“¡Escuchen al Partido!” gritaron miles de artistas performativas el miércoles en la plaza pekinesa de Tiananmen, en el clímax del Centenario. Y callaron y escucharon y el Partido, vale decir a Xi Jinping, que estrenaba traje mao de lujo, habló con dicción perfecta y retórica tersa: “El comunismo salvó a China, e hizo el país moderno y próspero en el que hoy vivimos. Un país que jamás sometió a ningún otro, y que jamás será sometido: quienes lo acosen se estrellarán contra una invencible Muralla de acero”.
En ese día, en esta Plaza, no se mencionaba lo que en Occidente, cuyos medios valoraron como agresivas expresiones que sólo eran sobria, y no injustificadamente triunfalistas, significa Tiananmen, el episodio de 1989 de represión militar de la revuelta urbana coetáneo con la caída del Muro de Berlín y el principio del fin del comunismo soviético. Aquellas muertes jóvenes, sin embargo, estaban en el corazón de una lección bien aprendida por líderes y opinión pública: la prosperidad actual, dijo el presidente, “es irreversible”, como la historia que llevó a este día.
En China no caen Muros ni se derriban Murallas. Toda reforma será pacífica, o no será. Las masacres de la disolución de la URSS o de Yugoslavia, la violencia que se adueñó de México cuando la dictadura del PRI demostró ser imperfecta, las guerras civiles y miserias y padecimientos aun sin fin a la vista en África y en el Cercano Oriente que siguieron a las primaveras árabes favorecidas cuando el demócrata Joe Biden era el vice del Premio Nobel de la Paz Barack Obama, jamás se verán en China.
De hecho, en el origen de la estabilidad política de hoy, a la que, por un camino en absoluto lineal, y más contingente y rico en desvíos y peripecias y accidentes que el relato didáctico ofrecido por las autoridades multimediáticas en la efemérides -aunque no se le pueda reprochar a un resumen apretado el ser un apretado resumen nomás- está la memoria horrible de un interregno cruel y catastrófico. Cuando un grupo de militantes en la clandestinidad, inspirados por la victoria bolchevique de 1917 y alentados desde Moscú, fundó en 1921 el Partido Comunista chino, en una tapera mugrienta que hoy es prístino Museo, la ciudad portuaria de Shanghai estaba bajo el dominio de varias potencias coloniales que disputaban entre sí (y todas oprimían a la población china).
Apenas diez años antes, en 1911, se había proclamado la República, un gobierno sin control ni prestigio en un territorio que se fraccionaba entre ‘señores de la guerra’ que se adueñaban de las regiones en las que ganaban a sangre y fuego el monopolio de la fuerza corrupta. Los japoneses invadirían Manchuria después de haber invadido Corea, impondrían un gobierno títere en el Oriente del país. En China, dos fuerzas políticas encabezarían una campaña de reconquista contra los señores feudales y los invasores extranjeros a la vez que se combatirían a muerte en una carrera por la conquista del gobierno.
Los rivales coincidían en ser nacionalistas, aunque el nombre de ‘nacionalismo’ fuera reivindicado y embanderado por el Partido Nacionalista, el Kuomintang, un partido pro occidental y aun pro cristiano: su generalísimo Chang Kai-shek era protestante, lo que le aseguró simpatías en EEUU. Este común nacionalismo encontraba apoyos para uno y otro partido y hacía posible el cambio de bando de lo que en tiempos democráticos (que nunca llegaron) habrían sido electorados. Más aún, sólo dos de los fundadores del Partido Comunistas lo fueron hasta el fin. Varios se pasaron al Kuomintang, alguno al gobierno títere. En 1949, uno de los padres fundadores comunistas, Mao Zedong, proclamó la República Popular en la misma Plaza en la que su sucesor se ponía el miércoles en su cuello y en sus zapatos.
Toda China continental era comunista: formalmente, la mitad del mundo lo era. Los bustos de Karl Marx, de Friedrich Engels, de Vladimir Lenin, adornaban los monumentos públicos desde Praga y Budapest y ahora hasta Beijing y pronto Hanoi y Pyongyang y en diez años más estarían en La Habana. En las semanas previas a la celebración del centenio partidario, la iconografía marxista fue reflotada para la festividad con una significación más ritualística que mítica: hoy China es el campeón del libre mercado y la dictadura del empresariado antes que del proletariado.
En 1949, los nacionalistas burgueses habían sido vencidos por los nacionalistas obreros y campesinos que finalmente hicieron ese país burgués que fue multiplicando oportunidades de movilidad ascendente. Cambiaron las políticas administrativas, no la clase política de los administradores. En la dirección, donde estaba ‘el Gran Timonel’ Mao está esa élite a la que hay que “agradecerle” -y de hecho al menos mayoritariamente se le reconoce- un “socialismo” opulento.
Atrás quedaron las disfuncionalidades. El Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural, que en las décadas de 1950 y de 1960 causaron retrasos, hambrunas, millones de muertes, son recordadas sin deformación, pero etiquetadas con el optimismo sádico de la historia escrita por los finalmente vencedores: en las publicaciones oficiales del Partido para su Centenario, han dejado de ser “errores” y son “dolorosos ensayos y experimentos” necesarios para llegar a la riqueza de hoy.
Es la historia que deben leer cotidianamente -30 minutos diarios es una dosis razonable- quienes aspiran a integrar sus cuadros, de estar entre los 91 millones de comunistas en un país de 1400 millones de habitantes. Una vez dentro, la formación permanente es de por vida. Una aplicación, Xuexi Qiangguo, que significa literalmente estudiar al gran país poderoso, contiene, escogido por especialistas del Partido, las lecturas antologizadas: contra lo que podría pensarse en un Occidente precipitado, la antología es genuina, y nunca deja de incluir fragmentos de la prensa extranjera.
Hay en esto, al menos, fidelidad a la doctrina hegeliana y marxista: los errores no son errores porque (o cuando) son formas anticipatorias del acierto. El comunismo demostró -resumió Xi Jinping, amplió la información oficial por todos los medios- su superior eficacia al arrancar a cientos de millones de personas de la pobreza, colocar a la República Popular en el primer plano del concierto de las naciones, tanto por su economía como por su desarrollo militar, capaz de dotarse de arsenal atómico y de explorar el espacio interestelar.
Horas antes del discurso del de Xi Jinping, un alerta del Washington Post informaba que investigadores en el Centro James Martin de Estudios para la No-Proliferación de la californiana Monterey habían detectado, en imágenes de la árida provincia de Gansu (en la frontera norte con Mongolia) un centenar de plataformas para lanzamiento de misiles balísticos intercontinentales con ojivas nucleares: parejo número al de los años del Partido contra el cual los enemigos de China no prevalecerán.
Como cualquier aniversario importante en cualquier país del mundo, los cien años del Partido Comunista chino se celebraron con restallar de banderas Made in China, con proliferación barroca de memorabilia efímera Made in China. Pósteres retro de obreros y campesinos, cromos de guardias jóvenes, visitas de troupes escolares endomingadas en día de semana en tour por monumentos heroicos y altares patrimoniales, bibliografía y bibelots de Marx, Engels, Lenin, Mao, vajillas de porcelana roja, fuentes, platos, vasos, jarras, jarros con hoces y martillos estampados o en relieve. Clips, video clips, films, videos, folletos, tik-toks.
Los líderes renovando sus desposorios con el comunismo en chino mandarín con fonética modélica de Academia Confucio en ceremonias coreografiadas, filmadas en vivo y en directo, en primeros planos de la intimidad lujosa y en grandes angulares satelitales. Solistas famosos, grupos corales pero unísonos cantando un mismo himno entonado con la convicción de usar siempre las mismas palabras: Gloria al Partido sin el cual nada de la bonanza única de la Nueva China habría existido jamás. Rojo es el color y kitsch es la estética de los partidos que duran, sean de izquierda o de derecha.
Sólo el Partido Colorado paraguayo ha estado más años en el poder que el Partido Comunista chino. Aunque el Paraguay sea el país más grande del mundo entre los que reconocen a China Nacionalista (Taiwán) en lugar de a China Popular: Asunción tiene embajada en Taipei pero no en Beijing. Y aunque Occidente lo recuse, el relato que el Partido Comunista chino hace de su historia narra una historia tan asombrosa como verdadera: la agrupación clandestina que Mao y dos decenas de hombres fundaron en Shanghái en 1922 llegó a ser el partido político más poderoso del mundo y a dirigir la economía que más crece en el estado más poblado de la tierra.
Los tiempos turbulentos entre 1911 y 1949, es la síntesis del pensamiento de Xi, son parecidos a los que el mundo exterior ha vivido en la mayor parte de su historia. Antes de 1911, hay tres mil años de Imperio, de autoridad única reconocida, y de búsqueda y adhesión al principio del orden, tanto más fructífero que la ilusión de la libertad para la felicidad pacífica de las sociedades laboriosas. Después de 1949, hacia delante, el Imperio terrenal de un Partido que sustituye al Imperio Celestial de la monarquía y la aristocracia. La China actual es moderna, socialista, igualitaria: porque en el lugar del Emperador está el Partido.
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