En 1978 Adolfo Bioy Casares publica, por Emecé, Breve diccionario del argentino exquisito. El texto había tenido una primera edición, bajo un seudónimo, en 1971. Es un libro muy simpático y lleno de humor en el que Bioy recoge ciertos modos de decir de la época, ciertos usos del lenguaje provenientes de gente “supuestamente culta”, como sugiere en el prólogo. Lo que Bioy quiere poner en evidencia, según dice, es el engolamiento, la ornamentación de ciertas palabras. La pomposidad que revela una especie de actitud culturosa, pretenciosa. Y, advertido de que las nuevas palabras van a quedar, dice: “Ya sabemos que algunas palabras de nuestro diccionario entrarán y quedarán en el idioma; evitemos que entren todas juntas”. El diccionario es muy gracioso por la ironía y el filo del autor (él mismo desea que este libro entre en la serie de los escritos de Landrú, del Vocabulario chic de Jean Dutour o del Diccionario de lugares comunes de Flaubert). El diccionario concentra algunos de esos usos del lenguaje que una época produce, y que sedimentan luego en lugares comunes, repeticiones vacías, doxas, estereotipos, prejuicios, etc. Una manera satírica de situar el habla de una época, de anotar la pretensión de ser exquisitos al hablar, a la vez que de subrayar las maneras en que esas pretensiones tienen como destino –o quizás como origen– la estupidez. Un detalle que me interesó es el comienzo del prólogo en el que Bioy dice: “Encontré la mayor parte de las palabras que reúne mi diccionario, en declaraciones de políticos y de gobernantes. Alguien me dijo que sin duda las inventaron en un acto de premeditación, a manera de baratijas para someter a los indios, «porque el embaucador desprecia al embaucado». Yo no quiero disentir, pero sigo pensando que detrás de cada una de estas manifestaciones de afectación (...) ha de haber un señor vanidoso, que se desvive por que lo admiren (...). El mundo atribuye sus infortunios a las conspiraciones y maquinaciones de grandes malvados. Entiendo que subestima la estupidez”. Bioy no está hablando solamente de políticos y gobernantes, sino de las posiciones enunciativas desde las cuales se profieren estas nuevas palabras. De las doxas de un momento, de eso que tanto desvelaba a Roland Barthes: la “repetición muerta, que no viene del cuerpo de nadie”.
Juan José Becerra dice que “los seres humanos hablan el idioma de su época imitando el léxico infradotado de las redes sociales, cuando no hablan como la televisión o, peor todavía, como sus padres”. Imitamos por comodidad, sigue Becerra, y “como en toda imitación, lo que está en juego es la esclavitud de algún tipo de «estilo», ¿y qué es el estilo sino una herencia? ¿Tan difícil es decidir una forma más o menos propia de hablar, de amar, de caminar, de lo que sea? ¿O es solo que imitar es fácil?”. La homogeneidad de las redes tiende a entramparnos en una masa indiferenciada de palabras pegajosas, empalagosas, dichas hasta el hartazgo. Cada tiempo tiene sus sentidos anquilosados, sus precipitaciones férreas de sentido, sus arrogancias: las palabras que responden al “erotismo de masas”, como dice Barthes. La doxa, como Medusa, petrifica. Es, como sigue Barthes, “una masa gelatinosa que se pega contra el fondo de la retina”. No vemos nada, la doxa nos enceguece y nos mete de lleno en un camino recto sin ninguna sinuosidad de pensamiento. Nos detiene el cuerpo, nos anestesia las ideas, nos vuelve un poco opas, un poco zombies. Cierra cualquier posibilidad de deslizamientos, entorpece la posibilidad de balbucear, de dudar, de vacilar, de retroceder: es una máquina topadora que solo va para adelante. Los sentidos precipitados –por la prisa, pero también por la solidificación– nublan la vista y nos conminan a una repetición casi maquinal, robótica. Se transforman en el agobio de un supuesto saber cerrado, anticipado; en una repetición religiosa y ritualista.
Las palabras cambian su sentido a través del tiempo, por eso el lenguaje es un cuerpo vivo que nos arroja permanentemente a nuevas maneras de decir. Pero tendemos a olvidarlo, ahí donde la doxa vela por que parezca natural y eterno aquello que es producto de las condiciones políticas e ideológicas de un momento. Y el órgano vivo tiende a necrosarse en esas formas estereotipadas de decir. “Cheto”, por ejemplo, no es lo mismo hoy que en otra época. Bioy se detiene en cheto –recordemos que el diccionario recopila lugares comunes–: “Persona que se muestra en los lugares adecuados, que se viste y habla como corresponde. Puede llegar en motocicleta”.
La tarea crítica, para Barthes, y política, según creo, es combatir ese “ejército de estereotipos”, “la violencia del prejuicio”, en la medida de lo posible. No digo que no existan más, eso es imposible, no digo que no estemos todos metidos ahí; digo que la posibilidad de leer cómo están hechos, cómo funcionan en un contexto particular, es un gesto indispensable para poder desentrañar lo que pasa en un momento dado.
La palabra “progre” está últimamente en boca de muchos. Creo que, muy de prisa, se ha transformado en una nueva doxa. Hoy se usa peyorativamente, casi siempre. Digo “hoy” porque no es lo mismo pronunciarla en este contexto político que hace, por ejemplo, cuatro años, en otro contexto político. Es una especie de reacción especular –toda reacción es una respuesta especular–, una reacción en espejo que comporta una forma de giro conservador. Ese uso, porque estoy hablando del uso, impide cualquier discusión. Porque, a su vez, genera otra reacción. Yo te acuso de progre, vos me acusás de antiprogre. Y así vamos de reacción en reacción. En el medio, pasan cosas, muchas cosas. Pero mientras seguimos metidos en el espejo de la reacción, mientras seguimos acusándonos de ser X, o antiX, mientras la cosa se crispa en dicotomías imposibles, se impide el ejercicio crítico, el ejercicio político o, incluso, se impide una autocrítica que sea lo más honesta posible.
Yo que mandé a mi hijo a una primaria de Palermo con nombre de flor y luego al “Pelle”, que tengo consumos culturales propios de un circuito que va de Los Galgos al Malba y del Malba a Villa Crespo –barrio gentrificado en los últimos veinticinco años–, que pasé mi adolescencia en medio de la apertura democrática y la primavera alfonsinista, que escribo en este diario, que leía Página 12, que fui a ver varias veces a Caetano Veloso al Gran Rex, que me dedico al psicoanálisis, que voy a la FED todos los años, que almuerzo algunos domingos en Crespín y que veraneo en Traslasierra –etc. etc. etc.-- respondería, por estas prácticas y estos circuitos, a la definición de lo que se entiende por progresista, o progre. Pero, sin embargo, también fui “acusada” de antiprogre. Porque la cosa, creo, es que ya no sabemos bien qué quieren decir esas palabras. Todos somos el progre o el antiprogre de alguien. Hace muy poco, Malena Pichot, en este mismo diario, entrevistada por Natalia Laube y Natalí Schejtman, dijo: “A mí lo que me gustaría es que progre empiece a ser una buena palabra de vuelta”. A mí también me gustaría. Pero no para reivindicar lo progre en sí mismo, sino para poder discutir el progresismo o para abrir esa palabra y ver de qué está hecha, para hacer ese ejercicio crítico-político. Porque el campo progresista en el que creo estar inscripta tiene también una tradición de discusión y de autocrítica. Y hoy casi no hay discusión, hay reacciones: casi todo es una reacción. Hay denuncias, hay señalamientos y estigmatizaciones. Hay acusaciones y la esperable actitud defensiva frente a esas acusaciones. Porque la lógica especular es la de la aniquilación del otro, porque es “el otro o yo”. Me pasa que hoy puedo discutir el progresismo, pero ante los señalamientos peyorativos de “progre”, me afirmo sin dudas ahí. Y esa afirmación es hoy, que gobierna quien gobierna. Me pasa lo mismo con el judaísmo: puedo ser critica con algunas de sus formulaciones; pero si viene un antisemita, soy la más judía de todos.
Me llama la atención cierto giro conservador que empezó a producirse como reacción especular. Una reacción doble: reacción al gobierno y reacción ante lo que algunos designan “progre” –habría que preguntarles a qué se refieren exactamente–. Como Milei “no formó una familia”, hay ahora una reivindicación grotesca de la ideología familiarista; como Milei está con Israel, hay una presencia notable de personajes antisemitas en los medios –incluso en medios progresistas– y en la política, cuando no una ola de antisemitismo horrible; la misma gente que trata a sus mascotas como hijos –hace unos años se escribieron abundantes líneas reivindicando nuevas formas de familia con mascotas como hijos– se muestra horrorizada porque Milei les dice “hijos de cuatro patas”. ¿Cuánto tiempo llevó cuestionar lo que se llama normalidad para después, de un plumazo, volver a la normalización y acuñar el “votá al normal”? Una reacción, lógicamente, lleva a ocupar una posición contraria, a posicionarse en la vereda de enfrente –el anormal siempre es el otro–. Porque es eso: una reacción. Nos estamos volviendo reaccionarios, conservadores. Y ahí empieza a empastarse todo. Como si la vida fuera eso: dos bandos, y sólo dos, porque si no, uno es tibio. ¿O acaso no se puede ser progre y abrir la discusión del progresismo actual –que no es el mismo de otra época–? ¿O acaso no se puede discutir lo hecho en los años anteriores sin designarse progre o antiprogre? ¿O acaso no se puede cuestionar la ideología familiarista y tener una familia? ¿O acaso no se puede no querer tener hijos y discutir igualmente las formas en las que un gobernante se relaciona con sus mascotas? ¿O acaso para cuestionar las relaciones carnales con Israel hace falta ser antisemita? Lo que no creo que aporte mucho es descansar en el confort de las reacciones, creernos siempre tan seguros de qué lado estamos, aferrarnos a identidades necias, no ser honestos con nuestras propias posiciones enunciativas. El progre siempre es el otro. ¿O es que para poder pensar algo de lo que pasó, de lo que pasa y de cómo vamos a intentar salir de acá, tenemos que girar a la derecha y reivindicar sí o sí el conservadurismo? La reacción a los que vinieron a destruir todo puede ser, entendiblemente, la de agarrarse de todo, la de conservar todo. Una especie de reflejo: avanza el fuego y uno intenta salvar sus pertenencias. Pero a veces ese mismo ímpetu también lleva a romper todo lo que “de este lado” estaba más o menos bien. Lleva también a querer destruirlo todo, a cuestionarlo todo, y a agarrarse de cualquier cosa para salvarse, para no quedar tan desamparados. Quizás haya otra manera, no sé cuál. Pero sí creo que las reacciones no dejan de conducir hacia la impotencia.
En el diccionario de Bioy hay una entrada para Progresista. Y dice así: “izquierdista, partidario de Rusia o de China. (Astul, Diccionario de lugares comunes)”. Según esa definición, para el presidente y sus votantes, progresistas seríamos entonces todos los demás.
AK/DTC