad, esto por un motivo: porque para Freud y para el inconsciente neurótico, la feminidad es pasividad. La claridad de tu artículo, breve pero profundo, fue interpretar que la feminidad no es tanto pasividad sino receptividad. Y la capacidad de recibir, lejos de pasivizar, crea una potencia de entrega en el amor. Es un tema para seguir investigando.

LL/VB