Hace algunos días se publicó un estudio sobre el efecto de la comida ultraprocesada en la salud, que encontró que el mayor consumo eleva la posibilidad de desarrollar problemas al corazón. La conclusión viene de seguir durante 30 años a un grupo de personas y recopilar datos periódicos sobre su dieta. Esta información, y las recomendaciones que la acompañan se suma a una lista larga de consejos sobre qué comer y qué no, que a veces puede volverse muy complicada y hasta contradictoria.
Hay que evitar o reducir el consumo de carne roja, aumenta la probabilidad de un cáncer colorrectal y tiene grasas saturadas que no hacen bien. No, en realidad no está tan claro, se puede seguir comiendo. Hay que reducir el consumo de huevos porque suben el colesterol. No, en realidad hacen bien y son una buena fuente de proteínas. Tomar una copa de vino al día te protege de algunos problemas cardíacos. No, en realidad es mejor no consumir alcohol. Y así podemos seguir.
Hay buenas y malas razones detrás de esa lista cambiante de recomendaciones. Entre las malas está el hecho de que la mayoría de nosotros solo nos enteramos por algún titular perdido, con poca información y contexto para entender de dónde viene la recomendación. En general, no tenemos tiempo ni conocimientos suficientes para evaluar si viene de un estudio serio o de un pequeño experimento con cuatro chimpancés extrapolado a toda la humanidad. Y muchas veces la cobertura de estos estudios tampoco nos ayuda. A eso se suma que hay una industria detrás de los consejos de dietas que suman complejidad y confusión al tema, en algunos casos a propósito.
Pero también hay buenas razones, la investigación científica avanza y con nueva información se modifican las recomendaciones. Quizás uno de los casos más claros de cambios es lo que pasó con las grasas saturadas (que están en la carne y productos lácteos, entre otros). Estas grasas están asociadas a un aumento del colesterol, por lo que durante mucho tiempo la recomendación fue reemplazarlas, por ejemplo cambiando la manteca, que tiene grasa saturada, por margarina, que puede ser a base de vegetales. Solo que después se descubrió que algunas de las margarinas tienen grasas trans, que pueden ser todavía peores para el colesterol.
“Estas recomendaciones llevaron a que se redujera el consumo de grasas saturadas, pero no disminuyó la mortalidad que se buscaba prevenir” explicó Silvio Schraier, médico especializado en nutrición y vicedirector de la carrera de médicos especialistas en nutrición del Instituto de Ciencias de la Salud Fundación Barceló.
Como ese hay muchísimos casos. Puede parecer sorprendente, dados los avances de la ciencia y el conocimiento en otros temas, que hoy, en 2024, todavía tengamos estas discusiones sobre algunas comidas.
Pero es que estudiar la nutrición es difícil. A diferencia de lo que se puede hacer con un ensayo clínico para un medicamento -darle a la mitad de las personas el remedio y a la otra mitad un placebo para ver qué funciona mejor- es difícil separar a las personas en dos grupos y controlar todo lo que comen durante mucho tiempo. Lo que suelen hacer los investigadores, en vez, es seguir a grupos de personas a quienes les preguntan qué comen (lo cual es otro problema, porque tendemos a ser bastante malos recordando todo lo que ingerimos) y ver cuáles son sus indicadores de salud, para inferir qué rol puede haber cumplido la comida en ellos. Y eso puede traer resultados que no siempre son tan confiables. Para sumar a la complejidad, la comida le puede afectar de maneras muy distintas a diferentes personas. Además, señala Schraier “hay que esperar años para tener los resultados de estas investigaciones y ver qué efectos puede tener la alimentación en las causas de muerte de las personas que son parte del estudio”.
Algunos de los métodos que desarrollaron los investigadores en el camino son increíbles. Uno de los indicadores más usados para evaluar la comida, las calorías, fueron el resultado de pruebas bastante estrambóticas. Quien desarrolló el sistema que aún se usa hoy, el químico norteamericano Wilbur Atwater, lo hizo a fines del 1800 encerrando a un grupo de hombres en un sótano. Por cada alimento que les daba, quemaba otro igual para ver cuánto calor genera (cuántas calorías tenía), así sabía cuántas ingerían. Después medía la temperatura en el sótano para ver cuánto calor emanaba la persona y llegó incluso a quemar la caca de los participantes para saber cuántas calorías estaban saliendo. Esa fue la fórmula que nos llevó a calcular 4 calorías por cada gramo de proteína o carbohidrato que todavía se usa hoy.
Aunque la forma de medir las calorías se mantiene bastante estable desde entonces, muchas de las recomendaciones fueron cambiando con el tiempo. No es sorprendente que en las encuestas las personas digan que están confundidas sobre qué es sano y qué no lo es. Si seguimos los resultados de cada estudio, por pequeño que sea, como un minuto a minuto de nuevas recomendaciones y le sumamos las modas de diferentes tipos de dietas que se difunden, es lógico que terminemos perdidos sobre qué es bueno comer. Pero esta confusión aparente no significa que no haya ciertos consensos en la disciplina, que pueden ser mucho más sencillos de seguir. “Las recomendaciones de las Guías Alimentarias para la Población Argentina, por ejemplo, son bastante sencillas y claras”, explica Schraier
La mayoría de las guías para comer sano incluyen comer variado, incluir muchas frutas y verduras, limitar el consumo de carne roja, comer legumbres y cereales y moderar el alcohol, entre otras cosas. Para la mayoría de nosotros, buscar esa información y seguir estos consejos básicos sin preocuparnos mucho de cada nuevo descubrimiento nos puede ayudar a saber qué nos hace bien, sin que cada ida al supermercado se vuelva una odisea.
OF/MF