La letanía de los cupos desoídos y del eurocentrismo flagrante tampoco ha estado ausente este jueves tras el conocimiento público de la decisión de la Academia Sueca a propósito del Premio Nobel de Literatura 2021. Año a año, el archivo denuncia inexorable la más que centenaria mayoría absoluta europea, anti americana y anti tercer-mundista de la preferencia escandinava. La expiación nunca llegará antes de un siglo, tanto es lo que hay que intentar reparar de un daño que, por definición, como todos los del racismo, si es imprescriptible también resulta en suma al fin inextinguible. Acaso la ironía mayor es que la acusación no haga propios los argumentos de la defensa, que refuerzan la posición de la fiscalía, aunque en las sentencias ganen reconocimiento de atenuantes y admisión de la veracidad de un firme propósito de enmienda. Nunca más nórdica la Academia que cuando premia a los continentes colonizados por Europa: África este octubre, América el anterior.
Fue el turno de un gran escritor, el tanzano Abdulrazak Gurnah, nacido en 1948, dos años después que Freddie Mercury, en lo que entonces era, el sultanato de Zanzíbar, un protectorado británico. Esta isla del Océano Índico fue absorbida en 1964 por Tanganika, que así se volvió Tanzania. Como el cantante de Queen, hoy el novelista Gurnah es súbdito de la reina y ciudadano británico. Conocieron el exilio, la migración y el status minoritario desde antes de nacer. La familia de la futura víctima estelar del sida en tiempos de rampante homofobia post-reaganiana y thatcherista era india y, además, de la minoría religiosa parsi o persa, que en la India hindú había sufrido de sospechas y discriminaciones como migrantes que practicaban el culto de Zaratustra o Zoroastro. La del futuro profesor de Literatura Inglesa jubilado con honores y premiado esta semana con el Nobel era árabe y musulmana. A diferencia del futuro ídolo de la efímera América gay-friendly de los '70s tardíos (aun Convicción, el diario bendecido y germinado por el almirante Emilio Massera en la dictadura cívico-militar argentina, alardeó de serlo en firmas y tópicos), Gurnah entra como negro o 'de color' en las clasificaciones étnicas. La noticia que en los medios se haya distraído de consignar este avance nórdico de aporte positivo en la adjudicación anual del literario millón más cien mil dólares ha escapado este panoramista tocayo del explosivo desarrollador de la dinamita Alfred Nobel, cuya última voluntad cumplen desde el primer año del siglo pasado las dieciocho sillas de la Academia.
Por mi madre, bohemios
La estrella pop vivió su rapsodia bohemia en EEUU y Gran Bretaña como representante señalado de una minoría a la que despojaba de igualdad, y cuya muerte masiva cuando la pandemia del sida no era contemplada con masiva insatisfacción. El buen éxito de las veloces investigaciones de laboratorios rivales que colaboraron para producir en meses vacunas que compiten entre ellas en eficacia relativa para inmunizarnos contra el coronavirus contrasta con la indiferencia complaciente del establishment higiénico ante un retrovirus anterior sin embargo menos selectivo en cuanto a la edad de sus víctimas mortales y más cruel en la virulencia de sus síntomas. Parece difícil imaginar que la Academia Sueca, que en 2016 premió al norteamericano Bob Dylan (nacido Robert Zimmerman) , premiara nunca a Freddie Mercury (nacido Farrokh Bulsara) , hijo de 'gitanos' de antiguos creyentes iranios de una religión dualista para la cual el Bien y el Mal están en permanente lucha. Demasiado poco europeo. En cuanto a su coterráneo Gurnah, pocas miradas se detuvieron en que el autor ha vivido -lo que no puede reprochársele- una existencia de privilegio. En Zanzíbar, pertenecía a la minoría económica y política dominante árabe. El Islam era y es la religión dominante en Zanzíbar, y el árabe es reconocido como lengua co-oficial. En Tanzania la mayoría de la población es cristiana, y el idioma oficial favorecido por el gobierno es el swahili, aunque el inglés se use en la enseñanza, en los tribunales superiores y en la diplomacia y documentos oficiales: se hablan más de cien lenguas en el país, ninguna de ellas fue nunca premiada. Los premios Nobel de Literatura de África fueron para obras escritas en inglés o en árabe, y generalmente para autores en exilio europeo. Gurnah es un novelista británico que escribe en inglés, cuya familia debió exiliarse en Inglaterra cuando en la revolución socialista de 1964, que representaba a la mayoría pobre y africana negra del archipiélago, depuso al sultán y a su élite musulmana. Cuando se dice que es el primer Nobel, desde el de la norteamericana Toni Morrison en 1993, que premia a novelistas de la negritud, un detalle histórico antagoniza sus linajes aunque una y otra figura estén hoy aunadas en sus militancias declaradas: mientras que la narradora de Beloved (1987) desciende de esclavos africanos, la familia de Gurnah era de la oligarquía árabe que había hecho de la isla un próspero enclave marítimo gracias a la trata de esclavos. Curiosamente, una y otro publicaron novelas con el mismo título. Paradise (1994) de Gurnah es la única de sus novelas con un protagonista nacido fuera de Zanzíbar: un muchacho, Yusuf, nacido en una imaginaria ciudad de Tanzania, es entregado por su padre en prenda por la deuda que tiene con el mercader árabe Aziz, y viaja con él por el corazón de las tinieblas congoleño de África, cuando regresa a Tanzania, que entonces era colonia alemana, lo buscan para reclutarlo como tropa en la Primera Guerra Mundial. La acción de Paradise (1997) de Morrison transcurre en Ruby, ciudad o utopía fundada por ex esclavos negros en el corazón de las tinieblas blanco de Oklahoma; la autora quería titular War (Guerra) a su novela, pero fue disuadida por sus editores.
Plegarias escuchadas en voz alta
En las mañanas del primer jueves de octubre, en 2020 como en 2021, la radio pública norteamericana (NPR) ofreció un limpio ejemplo de su integridad. Notas pre-producidas sobre la inminente entrega del Premio Nobel de Literatura en tiempos de pandemia, pías variaciones sobre las cuotas no pagadas por la premiación más esperada del mundo. En 2021, pocas horas después, cuando la Academia Sueca anunció el ganador, black fue la palabra redentora. En 2020, cuando la ganadora fue la norteamericana de familia judía Louise Glück, ninguna emoción, y menos que ninguna la patriótica vibró, en la voz de la NPR. Una periodista entrevistó a una especialista en la poesía de la Nobel flamante, y las dos coincidieron en que el millón de dólares de Estocolmo y aun la calidad de la voz poética de Glück iban a ser un obstáculo para que se oyeran las voces de color de un coro de superior calidad pero de naciones y razas desfavorecidas.
Hay que reconocerle juego limpio en su argumentación a la radio pública de Estados Unidos, a la que ningún nacionalismo desvió de la seguridad política de sus premisas de hierro el año pasado, y por supuesto, mucho menos en este, cuando veía en la elección sueca una voluntad tardía de reparación. No se detuvieron en que premiaron dos años consecutivos a la lengua inglesa, la más premiada en la última década.
En este razonamiento hay una premisa mayor: que el Premio Nobel de Literatura tiene por delante una misión histórica de reparación del imperialismo cultural que viene incumpliendo, o cumpliendo muy mal, a lo que suman escándalos y renuncias por acusaciones de corrupción del propio jurado académico. Misión que incumplió en 2019, cuando un premiado fue el narrador austríaco germanófono Peter Handke, que ratificaba una abrumadora inclinación aria por autores varones escandinavos o germánicos.
En este razonar planetario sobre la deontología defectuosa de las 18 personas que integran la Academia de Letras de Estocolmo, se excluye de antemano la treta de argüir, para justificar la decisión académica, cualquier intrínseca calidad literaria de los escritos de quien reciba el Premio. También conviene admitir que esta inhibición preliminar es argumentativamente consistente: esa misma calidad o superior complejidad (formal, estilística) alegada, ¿no es ella misma prueba de privilegio cultural?
En la poesía de Louise Glück la Academia Sueca celebró la universalidad de una voz que se eleva sobre las particularidades. (También por detrás del elogio de Gurnah hay el encomio por su capacidad para elevarse hasta la cumbre de la visión superior que ilumina los sufrimientos humanos, demasiado humanos) ¿No es la esencia de la blanquitud y de la lengua imperial, el hecho de ser primeras candidatas siempre a la universalidad? También celebró la Academia premiante y apremiante el rico entramado de referencias y resonancias mitológicas clásicas, griegas y latinas, en su poemario Averno (2006), sobre el mito de Perséfone, que desciende a los infiernos raptada por Plutón, y asciende una vez por año a la superficie. «La primavera ha venido / nadie sabe cómo ha sido», cantaba Antonio Machado; poetas como Glück pueden responder con una sabia narrativa mítica a la ignorancia del poeta castellano, en cambio ¿qué diosas helenas hay en la poesía del duelo por George Floyd, por las Black Lives que no importan y que fueron segadas por la policía norteamericana en el año de la rebelión y la pandemia?
A contrario, podríamos preguntarnos si el primitivismo sirve como precondición ético-política de selección favorable para el Nobel. Pero ¿no hay en esto otro racismo, el de igualar las formas primitivas con la autenticidad y legitimidad literarias? Nos responderían que no. Y, otra vez, hay que reconocer que no hay contradicciones en el argumento. En las notas radiofónicas de la NPR, como en la prensa escrita europea o africana o americana, aparecía en contraposición con el de Glück el nombre que este año reaparece para marcar afinidad, el de Morrison. La cercanía o distancia con lo que significa la autora de la densa, compleja novela poética Beloved (1987) es en 2021 como en 2020 el patrón oro del valor.
Glück, ex poeta laureada de Estados Unidos, profesora de la muy cara Universidad de Yale, en la liga de la hiedra de las universidades antiguas de la Costa Este norteamericana, es una «poeta profesional» –además de «profesoral»–. Una analogía algo forzada –forzada por la falta de un mejor término de comparación– sería el poeta argentino Alberto Girri. Que una mujer sea esa «poeta profesional» es algo que hoy damos por sentado, aunque no hace demasiado tiempo no pudiéramos hacerlo: progreso tanto más efectivo, eficaz y asentado porque no lo sentimos ni percibimos. Tal vez tenga un saldo positivo, en el interior de una cultura literaria, constatar la existencia y referencia de «poetas profesionales»: señalan un umbral mínimo de calidad verbal, elocutiva con que medirse, un estándar que, por bajo que resulte, sin embargo ya es alto.
También Gurnah es un profesor, jubilado, en la Universidad inglesa ubicada en la ciudad de Canterbury, el Vaticano de la Iglesia Anglicana, cuyo arzobispo es la máxima autoridad religiosa de la fe reformada cuya máxima autoridad política es la propia Reina. Si miramos la lista de Premios, vemos que los de América corresponden, en los últimos cincuenta años, a figuras prósperas, bien conocidas o residentes en Europa. Cuando oímos o leemos la queja, que como registro de un hecho no puede ser más cierta, de que “nadie conoce” a la gente que premian, hay que decir que igual de cierto es que nadie conoce mucho de literatura. La Academia sigue esta tendencia, por eso premia a periodistas, cantantes, profesores, activistas. La literatura no ocupa en las sociedades occidentales el lugar que ocupaba en 1900; hoy hay quien vive de ser novelista y de actuar como tal, pero no del público lector de sus novelas. ¿Qué habría sido de la prosa ornamental y ornamentada de Toni Morrison sin Oprah apuntalándola desde su teleshow? A este panoramista le gustaría el Nobel, por ejemplo, para la narradora argentina Haydée Mascaró, pero una novelista a secas es hoy insulsa.
AGB