El día en que Israel rompió la tregua con Hamas con un bombardeo a Gaza que mató a cientos de personas, entre ellas ciento treinta niños que dormían con sus familias en refugios precarios, terminé de leer Oreja madre. Mi cuestión judía, de Dani Zelko, un diario-ensayo-testimonio de la búsqueda identitaria del autor a través de ghettos y campos de concentración en Polonia y Lituania, documentos de su tatarabuelo traductor de literatura al hebreo en el siglo XIX, conversaciones con su madre y otros familiares en Argentina e Israel y recuerdos de su infancia en Buenos Aires, en el Club Hacoaj, allí donde —subraya Zelko— se cruzan las calles Palestina y Estado de Israel. Estaba escribiéndolo en octubre de 2023 cuando ocurre ese ataque terrorista por tierra que dejó más de mil doscientos israelíes muertos y se entera que en uno de los kibutz asesinan a parte de su familia: prima, su esposo y dos niñas. Así lo cuenta: se habían refugiado en la habitación-bunker pero los atacantes prendieron fuego al edificio y esa habitación se llenó tanto de humo que al parecer su prima intentó abrir una ventana para que entrara algo de aire; en ese momento le disparan, ella cae y su cadáver permanece junto a marido e hijas hasta que estos mueren asfixiados.
Un Kadish de duelo, una plegaria fúnebre, una música de la justicia, como la que cantó Allen Ginsberg a su madre, se despliega en un pliego de páginas negras dentro de este libro valiente y conmovedor. Para Zelko no se trata solo de un duelo personal, es colectivo y se extiende más allá de las víctimas presentes y pasadas, del genocidio perpetrado por los nazis y del terrorismo de Hamas: “El duelo que estoy atravesando hoy, miles de palestinxs lo atraviesan todos los días”. Se pregunta por los niños palestinos del futuro que se despertarán en medio de la noche soñando con los bombardeos del gobierno israelí tal como él mismo se despertaba de niño aterrado por soñar con Hitler incluso sesenta años después del Holocausto. Traduce un cuento del escritor y activista Ghassan Kanafani, en el que un palestino emigrado a Kuwait, en viaje de visita a su familia en Gaza, lleva un par de pantalones para su sobrina internada en un hospital solo para descubrir que esa niña de trece años no podrá usarlos porque tiene una pierna amputada a la altura del muslo, una mutilación causada por uno de los tantos bombardeos israelíes. Allí, en lugar de “israelíes” Kanafani había escrito “judíos” y Zelko entre paréntesis acota: “Que diga judíos me parte el corazón”. Un corazón partido por las heridas de guerra: judío no es sinónimo de israelí así como israelí no es sinónimo de sionista, pero el odio confunde las almas. Kanafani morirá cuando intente encender su auto por una bomba que habría puesto otro familiar de Zelko, un tío abuelo llamado David, nacido en Buenos Aires y emigrado en 1948 al flamante Estado de Israel, esa nueva patria para un pueblo que fue exiliado y diezmado por el antisemitismo, patria en la que David se entrenó para poner bombas, acuchillar palestinos y realizar otros atentados perfectamente calificables de terroristas. Cómo no tener el corazón partido.
Oreja madre narra el periplo de redescubrimiento del linaje judío de Zelko en relación y tensión con otras identidades: mapuche, wichi, palestina. Lo hace rompiendo la gramática de la censura y la autocensura, cabalgando sobre el lenguaje inclusivo y a sabiendas de que al autor lo pueden declarar traidor o antisemita porque este término es la tijera de la censura actual: “Antisemita: cualquier judíx o no judíx que se manifieste por un alto del fuego en Gaza, por el fin del apartheid, por un Estado binacional, por dos estados”. A las identidades indoamericanas ya las había contactado, a partir de 2015, con su proyecto llamado “Reunión”, un viaje casi mítico como el de aquel nómade cosmopolita llamado judío errante, ahora con la mochila cargada con una pequeña impresora, visitando pueblos y comunidades nativas para proponer un procedimiento de escucha y escritura en el cual las personas hablaban y Zelko escribía a mano todo lo que escuchaba, sin grabador mediante. Luego, sin corregir ni editar a solas, el texto resultante era revisado y corregido colectivamente hasta alcanzar su punto de publicación en libros y fanzines a leer en voz alta en distintas zonas de Sur, Centro América y México. Era poner la oreja para que la palabra hablada se convirtiera en impresa.
En diálogos construidos en el relato de esos viajes, Zelko confronta y perfila su identidad con nitidez. Le preguntan: ¿sos judío? Responde: sí, muy judío. ¿Sos de Israel? No, replica. Quieren saber cómo es eso, Zelko explica: “La mayoría de los judíos no somos israelíes. Israel es un país con setenta años de historia, el judaísmo es un pueblo con seis mil años de antigüedad”. ¿Y cómo sabés que sos judío? “Según la ley antigua, si tu madre es judía, sos judío”. Para Hitler, bastaba con que uno de tus cuatro abuelos lo fuera para definirte y condenarte. También sintetiza un relato oral de Bernard Goldstein, que vivió en el ghetto de Varsovia desde el principio hasta casi el final, cuando la tasa de mortalidad por tifus y hambre llegaba a las siete mil personas por mes y los cadáveres eran arrojados desnudos a las calles porque la ropa era demasiado valiosa para los sobrevivientes: cada mañana pasaban carros a recoger los cuerpos para llevarlos al cementerio.
Zelko practica una escucha que hace hablar a los muertos. Escribe en primera persona pero en su devenir oreja atraviesa el vaciamiento y la destrucción de su yo. “Un duelo es deponer el yo para sentir en propia carne la muerte del muerto” escribe María Moreno en el epílogo de este libro que me ha hecho llorar como pocos. Llorar y comprender. Y desear que el mundo entero escuche las voces que claman por las víctimas de todos los bandos y banderas, de todas las identidades asesinas y asesinadas, de todos los crímenes que el odio y la ignorancia han sembrado y siguen sembrando en tiempos oscuros. Como el presente.
OB/DTC