Fue un viernes raro. Desde temprano circuló un hilo de tuits de Eduardo Crespo en que perfeccionaba el argumento maslatoniano de la crisis que el presidente hizo propio. Una economía al taco, dicen. Y no la vemos porque está toda en negro. Una fuga de pesos bajo control obrero. La huida hacia delante y no tributar, su mandamiento. Ese mismo día el INDEC informó que la inflación de abril fue de 8,4%. El peor número en el mes que Massa –ungido con el cristinismo para bajarla– explícitamente pidió ser medido. Se fue de boca. “Va a tener un 3 adelante en abril”, dijo meses antes. Tuvo un 8. ¿Y entonces? ¿Cómo es la crisis?
Viaje en el taxi de un tachero bien lookeado. Camisa, jean, barba, anteojos, más de sesenta años. Primera mitad del viaje ni mu. En el embotellamiento rompo el hielo con la inflación. 8,4. ¿8,4? Sí, señor. Le sugiero lo que se lee también: dicen que hay mucha guita en la calle circulando. A ver qué dice. Y dice: “Circule o no circule a mí me meten aumento en el alquiler”. Indago en esa vida e imagino: un tipo solo, divorciado, hijos grandes. “Igual sigo pagando lo que pagaba antes del aumento de abril porque hace más de un año tengo cortado el gas y los de la inmobiliaria se hicieron los boludos. Cuando me llamen les voy a decir que llegaron un año tarde. Y pago para no cagar al que me dio la garantía.” ¿No te compraste la ducha eléctrica?“ ”No“, me dice seco. ”No le confío, y me va a salir carísima.“ ”¿Y cómo te bañás?“, pregunto. ”Caliento el agua en una olla y me paso agua por las partes, como antes.“ Como antes. El tipo retrocedió a un ”antes“, faltó que nombre el abuelo tano, la abuela polaca, el ladrillo caliente en la cama. Presiento en sus palabras una forma de la crisis: cedió, cedió el gas, se encogió. Como en la ”Casa tomada“ de Cortázar, pero la casa de la mente: la crisis es una negociación chiquita en la que se van cediendo cosas. Lujos, necesidades, julepes. Una rumia de negociaciones con uno mismo. ¿Qué estás dispuesto a perder?
Esta crisis con sus líneas paralelas, sentada sobre esa montaña de informalidad, lleva encima el eco de una frase que atribuyo a la prosa de Lola Melendi acerca de un voto popular que migró a Bolsonaro en 2018 (votar al que me deja defenderme a mí mismo). Déjenme defenderme a mí, hacer la mía. Gente que se tiene a sí misma. Ni Nestornauta, ni héroes colectivos. (¿Tiene ropa para dar? Me la llevo a la feria, la vendo.) Estos años de “hegemonía progresista” produjeron también el primer plano de un relato sobre víctimas y verdugos que dejó a millones con la ñata contra el vidrio. Afuera. En 2007, profético, Ernesto Semán escribió que “la perpetuación de la victimización hace imposible una relación más sincera con los millones de ‘no víctimas’”. Los millones de no víctimas. “La supremacía sobre los inocentes, cuyo único pecado inicial fue no haber sufrido de forma directa el castigo de la dictadura argentina o del terrorismo islámico”, dijo Ernesto Semán. La víctima como el ministerio de desarrollo social guarda un ideal: dejar de serlo.
Casi todos los argumentos contra el Estado se modulan contra su lengua de derechos: donde hay un derecho hay un gasto. Y la paradoja de la crisis tiene su repertorio de contrastes entre el Estado que mendiga dólares en Brasil (si Lula se apiada de sus almas) y los millones “100% barrani”. En el marco teórico de liberales de la universidad de la calle la escena tiene esa forma monstruosa, agigantada, asiática, de informalidad. Pero cada crisis es lo que proyecta. El corralito en 2001 quitaba el ahorro. El cepo cambiario es el viejo disyuntor para que no explote: directamente te inhibe el ahorro. Los pesos de vivir al día. Capitalismo del solo por hoy. Nadie escribe “futuro”. Un gran político del sur de GBA juega un campeonato de fútbol en un barrio humilde los domingos y dice que van miles de personas y el buffetero “se queda sin cerveza, hamburguesas y panchos”. Lo que muchos dicen “ya está, despegó”, ¿son las últimas imágenes antes del naufragio? Tres minutos antes de que el Titanic toque el hielo alguien pidió una botella de champagne.
Esquina de Córdoba y Pasaje del Carmen, barrio de San Nicolás. Cada noche cae a la ranchada de la esquina un grupo de jóvenes con comidas y bebidas. Vienen de las iglesias de la zona. Son pudorosos. Unos sostienen la comida, el termo con bebida, algunos son más dados. Chicos y chicas de veinte años más o menos, contraste obvio: comedor completo, ropa de marca, ojos dulces. Podrían estar en otra. Y algo movió una palanca. Están ahí. Reparten, escuchan, hablan y vuelven a escuchar a cartoneros que pasan la noche, familias con chicos. Les llevan comida a la gente en la calle. Cristian vive en esa esquina. Le pregunto de dónde vienen los que les traen comida (“Vienen todos los días de la Iglesias de acá a la vuelta y de otros lados”), de dónde viene él (“Yo ya vivo acá, pero nací en Escobar”) y de dónde vienen los suyos que acampan sobre un carro y una lona de plástico hace de pared y techo. Para, me mira: “¿Vos estás buscando comida?”. Lo sorprende tanta curiosidad.
La bajada de la autopista Cámpora ofrece un Mugica tallado. Retiro y Barrio Norte. Mugica podría ser a esta altura otro de esos lugares comunes comidos por los piojos. Panteón cerrado al vacío. Pero simboliza mucho porque personificó un mandato generacional de opción por los pobres y hacerse peronistas, aquel de los años sesenta que también enfrentaban marxistas, lectores de Sartre, capas medias intelectuales… Como diría Oscar Terán, los que venían de la “posición natural” de oponerse al peronismo fundada en familias y en trayectorias juveniles e intelectuales hasta el “encarnizado proceso de relectura” tras su derrocamiento. Y Mugica es el oído. Un oído en el evangelio y otro en el fusilado que vive. El viaje al basural. Esas cuentas generacionales tienen en él un mito definitivo. Incluso porque se peleó con los Montoneros que conoció y educó de potrillos (dejen las armas, agarren el arado). Mugica finalmente optaba por los pasos más lentos de lo que llamaba su pueblo, hundirse en su experiencia real más que “conducirlos”. Y en su pueblo villero se adelantaban las décadas que venían.
¿Cuántos kilómetros separaban su casa familiar de la parroquia de Retiro? ¿Cuántos kilómetros, cuántos metros, cuánta distancia concreta? Debe ser la distancia más corta de la persona que hizo el camino más largo. Mugica es hijo de otras “movilidades”. No las ascendentes, aunque se trate de un cierto ascenso. Las migraciones personales, silenciosas, entre las clases. Un boquete va de su buhardilla a la parroquia.
La 31
La socióloga Eva Camelli, que investigó sobre las erradicaciones de villas y escribió su tesis sobre el Movimiento Villero Peronista, define que en los años setenta la penetración de Montoneros con la JP y el MVP incluía la distribución clásica de responsables territoriales que “iban” al barrio. Camelli utiliza dos términos sugerentes en su investigación: los externos y los genuinos. Unos, venían de afuera. Los otros, vivían en el barrio. Villa privilegiada, al decir de algunos, por su ubicación céntrica. “En este contexto, los enlaces fueron abandonando las villas y en ese abandono, paradójicamente, protegieron a las bases. Los secuestros de los militantes externos se dieron cuando en su mayoría se encontraban desenganchados del barrio”, escribió Eva Camelli.
Jorge Vargas militó en la JP de aquellos años del lado de adentro de la 31, ahí nació. Fue cristiano, aspirante, militante del CPL (Cristianos Por la Liberación), en el 78 se fue a Córdoba cuando le demolieron la casa, aguantó en Retiro lo que pudo amparado por los metodistas. Le cabe la de genuino. Y obviamente conoció a Mugica. Jorge aúpa muchos setenta (villa, militancia, contracultura), también porque Mugica habilitó la desembocadura en Retiro. Los actores comprometidos, los músicos, los cantantes de protesta, los rockeros, los guerrilleros, los periodistas.
-¿Cuándo fue la última vez que viste a Carlos?
-La última noche que nosotros lo vimos fue la del 1 de mayo, después del acto donde se pudrió con Perón. La JP de la Tendencia se fue de la Plaza. Nosotros, que formábamos parte de cinco grupos de la JP, uno por cada barrio de la 31, nos retiramos cuando, en el diálogo tenso, Perón nos trató de imberbes. Volvimos y nos dimos cuenta de que Carlos no había vuelto con nosotros. Siempre íbamos juntos. Nos vimos de noche, tarde. Me acuerdo que al costado de la capilla había una casa con un galponcito que se llamaba “La Proveeduría”, donde guardaban alimentos y cosas que se repartían entre vecinos, y arriba tenía una oficinita donde a veces Carlos descansaba. Llegó y tuvimos una discusión dura. Él se había quedado en la Plaza. Tuvimos una discusión fuerte, con calenturas del momento.
-Y a los pocos días lo matan…
-Sí, el sábado 11 de mayo. Justo ese día iba a venir a un asado en la casa de la familia Serrano, era el cumpleaños de una de las colaboradoras de los varios grupos, y se iba a hacer en la casa de un compañero tucumano que él consideraba su mejor amigo villero. Era un sábado frío y lluvioso, había ido a visitar a mi viejo a la provincia y estaba viendo una película en Canal Once: la cortan y dan la noticia de que habían herido gravemente al Padre Mugica. La primera noticia fue ésa, no que lo habían asesinado sino que estaba gravemente herido. Y era real porque no muere a la salida de la iglesia, sino en el hospital. Fue un shock de bronca e impotencia. No entender qué pasaba. El lunes siguiente éramos una multitud acompañando sus restos a la Recoleta el lunes siguiente. Y me acuerdo que, de la bronca, muchos de nosotros que no éramos muy creyentes, ni de ir a misa, quisimos seguir su camino dentro de la condición de cristianos antes que de políticos. Algunos imaginaron continuar como sacerdotes su militancia, fue pasajero, producto de la bronca del asesinato.
-Retiro era un mundo.
-Había cuarenta y cinco mil personas viviendo en seis barrios, un pueblo dentro de la ciudad. El Barrio Inmigrantes (“Barrio de los Tanos” lo llamábamos nosotros), el Barrio Güemes, el Barrio YPF, el Barrio Comunicaciones (donde estuvo Carlos en su segunda etapa), el Barrio Laprida y el Barrio Saldías en límite con la calle Salguero. La relación era fluida entre los barrios vecinos, entre el barrio Güemes y YPF que lindaban, entre el barrio YPF y Comunicaciones que también lindaban hacia el norte, pero era improbable entre un vecino del barrio Güemes con uno de Saldías. Mugica de hecho no era conocido por los vecinos de todos los barrios, como pareciera visto con un cierto tono mistificado. Y se desconoce que Carlos tuvo dos etapas. Una primera, poco después de recibirse, en el barrio YPF, en el 65, ahí tuvo su primera actividad. Pero en el 68 viaja a Europa y cuando vuelve su lugar en la capilla fue ocupado por otro sacerdote de ideología contraria. Pero él quería seguir en la 31, y habló con vecinos del barrio Comunicaciones y construyeron la capilla “Cristo Obrero”.
-¿Cómo empieza tu militancia?
-En el 72 con algunos amigos de mi barrio, del YPF, empezamos a ir al barrio Comunicaciones y a participar de la JP. Ahí empiezo a verlo en la capilla dando misa, conversando con vecinos, en algún acto antes de que asuma Cámpora. A la par estaba la sede de la Comisión Vecinal dirigida por José Valenzuela, quién fue máximo líder del Movimiento Villero Peronista, entonces Mugica trabajaba codo a codo con José, aunque cuando llegaba alguna cámara, lo buscaban a él. Nosotros le decíamos “cura” o “Carlos”. No era solemne, se prendía en los picaditos. No era un tipo de sotana negra.
-¿Tenías encima la cultura boliviana de tus viejos y te hiciste rockero además de militante?
-Aunque no lo creas para muchos jóvenes que vivíamos en la villa en los setenta el rock fue nuestra identidad. Entonces cuando llega el tiempo político de militancia, también pasa que Mugica traía artistas, intelectuales, músicos al barrio. Piero y Marilina Ross, por ejemplo, era común verlos en la villa. O a Chunchuna Villafañe. Pero dentro de las actividades que específicamente organizaba la Juventud Peronista hubo unos conciertos de rock frente a la capilla. Y llegaron casi todos. La Pesada del Rock and Roll, Spinetta, Pappo, Roque Narvaja, músicos como Claudio Gabis, de Manal, que llegaba y armaban grupos improvisados en la azotea de la comisión vecinal. Fueron varios recitales los domingos a la tarde. Y era común que los músicos fueran a algunas casas en que los invitaban, por ejemplo, la familia Serrano, la señora preparaba unas empanadas, compartían vinos, o se iban a algunos bares de la zona a tomar y estar con vecinos. No era que llegaban, tocaban, guardaban instrumentos y se iban. Y tengo el recuerdo de Claudio Gabis como un tipo tan pensante, no solo un guitarrista de primera. De hecho un día nos quedamos hablando en la puerta del dispensario y nos invitó a tres de nosotros a conocer su departamento para darnos un regalo, que fueron unos libros. A mí me tocó recibir de sus manos 1984, de George Orwell. Me acuerdo de su casa, la imagen de una pared con muchos libros, estanterías con libros y él sacando ese libro de tapa amarronada, que tuve hasta el 75 cuando empezó la represión. Lo guardé en una bolsa de plástico con otros pensando que iba a ser breve. Y quedó ahí porque la erradicación de la villa avanzó, me demolieron la casa.
-¿Adónde ibas esos años más allá del límite de la villa?
-Esos años el centro significaba mucho para nosotros. En lo laboral había mucho trabajo: talleres chicos, joyerías, fábricas chicas de zapatos, que aunque parezca insólito en ese tiempo los había en el centro. Y para mí era todo un mundo. Un mundo de fantasía, de lecturas, una avenida Corrientes, de librerías, de cines, “Cine Arte”, íbamos a ver a un Godard. Era lector desde joven, desde chico en la villa teníamos los libros de “Bomba”, una especie de Tarzán de la selva amazónica, colecciones de tapa amarilla en las que había héroes. “Sandokán” era otro. Pero de joven seguí al movimiento hippie, los poetas beatnik, tipo Kerouac y la rebeldía negra, Angela Davis, Los Panteras Negras. Me fascinaba. Y los Rolling, Janis Joplin, Jimi Hendrix, palabras mayores, el soul americano… y la calle Corrientes era un lugar para explorar. Me acuerdo que conseguí unos libros donde había fórmulas hippies para hacer drogas tipo con cáscara de banana seca, disparates. Lo intentamos, pero nunca funcionó. Y de a poco me metí en temas de política. Pero todo lo encontrabas en Corrientes. El centro fue como un segundo espacio de vida, más allá de la 31. Y el primer libro que me dio vuelta la cabeza de adolescente fue El lobo estepario, de Hermann Hesse. Leer me daba soledad, me dejaba estar aislado. Tenía un cuartito chiquito cubierto con tapas de vinilos que fui coleccionando, era casi una celda, y me pasaba leyendo. Después seguí con las lecturas de Perón, José María Rosa, el Revisionismo Histórico. Y a esas lecturas después se sumaba conocer gente de otros barrios, de otra clase social, que fue lo que posibilitó la militancia en la villa. Uno abre la cabeza y les abre la cabeza por intercambiar de igual a igual con gente que venía a militar de afuera. Abrir la cabeza y también sacarnos de la conducta marginal que teníamos. Algunos de nosotros cometíamos algún delito típico, macanas habituales de villero. Pero lo hacíamos afuera. Y Carlos nos decía: “las van a hacer, no lo puedo evitar, pero háganlas afuera, no dentro del barrio”.
MR