OPINIÓN

Rosario y la Argentina: la propagación de las “zonas marrones”

4 de marzo de 2023 20:15 h

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Estuve en Rosario el 14 de febrero de este año porque presenté en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario mi “República de la Impunidad” y con los presentes conversamos sobre la relación entre el sistema judicial y la democracia. El encuentro se repitió al día siguiente en la Cámara de Diputados de la provincia de Santa Fe, debido a una invitación del pleno del cuerpo promovida por los legisladores Agustina Donnet y Rubén Giustiniani. 

El tema de la seguridad estuvo presente todo el tiempo. En particular, los efectos violentos del tráfico de drogas ilegales. Hablamos mucho de lo que significa convivir con ese problema y discutimos largo y tendido sobre la relación entre las instituciones públicas y aquel fenómeno, desde el punto de vista jurídico y de la ciencia política. Ahora todo se agudizó porque, como cualquiera puede imaginar y también constatar, el ataque al comercio de la familia de Antonella Roccuzzo le asignó a la cuestión un alcance global. 

Sobre la base de esa experiencia, me interesa identificar a título hipotético algunas causas que ayuden a entender un fenómeno que no está acotado a la ciudad de Rosario.

Antes de hacerlo, debo decir que no soy un experto en seguridad y tampoco en la dinámica del narcotráfico. Por lo tanto, no voy a plantear una “receta” para terminar con el problema. Sobre esos aspectos, me parece interesante solamente compartir que, fruto de mi memoria institucional generada por el trabajo en el sistema penal, las recomendaciones de quienes se dedican a estudiar a las organizaciones que trafican ilegalmente drogas enfatizan ciertas cosas.

Más allá de la violencia

Si bien es importante la identificación y enjuiciamiento de quienes venden drogas en las calles, la cuestión nodal es diversa. Los que saben señalan que es central poner la lupa en el flujo de fondos. La venta de drogas ilegales es altamente remunerativa. Por ello los expertos aconsejan enfocar las energías en los grupos de profesionales que administran ese dinero ilegal para convertirlo en legal. Dicho esto, me concentro en algunas causas que ayuden a pensar el fenómeno.

Los hechos que percibimos a través de los medios de comunicación masiva y del contacto con los ciudadanos de Rosario nos afectan por su reiteración y por la violencia que los envuelve en ciertos momentos. Pero si logramos abstraernos lo máximo posible de la violencia y la repetición, rápidamente podemos concluir en que lo que sucede en Rosario ocurre en muchas partes de la Argentina. Es cierto que bajo otras formas e intensidades. Pero sucede, ya que el problema básico es la inefectividad en la aplicación de la ley.

Si logramos abstraernos lo máximo posible de la violencia y la repetición, rápidamente podemos concluir en que lo que sucede en Rosario ocurre en muchas partes de la Argentina

En efecto, en algunos barrios de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y del conurbano de la provincia de Buenos Aires hay problemas análogos con el tráfico de drogas y con los crímenes conexos a esos comportamientos ilegales. El punto en común que tienen estos acontecimientos, más allá de las distancias geográficas, tiene que ver con que en algunos de los lugares de nuestro país la ley que produce el estado rige, pero no se cumple. Ello significa que la vida real de esos sitios se rige por pautas de organización social informales. Dichas pautas las producen quienes controlan el territorio que, por definición, no son leales a la Constitución Nacional. Pero ese problema no es exclusivo del narcotráfico.

Ello es así pues, en nuestro país, el Estado tiene muchos problemas para aplicar la ley de manera universal, homogénea y con la misma intensidad en todas partes y a las diferentes personas. Hay otros comportamientos menos visibles que el tráfico de estupefacientes, pero igual de graves que también se escapan de la perspectiva de la Constitución Nacional. Pienso en el lavado de dinero, en el contrabando, en la evasión tributaria y en los hechos de corrupción administrativa, por ejemplo. 

No estoy minimizando los acontecimientos que ocurren en la ciudad de Rosario. Al contrario. Creo que la cosa es más grave. Me parece que muchas actividades ilegales en nuestro país adolecen del mismo problema. No puedo detenerme en cada una de ellas. Pero la realidad revela con nitidez que la capacidad estatal de aplicar la ley en general se ve resentida.

En el país real hay grupos que logran eludir las leyes positivas y obligatorias que genera el país legal

En otras palabras, me refiero a que la fuerza de la ley que produce la república democrática no se impone de manera universal e igualitaria, tal como lo contempla la Constitución. Ello tiene varios efectos. En lo que aquí interesa, da lugar a lo que Guillermo O’Donnell llamó “zonas marrones” para definir determinados lugares en los que el gobierno de hecho queda en manos de actores informales. Ello quiere decir, lisa y llanamente, que la soberanía estatal está en tela de juicio. Supone que no manda la ley, sino que manda el que tiene fuerza para tomar decisiones y conseguir obediencia.

Desde este punto de vista, y más allá de la magnitud de los hechos que por estos días ocupan la cima de la agenda pública, creo que lo que ocurre en Rosario es básicamente un fenómeno que atraviesa a toda la Argentina y que tiene que ver con el hiato que separa al país real del país legal. Insisto. En el país real hay grupos que logran eludir las leyes positivas y obligatorias que genera el país legal. Ello resiente la soberanía estatal porque determinados lugares no están subordinados a la perspectiva de la Constitución. 

Aquí yace un punto de suma importancia para comprender la ilegalidad que atraviesa a nuestro país.

Ley selectiva

Hay otra razón complementaria que profundiza la extensión de las “zonas marrones” y que se relaciona con el modo en que se aplica la ley. Recordemos que las leyes pueden cumplirse, no cumplirse o se puede torcer su significado. En este último caso, mediante la actividad interpretativa, los judiciales a veces ubicamos a las reglas en una zona brumosa cuyo resultado es que la ley parece que rige pero, en rigor de verdad, la torcemos para que en la práctica los efectos sean los opuestos. 

Bajo esos hábitos, propongo pensar el debate público que se inscribe en derredor de la posibilidad que tienen los detenidos de usar teléfonos en las cárceles. Hay perspectivas muy claras sobre el punto. Pero casi todas eluden la explícita previsión legal que existe al respecto. Veamos.

De acuerdo con el artículo 18 de la Constitución Nacional la condena a prisión es el modo en que un ciudadano rinde cuentas frente a sus pares a través de un juicio justo. Cuando una persona ingresa a prisión no pierde la condición de sujeto de derechos. Al contrario, como el fin del encierro es la resocialización del reo, la ley 24.660 traza las pautas que tienen que cumplir los detenidos. Es un régimen progresivo. Quien respeta el marco legal adquiere beneficios que se traducen en la morigeración del encierro. 

La pregunta es obvia: ¿por qué los presos tienen teléfonos celulares si la ley lo prohíbe?

Entre los derechos que tienen los presos está el de comunicarse. Sin embargo, la chance de tener celulares está expresamente prohibida. “Quedan prohibidas las comunicaciones telefónicas a través de equipos o terminales móviles”, dice el artículo 160 de la citada ley.

Por lo tanto, no hay posibilidades legales de discutir esa disposición, salvo que los magistrados comprueben que no es razonable y que ofende la Constitución Nacional.  

No conozco ningún caso en que ello haya pasado. Sí sé que durante las restricciones derivadas del Covid-19, esa prohibición fue morigerada. Pero todo eso, felizmente, es parte del pasado. 

La pregunta es obvia: ¿por qué los presos tienen teléfonos celulares si la ley lo prohíbe? No lo sé. Pero quizá el hábito de torcer el significado de las leyes nos suministra algunas pistas. 

El problema de las “zonas marrones” y de las interpretaciones de las leyes que a veces atentan contra la eficacia de las propias leyes no agota el tema. Pero me parece que nos lleva a una discusión un tanto más profunda. 

También nos legó O’Donnell la idea de que cuando el Estado no hace algo, no tenemos que quedarnos con la sensación de que esa impotencia se limita a los malos funcionarios, o a la corrupción, a la desidia institucional. Si el Estado no hace lo que tiene que hacer alguien gana. 

O’Donnell remarcaba que la inacción del Estado es una forma de acción. Cuando el Estado no hace algo está haciendo otra cosa. Por ejemplo, no aplicar la ley de manera universal e uniforme permite que algunas zonas “se liberen” de la arquitectura legal. 

Recordemos que el Estado tiene el monopolio legítimo de la fuerza en un territorio. Puede imponer sus decisiones cuando no se cumplen las leyes que el propio Estado produce. Las “zonas marrones”, en esa clave, quizás tienen que ver con una determinada forma de ejercicio del poder político que no es la que contempla la Constitución Nacional y que concibe al Estado y a sus instituciones, no como la expresión del poder político de los ciudadanos, sino como un instrumento capaz de ser manipulado para conseguir beneficios sectoriales.

ED