La pasión diagnóstica

19 de abril de 2022 07:26 h

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Es notable cómo cada vez que alguien no piensa lo que se espera que piense, cuando no se expresa dentro de los límites de “lo esperable”, se echa mano a un diagnóstico. Usado, además, de forma peyorativa. Fóbico cuando alguien prefiere o gusta de estar solo, raro si no le gustan las fiestas, psicópata si llama directamente sin avisar pero también si no contesta los llamados, intensa si quiere verse más seguido, enfermo mental si no se adapta, y también infradotado, subnormal. El retraso mental que la psicóloga del meme anota en su libretita, el más nuevo rari y el infaltable tóxico para todo lo demás. La clasificación y las taxonomías son inevitables desde que el mundo es mundo, sí. Adjetivar al otro, atribuirle un ser,  proyectar sobre él nuestras fantasías resultan también una pasión diagnóstica. Codificar el mundo para creer que lo entendemos. Movernos en una geografía previamente estipulada y conquistada, estudiada y probada para no desorientarnos nunca, para no perdernos nunca, para saber siempre cómo y hacia dónde vamos. Una vida signada por un GPS de las relaciones que, en apariencia, nos lleva siempre por el mejor camino, por el más rápido, aunque después no sepamos para qué queríamos ir tan rápido. Ganar tiempo: esa ilusión tan habitual que a veces nos embarga (me acordé de este chiste que cuenta Freud: “Un mercader de caballos recomienda un corcel a uno de sus clientes: «Sí usted agarra este caballo y lo monta a las 4 de la mañana, para las 6 y media estará en Presburgo». -«¿Y qué haré yo en Presburgo a las 6 y media de la mañana?»”). Ganar tiempo, no demorarse, no dar rodeos: ¡es el capitalismo, estúpido! (hablando de capitalismo: Darío Charaf, invitado por Mariano Pujana, dio una charla sobre el psicoanálisis, la política, Mark Fisher y el realismo capitalista que resultó muy fresca, divertida y, por eso mismo,  muy interesante. Se puede ver acá).

El asunto entonces es que los diagnósticos salvajes suelen diseminarse sobre aquello que no compartimos, sobre aquello que nos inquieta, sobre aquello que nos saca de la supuesta senda segura de nosotros mismos. Esos diagnósticos profanos suelen vomitarse sobre todo aquel que no comparte nuestros hábitos, nuestros gustos, nuestra ideología. Una constante máquina de etiquetado recae sobre los otros pero, sobre todo, recae sobre uno. Escrutar al otro como si fuera posible volverlo transparente; no querer saber nada, en el sentido de la represión, de la sexualidad perversa polimorfa, es decir, de los modos múltiples y diversos en los que nos procuramos alguna satisfacción. Creer que nos conocemos a nosotros mismos: otra manera de rechazar el descubrimiento freudiano. Etiquetado frontal y lógica del descarte soportados en una eterna disyunción binaria: el otro o yo. Soportados en la consistencia yoica que se autopercibe redonda y sin agujeros, soportados en la eterna normalización, disciplinamiento y educación sobre los modos de gozar y sobre los modos de tener un cuerpo -de hecho se dice “normalicemos X cosa”-. En ese sentido, alguna vez Maia Debowicz escribió: “las personas sienten la obligación o el impulso de hacer un comentario sobre el físico de quien tienen enfrente. Como si la mirada del otro conociera mejor nuestro cuerpo que nosotros mismos”.

Esa pasión diagnóstica recae sobre todo aquello que no anda, que no encaja, que no funciona. “Lo que anda es el mundo, lo real es lo que no anda”, dice Lacan. Cuando el mundo marcha, “gira en redondo” -porque esa es su función-, eso que no anda interrumpe la marcha evidenciando su sesgo de resistencia a lo maquinal. Girar en redondo: tal es la función del mundo que a veces nos lleva puestos.

La pregunta por cómo se concibe un diagnóstico me interesa también, y sobre todo, en lo que al padecimiento subjetivo se refiere. Me gusta la posición que Marcos Zurita tiene en relación al diagnóstico desde la psiquiatría -porque la forma de diagnosticar no es una sola y no va de suyo-. En una intervención en un congreso llamada “La ansiedad del profesional frente al diagnóstico”, señala que “hay una orientación diagnóstica que se opone a la búsqueda del cajón psicofarmacológico”; que no es una obviedad que se escuche al paciente, dado que muchos no escuchan sino que “aplican escalas”. Zurita intercala, en la exposición, para hablar de la historia clínica, una viñeta muy simpática de Bill Watterson en Calvin & Hobbes (traducida por mí): “la historia es la ficción que inventamos para persuadirnos a nosotros mismos de que los acontecimientos son cognoscibles y que la vida tiene un orden y una dirección”. Luego se pregunta: “¿para qué sirve un diagnóstico psiquiátrico?” y responde ubicando posiciones antagónicas: “orientación versus etiqueta; patología versus ser, argumento clínico versus excusa (burocrática, prescriptiva), nombrar para ordenar versus nombrar para calmar la ansiedad de lo innominado”. Y subraya la importancia de no “tentarse de la rigidez diagnóstica de la anécdota”. La forma de diagnosticar, entonces, también tiene sesgos. Por eso Zurita agrega: “para hacer diagnósticos se necesitan datos. Cómo se obtienen esos datos es el primer sesgo, cómo se arman en un cuadro es el segundo sesgo y cómo actuar de acuerdo a eso, el tercero. El diagnóstico calma porque ofrece un faro para el paciente y para el profesional. Manejar la ansiedad propia ayuda a evitar sesgos y faros que se apagan en medio de la tormenta”.

“El diagnóstico es una de las enfermedades más extendidas”, dijo alguna vez Karl Kraus con su agudeza habitual. Y entonces pienso en ese nuevo, novísimo -en su uso al menos- síndrome del impostor. Y pienso que es una manera de sacarse de encima la escisión del yo descubierta por Freud. Esa escisión que escribió magistralmente Héctor Libertella: ​​“Sólo el castellano les da la posibilidad del Yo como algo que está constituido por una letra que une –y- y otra que separa –o-”. 

Pienso también que es un modo tranquilizador -porque los diagnósticos tranquilizan sobre todo al que diagnostica- de no querer saber nada del inconsciente. De eso que nos habita y que nos hace, justamente, desconocernos. El inconsciente hecho con las marcas de una historia, con lo visto y con lo oído; el inconsciente es esa otra escena de la que, como dice Pascal Quignard, venimos pero en la que no estábamos. Si se rechaza eso que nos atraviesa, esas marcas que nos determinan en muchos sentidos, entonces somos todos un poco impostores. El individualismo tan en boga resulta un terreno adecuado de donde surge esta nueva onda del síndrome del impostor. José Luis Juresa dice: “en el afán de originalidad de los individuos autogenerados, que no reconocen a nadie ni a nada que los preceda, no me parece casual que se hable de este síndrome del impostor. Es el reverso de la pretensión de ser único y original, o peor: hecho por sí mismo” (no es que no haya impostores, ni chantas, es que ellos no se nombran ni se auto perciben así). En un mundo en el que hay que girar al ritmo de la productividad, en el que no hay tiempo para detenerse, en el que hay que aferrarse siempre a creernos del lado del Bien, surge, sorpresivamente algo que nos sacude porque nos hace extraños a nosotros mismos. A veces le damos lugar a la angustia que suscita la extrañeza y a veces queremos saber qué es, qué tenemos, cómo se llama, cómo se cura.

Es en el mismo sentido que leo este texto de Juresa en el que dice: “se ha creado una suerte de «atmósfera anti-conflicto» derivada de una especie de corrección política del comportamiento, en la que la conflictividad es mal vista, rechazada, incluso cancelada bajo la fuerte idea de que eso es precisamente lo que hay que erradicar. Se dice de alguien que es «conflictivo» porque no termina de adaptarse a «lo que hay» o simplemente porque «hincha las pelotas», o no respeta esa búsqueda forzada de armonía que, simplemente, depende de que no exista otro que no sea Yo”. En cambio, María Pía López escribe en Quipu: “Yo, tan incierta que no debería balbucear yo”.

La euforia identitaria y la pasión por la etiqueta han llegado hoy en día al paroxismo. Por eso me gusta volver a Néstor Perlongher: “no subsumir en una generalidad personológica: el homosexual. Soltar todas las sexualidades, abrir todos los devenires (...), usos singulares de la sexualidad. Que cada cual pueda encontrar, más allá de las clasificaciones, su punto de goce”.

Me gusta la metáfora del rulo para hablar de los enredos en los que nos metemos, de los rodeos en los que nos demoramos -no hay deseo sin rodeos-. El rulo es una metáfora muy precisa porque es eso que tenemos en la cabeza -el imaginario del diagnóstico supone que existe todo en la cabeza, como si la cabeza no fuera parte del cuerpo, como si el descubrimiento freudiano no hubiera diluido esa división cuerpo-mente-. Tengo una amiga que usa mucho esa imagen: “tengo un rulo con tal cosa; me metí en un rulo; me hice rulo con el asunto; esto es un rulo mío”. Eso pensé cuando leí Y si no es suficiente, de Maia Debowicz, editado por Vinilo. Un texto conmovedor, frágil -lo digo como un elogio-, delicado, sutil, sensible. Cuánto mejor es lidiar con los rulos que pretender alisarlo y plancharlo todo con una etiqueta. Subrayo especialmente el párrafo en el que la autora se detiene en un gesto de preservación de la infancia, que también suele ser arrasada por atribuciones de los “adultos” -sobre todo atribuciones de personalidad-: “A veces los padres no saben cuánto espacio ocupan las emociones en el cuerpo de un niño; todo es muy intenso, las alegrías y también las tristezas. No se deben minimizar las tragedias cotidianas de los niños, por más ridículas que parezcan a los ojos de los adultos”. El libro de Maia Debowicz acaso sea también eso: el testimonio de su forma singular de lidiar con los rulos paternos, pero también con los maternos. La familia: ese rulo que nos hacemos y ese rulo del que también estamos hechos. Por eso el inicio del libro es contundentemente preciso, una frase que lo dice todo, una puesta en abismo perfecta: “Lo primero fue un rulo”.

AK