La “sombra” de Carlos Mugica, como la de Facundo, retorna en el discurso público. Cabe evocarla para interrogar también las convulsiones y los secretos que desgarran las memorias políticas, ante todo del peronismo. El mito de la “Argentina villera” o la estampa del mártir de los pobres no sirve de mucho si se trata de pensar el asesinato como un acontecimiento cruel y a la vez revelador de su tiempo.
Por supuesto, los mitos son necesarios, sostén de una identidad y una pertenencia, pero sus funciones y sus usos deben entrar en el análisis político e histórico cuando pueden ser tanto evocados en Villa Lugano como oficiados, de un modo que alcanza la impostura, desde los sitiales del poder en Recoleta o Puerto Madero. En las memorias de Mugica, de su vida y de su muerte, se anudan muchas de las ambigüedades, los conflictos y las amnesias de la experiencia de esos años. ¿Qué hacer con ese conjunto revuelto de recuerdos y creencias, de odios y filiaciones?
Ante todo, ¿qué se puede conocer hoy, 47 años después, sobre esa muerte? Lo primero es advertir que si el asesinato no está esclarecido es porque nunca se ha hecho nada, desde la justicia y el Estado, en los muchos años de gobiernos peronistas, para esclarecerlo. Y es imposible volver sobre el hecho sin abordar los modos en que esa muerte ha sido evocada, interpretada, incluso manipulada.
Sobran los testimonios y las intervenciones que adjudican el crimen a Montoneros o a la Triple A. “Entre dos fuegos”, es decir, entre las dos organizaciones, es la figura elegida por uno de sus biógrafos, Martín G. de Biase, para situar el asesinato (Entre dos fuegos. Vida y asesinato del padre Mugica. Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 1998). En efecto, Mugica se había enfrentado públicamente con López Rega, después de aceptar un cargo de asesor en el Ministerio de Bienestar Social. Pero también con Montoneros, a partir del asesinato de Rucci y de la guerra de la organización contra Perón.
En todo caso, si como afirma hoy Santiago Cafiero, Mugica era un “peronista de ley”, lo cierto y lo trágico es que fue asesinado (o mandado asesinar) por otros peronistas que también se creían “de ley”. Todos coinciden en que Mugica temía por su vida: la muerte no lo tomó enteramente por sorpresa. Según algunos allegados y compañeros de militancia pensaba que la amenaza provenía de López Rega. Pero hay otros testimonios, de Jacobo Timerman (que lo escribió inmediatamente) y Antonio Cafiero (a posteriori) que dicen que, un par de días antes, pensaba que podía ser asesinado por Montoneros.
Es posible que en el instante último, cuando daba la vida por su causa, el Padre Mugica no supiera de dónde partían las balas. En esa incertidumbre se encierra el núcleo más trágico de una guerra civil entre peronistas que arrasaba con el trabajo social o político que se desplegaba en los barrios y las villas.
La hipótesis que hace responsable a la Triple A parece fortalecida por el testimonio de Ricardo Capelli, que acompañaba a Mugica en el momento del atentado. Muchos años más tarde declaró que había reconocido a Rodolfo Almirón, custodio de López Rega, como el autor de los disparos. En esa dirección, Miguel Bonasso, en El presidente que no fue. Los archivos ocultos del peronismo, agregó una hipótesis más inquietante, a partir del testimonio ofrecido por Arturo Sampay, que conocía muy bien al General y su corte: “El asesinato del padre Mugica es la respuesta de Perón al retiro de ustedes en la Plaza. Es una operación maquiavélica, destinada a que los militantes de la Tendencia se maten entre sí. Demasiado inteligente para que se le haya ocurrido al animal de López Rega”.
No hay evidencias que sostengan la hipótesis de que Perón haya ordenado esa muerte. Lo que es cierto es que no asistió al velatorio de Mugica ni condenó ese asesinato. Perón no respondió al asesinato de Mugica del modo en que lo hizo frente al de Rucci, lo que puede ser tomado como una confirmación de que esta vez no había sido Montoneros ¿Podía ignorarlo, cuando López Rega era el devoto asistente que le alcanzaba las pantuflas todas las mañanas? Por otra parte, si hubiera creído que fue Montoneros seguramente hubiera aprovechado la ocasión para continuar su guerra, que no era sólo verbal, contra los “imberbes” e “infiltrados” denunciados pocos días antes en la Plaza de Mayo. Ese día, el 1º de mayo de 1974, en la Plaza, Montoneros se retiró y Mugica se quedó.
El conflicto, en verdad, había empezado antes: en marzo, la revista Militancia Peronista para la Liberación, que respondía a la organización, incluyó a Mugica en su “cárcel del pueblo”. Le marcaba sus contradicciones: “conservador progresista”, “oligarca popular”, “revolucionario y defensor del Sistema”. Lo llamaba “cruzado del oportunismo” y le reprochaba un supuesto acercamiento al lopezrreguismo. Mugica sabía muy bien dónde estaba parado cuando temía el ataque de la guerrilla peronista: si no fue asesinado por Montoneros, probablemente ha sido porque la Triple A se adelantó. Por supuesto, dado que la investigación ha sido nula o deficiente, sólo caben la conjeturas, que no es lo mismo que inventar un pasado que lo saca del barro, ensangrentado en este caso, de la política para elevarlo a los cielos de la santidad villera.
¿Cómo llegó el entonces acusado de oligarca y oportunista a ser celebrado por la misma facción peronista que no pierde oportunidad de ensalzar la gesta montonera? ¿Cómo se puede conmemorar al mismo tiempo la vida y la muerte de Mugica y la acción de aquellos que lo condenaron? Los enigmas de la memoria peronista (que también es la de todos porque, como decía el General, “peronistas somos todos”) se aclaran un poco en cuanto se busca investigar en la reescritura de esa historia que, como sabía Freud, es la forma más lograda del olvido.
Hay un primer tiempo en la relación del Padre villero con Montoneros. En su camino de radicalización religiosa y política, Mugica coincidió con Carlos Gustavo Ramus, Fernando Abal Medina y Mario Firmenich, a los que conoció en su trabajo en la Acción Católica del Colegio Nacional Buenos Aires. Participó con ellos en una misión pastoral y de acción social en Tartagal. En contacto con la extrema pobreza y con la explotación el grupo maduró su decisión de tomar las armas. Mugica alentó ese camino inicialmente pero luego desistió de recorrerlo. Después del asesinato de Aramburu, cuando Abal Medina y Ramos murieron en el enfrentamiento de William Morris, Mugica ofició una misa y pidió por ellos: “que no hayan muerto en vano”, dijo; y llamó a luchar por la justicia y la fraternidad. Estuvo detenido un tiempo por sus relaciones con el grupo, pero siguió sólo, acompañado por los pobres de la villa a los que se dedicó. “Estoy dispuesto a morir pero no a matar”, es una cita de Mugica que ha sido repetida.
Las diferencias se convirtieron en fractura y enfrentamiento después del retorno de Perón y sobre todo con el asesinato de José Rucci. En consecuencia, después del asesinato, en la posdictadura y hasta avanzados los noventa era imposible reunir armónicamente la memoria de Mugica con la de Montoneros. Puede verse en la web un video de Marta Mugica, hermana de Carlos, en 1995, cuando echaba a Firmenich de una procesión que recordaba al cura villero. No lo acusaba del asesinato sino de la violencia, y le decía lo que el padre Mugica podría haber dicho de estar vivo: “Usted hizo mucho daño al país…”.
Firmenich se negaba a retirarse y se declaraba “discípulo del Padre Mugica”.
Pocos años después, en 1999, el relato público empezaba a cambiar con un documental de Gabriel Mariotto y Gustavo Gordillo dedicado al Padre Mugica. El film reúne testimonios y material de archivo. No sólo borra todas las aristas conflictivas de su trayectoria dentro del peronismo, los enfrentamientos entre peronistas, a López Rega y el desprecio final de Perón; no sólo elude cualquier pregunta acerca de quiénes lo mataron, sino que consagra a Mario Firmenich como testigo estrella. Finalmente, el líder montonero ve realizado su anhelo de ser presentado como un discípulo, un poco rebelde, del Padre Mugica. Era un tiempo anterior al ciclo kirchnerista; y por supuesto no existía La Cámpora. Pero la consagración del olvido de las muertes entre peronistas ya estaba disponible para los usos posteriores de una memoria reconciliada que ha permitido celebrar con igual convicción a Mugica y a quienes él creía que podían ser sus asesinos.
Ya en el largo ciclo kirchnerista, en 2012, el mismo Gabriel Mariotto, entonces vicegobernador de la Provincia de Buenos Aires, reeditó y prologó una obra atribuida a Mugica, Peronismo y cristianismo, un libro que en verdad el sacerdote nunca escribió. Se trata de una recopilación muy descuidada de artículos, disertaciones y entrevistas publicada en 1973 por una ignota editorial Merlin sin el consentimiento del autor. Era una obra sin copyright, con erratas y que carecía de referencias elementales sobre el origen de los textos. Martín de Biase, su biógrafo, cuenta que Mugica consideró iniciar acciones legales contra los editores. La nueva edición (Punto de Encuentro, 2012), se presentaba como la primera, ignoraba la anterior, carecía de cualquier presentación de los textos y de un mínimo trabajo de edición y reproducía hasta las erratas de la original. La fijación de una memoria oficial se reforzaba al año siguiente: Mariotto visitaba al Papa Francisco para obsequiarle un ejemplar. El espíritu del Padre Mugica ya no sólo habitaba en la Casa Rosada; para algunos, la sombra del cura villero y peronista también comenzaba a sobrevolar el trono de San Pedro.
El destino trágico del Padre Mugica puede ofrecerse como un problema para una conciencia histórica que se plantee las preguntas acuciantes de una comunidad política, sobre el peronismo, la violencia, la militancia, los cruces impensados entre política y religión. O puede ser la materia con la que un aparato de propaganda descarga su poder material y simbólico para sellar una identidad y una pertenencia sin fisuras.
HV