Opinión

Refugios

La semana que pasó -la ilusión de que la llegada del viernes haya hecho cesar algo (escribo esto el fin de semana)- fue de esas en las que los días se adensan, se estiran, se empastan, se rompen. El paso del tiempo entra en un espesor distinto y la cotidianeidad se extraña. Hacemos esfuerzos desmedidos por continuar con nuestras vidas, no como si nada hubiera pasado, sino porque pasó de todo. Algunas cosas de nuestra vida se vuelven más banales y otras, en cambio, mucho más graves. Ya no se puede diferenciar nada, todoeslomismo. Lo personal y lo político -no todo lo personal es político- se solapan y se pliegan y entonces hay que tratar de deslindar, de separar, de cortar. Pero resulta que somos cirujanos inexpertos y tendemos a cortar y suturar mal -la herida no cierra- y a infectarlo todo. No hay asepsia posible. Algunos lazos muestran su amorosidad y otros, su odio. Los afectos no encuentran moderación, ni aquietamiento. Leemos desesperadamente lo que dicen los medios, las redes, las notas, los grupos de whatsapp, o nos desconectamos totalmente y nos sumergimos en la ficción, en la ficción que cada quien encuentra. Pasamos del hiperrealismo a la negación sin ningún tapujo, sin ninguna voluntad.

Estamos en carne viva.

No estoy hablando del voto de cada quien, sino del impacto sorpresivo, de lo que irrumpió inesperado. Del acontecimiento cuasi traumático. Nadie vio venir lo que vino. El mapa electoral es el mapa de la desorientación, del desconcierto. Muchos quedaron atónitos. Incluso los que están gritando desde hace una semana. No estoy hablando de si se está de acuerdo o no con lo que los candidatos proponen, estoy hablando del impacto de lo que estalló, del ruido de los vidrios rotos, de ese instante en el que no sabemos qué causó el estruendo. De la sorpresa, del efecto sorpresivo. De advertir que se está en el borde del abismo -“estamos al borde del abismo y daremos un paso hacia adelante”, dicen los que quieren un cambio estrepitoso-. Pero además, una vez que nos levantamos del piso, recuperados un poco de la piña de esta semana, todavía queda esperar. Esperar. Y sabemos que la espera es, antes que nada, uno de los nombres de la angustia. “A las víctimas de la espera”: Antonio Di Benedetto les dedica Zama. Y Zama espera y tiene esperanzas, hasta que por fin encuentra lo más parecido a la libertad ahí donde alguien dijo “no” a sus esperanzas. Por su parte, Sara Gallardo en Los galgos, los galgos, dice: “Congoja y contrición sin esperanza, y en eso reside lo dulce, el único consuelo”. No se trata, ahora, de estar esperanzados. Porque la esperanza muchas veces impide leer lo que está pasando. Y, creo yo, las esperanzas son lo primero que habría que perder para no estar tan adormecidos. Tampoco lo contrario: estar desesperanzados. Creo que se trata de estar un poco más despiertos para que no se nos venga encima lo que se nos vino encima, lo que sea que se le vino encima a cada quien. Hubiéramos preferido un despertar más suave, seguramente, pero ahora ya no podemos volver a dormir, ya nos desvelamos y es esa hora en la que decidimos levantarnos, no intentar más dormir.

Son pocos los acontecimientos de “la realidad” que entran masivamente al consultorio de un analista. Cuando digo masivamente, digo que, de una u otra manera, es mencionado por todos los que asisten. Más, menos, mucho, poco, nadie no lo menciona. Es ineludible. La realidad política impacta en los cuerpos de manera tal que no se puede silenciar. Si el espacio del análisis suele silenciar un poco el ruido del mundo y propiciar los balbuceos íntimos, esta semana se disparó el volumen del mundo y la estridencia se coló por puertas y ventanas. Son los acontecimientos que implican, para el lugar del analista, un ejercicio un poco más esforzado. Porque no se trata, tampoco en este caso, como en ningún otro, de armar con el paciente una mismidad. Que estemos atravesados nosotros también implica, justamente, estar un poco más atentos a no meter “lo nuestro” ahí. Es un esfuerzo mayor al de siempre: ser parte de lo que pasó no nos debería llevar al “a mí me pasa lo mismo que a usted”. Seguir escuchando la particularidad de cada quien, la manera en la que cada quien se vio afectado y que nuestra propia cosa no se interponga. Igual que siempre, pero más que nunca -y eso tampoco implica no hablar, no decir nada de lo que se va pensando, no armar una conversación-. No dar por supuesto nada, no empastarse con el otro. Ahí, en ese frágil equilibrio. A la vez, creo, en el consultorio, también se produce un efecto de comunidad. Ahí donde se aloja la diferencia, ahí donde no se juzga ni se mide el sufrimiento, ahí donde hay lugar para que se desplieguen los efectos y los afectos de un malestar que también incluyen al analista. Un analista que no rechaza, que no confunde abstinencia con asepsia política. El lazo analítico es un lazo político, es parte de la polis. No puedo dejar de recordar el modo en que se inició la revista Conjetural, en agosto de 1983, donde Jorge Jinkis señalaba: “el llamado lacanismo es una política que no se explicita, una política que se niega como tal, y que incluso obtiene su fuerza de esa disimulación. Para ello no deja de contar con el soporte subjetivo del gesto de la cabeza hacia atrás y el brazo cruzando los ojos, una cierta repugnancia incluso, la política... ¡qué fastidio!”. “La disimulación es otra política”, continúa. Ese llamado lacanismo no es sino una ideología sostenida en una pretendida neutralidad, en una pretendida anti política. La práctica del psicoanálisis -por parte de pacientes y analistas-, tal como la entiendo, es una práctica política que tiene efectos de comunidad y que tiene efectos en la comunidad. Esta semana advertí, como pocas otras, ese efecto de comunidad -en las antípodas de la masa-.

En estos momentos un poco desesperados, desorientados, desquiciados, pienso que los refugios, los que de verdad cobijan, no se buscan, sino que se encuentran. Uno advierte, un poco tarde, que algo funcionó como refugio. Hace un tiempo conocí en Tucumán a Diego Puig, autor, entre otros títulos, de El problema de la luz -editorial Gerania-. Fue muy afectuoso conmigo y además, el rato que nos vimos, incluyó muchísimas risas. Hace unos días -antes de las elecciones- me dejó un audio y dijo, en algún momento, “stepping stones”. También habló de “un mapa que nos sostiene”. Stepping stones, escuché y ya no pude dejar de escuchar todo eso que se me ocurrió que entraba en esa expresión. No la había escuchado antes, o no así. No sabía qué significaba literalmente, pero leí, en ese momento, la clave de todo este texto. Stepping stone tiene varias acepciones, pero me quedo con la que usó Diego Puig: “piedritas en las que nos paramos un ratito hasta que pasamos a otra, pero pasar de una a la otra siempre está atravesado de ese momento de no saber, de no entender, de dudar, de desconfiar”. Escuché esa expresión y ya no pude dejar de pensar todo lo que pensé. Fue una expresión hecha de dos palabras surgidas de la boca de otro -la comunidad también se aloja ahí, en esas palabras que vienen de otros- las palabras que otros dicen y que por alguna razón subrayamos y escuchamos a posteriori. Ahí, en esos pequeños resquicios hechos de palabras, también hay refugio.

AK