Taylor Swift nació en 1989, no empezó a trabajar en su música antes del tercer milenio. Sin embargo, mirando el documental Miss Americana, se hace evidente que Swift es una estrella del siglo XX; quizás incluso sea la última. Me la imagino perfectamente diciendo que no entiende el mundo de los influencers, que la desconciertan los YouTubers. Una palabra que tanto publicistas como sociólogos usan mucho para hablar de los famosos del siglo XXI es “horizontalidad”: muchas de las personas que saltaron a la fama en los últimos años, de Kim Kardashian a Lizardo, no tienen nigún talento específico; ni siquiera puede decirse que sean excepcionalmente ocurrentes. Algo encuentran, porque ni todas las socialités llegan a ser Kim Kardashian ni todos los chicos con cuentas de YouTube se convierte en Lizardo; una forma de ser espectáculo y a la vez de ser absolutamente comunes, de divertir a partir de la nada misma, una seducción parecida a la que ejercen en algunos de nosotros las cámaras de seguridad de los edificios que muestran gente anodina entrando y saliendo.
Pero lo de Swift es diferente: desde las imágenes de archivo más antiguas, que muestran a una Taylor de 12 o 13 años diciendo muy profesional que ella siempre memoriza las letras pero esta vez va a leer porque “esta canción la terminé literalmente hace cinco minutos”, nos damos cuenta de que esta chica no tiene ningún interés en ser común: siempre quiso ser una estrella. “Este es uno de los primeros”, dice Taylor mostrando una montaña de diarios de nena llenos de plumitas y corazones, y lee algo que escribió: “mi vida, mi sueño, mi carrera...mi realidad”.
Y sin embargo, a medida que avanza, siento que Miss Americana se parece más a una cuenta de Instagram que a un documental musical clásico como es, por ejemplo, el recién estrenado sobre los Ratones Paranoicos. Esa perspectiva, la de la subjetividad nacida y criada en Instagram, le da sentido a la curiosa decisión de que la única voz que escuchemos en todo el documental sea la de su protagonista: vemos a Taylor interactuar con su madre, sus amigos y sus productores, pero la directora Lana Wilson jamás se sienta a charlar con ninguno de ellos.
La única persona que habla de Taylor aquí es Taylor: el control del relato es total. Muchas notas sobre hablan del “extraordinario acceso” que Swift, que jamás había dejado entrar a nadie a su estudio ni a su casa, le dio a Wilson, pero ese acceso se parece a la intimidad fabricada de las redes sociales, al modo en que hoy producimos la performance de la desnudez: mostramos nuestros baños, nuestros cuerpos, nuestras comidas, porque hay un valor en la exhibición de esa privacidad, en mostrarte “natural” y “cotidiana” (ya no inalcanzable, como las divas de Hollywood, sino horizontal), pero todo eso se ve hueco, sin verdad. Nadie diría que nuestras nudes en Instagram son cálidas: tampoco lo es, en general, la sonrisa reluciente de Taylor.
Miss Americana fue emitido en la apertura del prestigioso festival de Sundance, donde muchos críticos celebraron la honestidad con la que muestra a Swift en toda su vulnerabilidad como mujer joven y exitosa en un mundo de hombres. Se entiende lo oportuno de la narrativa, y es interesante ver cómo esa ambición desbocada que ya mostraba Taylor desde nena escribiendo su diario se enmarca como defecto en lugar de virtud porque se trata de una chica. Pero si hay que decir la verdad, a Taylor casi nunca se la ve vulnerable en Miss Americana. Incluso cuando habla de su trastorno de alimentación, el relato parece guionado por un psicólogo cognitivo conductual: lo tengo superado, ya entendí que mi cuerpo no tenía que ser así, no miro fotos mías, ya está, ya me recuperé, ya tengo mi vida bajo control otra vez. En el fondo es lógico: ¿por qué habría de mostrar otra cosa Taylor, si con este discurso ya alcanza para que todos celebren su autenticidad? Me recordó a un momento de un documental muy parecido, Gaga: Five Foot Two (también disponible en Netflix y protagonizado, claro, por Lady Gaga), en el que Gaga monologa un rato largo sobre una pelea que tuvo con Madonna. “Yo soy italiana y de Nueva York” —dice Gaga, en una impostación que recuerda a nuestro “yo soy del conurbano”— “entonces si tengo problema con vos, te lo digo en la cara”. Esa entrevista, que Gaga da sentada en el piso apoyada en un auto lujoso, termina con ella diciéndole a la camara: “no podés usar nada de este material”. En esa afirmación está el corazón del documental, y de la vulnerabilidad calculada que muchas estrellas pop venden hoy con alguna justificación vagamente sensible, vagamente feminista: saben que hoy hace falta exhibir ese falso acceso, que ya ni siquiera una figura como Lady Gaga puede ser una diva excéntrica de Hollywood sin mostrarse también como una “chica común” en jean y zapatillas. Pero si eso que pasó fuera un off the record real, no lo hubiéramos visto.
Gaga y Swift tienen muy claro que si se mostraran verdaderamente rotas o verdaderamente malas la pérdida para ellas sería enorme. Eso es, en gran medida, porque son mujeres: pero también porque vivimos en una época en la que la miseria humana ya no es parte de la narrativa, ni siquiera de la narrativa de la intimidad. Leí en Twitter a una chica que se preguntaba por la necesidad de exponer en el documental sobre los Ratones Paranoicos Rocanrol Cowboys a un Juanse hablando completamente pasado, en un estado lamentable, en una escena de archivo de su época más difícil. Una podría decir que es solo alimentar el morbo, pero a mí ese momento, que en efecto es triste e incómodo, me pareció muy efectivo, y muy representativo de otra época, otra forma de ser famoso y sobre todo, otra manera de adueñarse de tu propia historia. Los Ratones Paranoicos pertenecen a un momento histórico en el que los famosos necesitaban a la prensa y a los medios de comunicación. Estaban acostumbrados a ser narrados por otros, a ser hablados por otros: les gustara más o les gustara menos, para figurar había que negociar con esa mirada ajena. De hecho en Rocanrol Cowboys, un documental celebratorio pero un poco menos cerrado en su construcción narrativa, tenemos algunas miserias y también otras voces, managers y personas que pueden hablar no solo de las virtudes de la banda sino también, aunque sea muy sutilmente, de sus limitaciones; cosa imposible de hallar en Miss Americana, o en Gaga: Five Foot Two.
En la era de las redes sociales, un verdadero famoso no tiene por qué ceder nada de su construcción subjetiva a ninguna persona ajena a su equipo de marketing: si una directora de cine, un periodista o una plataforma quisiera mostrarlo de una manera que no le gusta, sencillamente puede decir que no y subir su contenido directamente a una red social. De modo que todo lo que exceda a lo que el artista piensa de sí mismo queda afuera: igual que en los relatos que armamos las personas comunes en las redes sociales, en las nuevas historias de celebridades no hay lugar para la falla. Mi sensación es que hay un vínculo en estas narrativas hipercontroladas y algo de eso que llaman la cultura de la cancelación: no me refiero tanto a la producción de una nueva ética sexual y feminista, sino sobre todo a la voluntad muy poco feminista de encontrar al otro en un error, de señalar y castigar cualquier desvío mínimo. Tiene que haber una relación entre esta construcción ubicua de relatos calculadamente naturales sin espacio para el error y el goce social que se produce cuando en esas construcciones perfectas se revela un agujero: una palabra incorrecta, un gesto mal pensado, un chiste que ya no corre más, una noche de descontrol.
Sin duda, los mejores momentos de Miss Americana son aquellos en los que vemos a Swift componer: la alegría y la sorpresa genuina que le aparece cada vez que encuentra un estribillo, como si cada canción que escribe fuera la primera y pudiera ser la última. Como muchos artistas, Swift vuelca toda su capacidad de producir verdad en su música: su personaje es lo menos interesante que tiene. Sin embargo, además de esos ratos en el estudio, hay otras escenas cautivadoras: son aquellas en las que no queda claro si Taylor sabe lo que está mostrando, momentos incómodos en los que me pregunté si ella tendría alguna intuición de cómo suena lo que dice. “Todo mi código moral, de chica y ahora, está basado en que me consideren buena”, dice prácticamente al principio del documental, y una piensa que más adelante va a haber una autocrítica de esa afirmación, que la película nos va a mostrar el momento en que Taylor entiende la diferencia entre “ser considerada buena” y “ser buena”, pero eso jamás sucede: cuando dice eso ella cree genuinamente que se está vendiendo, y no que suena superficial o inauténtica. Cuando le dicen que su último disco no obtuvo ninguna nominación en las categorías principales del Grammy le vuelve a pasar lo mismo: “está bien”, le contesta desconsolada a quien parece ser su manager, “solo tengo que hacer un disco mejor”. A Taylor jamás se le cruza la idea de que un disco suyo podría estar bueno y no tener éxito comercial ni premios: la diferencia entre ser y ser reconocida le es completamente ajena. El cine documental tiene, todavía, ese privilegio maravilloso: no es una selfie, no puede serlo. Incluso el más marketinero de los documentales tiene un momento en el que el retratado no puede controlar lo que exhibe. Aunque sea por un milisegundo, por una sonrisa un poco desencajada en su exageración, por una mirada demasiado abierta, pierde el control de su relato: y esa es siempre la belleza que estamos esperando, el placer que Instagram jamás puede darnos. El segundo que se sale del cálculo.
TT