Shtisel es uno de esos fenómenos inexplicables que aparecen cada tanto por esos cruces entre mundos (entre mercados) que producen las plataformas. Shtisel era una serie israelí supuestamente terminada en 2014, al fin de dos temporadas de moderado buen éxito en su país. Pero cinco años después la producción decidió desarrollar una tercera, gracias al furor inesperado que generó en Netflix entre públicos para los cuales jamás se habría pensado destinar esa ficción. Es una paradoja: mientras miles de productores de todos los géneros y formatos rechazan carpetas de proyectos por “demasiado locales” y siguen en la busca algorítmica de la universalidad, decenas de miles de personas en distintos lugares del mundo que jamás vieron a un judío ortodoxo se entusiasman con una telenovela con diálogos en hebreo o yiddish y cuya acción transcurre en una de las comunidades más insulares de Geula, Jerusalem. Nada se explica y no hay casi personajes que vengan ‘desde afuera’ para mostrarnos el punto de vista del extranjero. Cuando trato de entender el éxito de Shtisel lo primero que me viene a la mente es esto: verla es como visitar un país desconocido pero como se hacía antes, sin celular con 4G. Lo que se entiende se entiende, lo que no, no, o quizás se entiende después, pero importa poco, si hay algo que sí queda claro, una emoción con la que la audiencia puede conectar; el placer de verse envuelto en un universo que no resulta transparente es un componente integral de la inmersión en una ficción, y (también paradójicamente, tal vez) si esto es así, lo es, al menos en parte, porque resulta parecido a la sensación de habitar la realidad, que no se nos explica ni se nos ofrece.
Es cierto que este mecanismo no siempre funciona; muchas series están ubicadas en universos relativamente poco conocidos, y algunas de ellas tienen el mismo cuidado que Shtisel en recrear los puntos de vista de sus personajes y no introducir ninguna mirada o subtitulado externo; y sin embargo, no a todas ellas les va así de bien. Por supuesto que no hay alquimia en estas cosas, y que hay mucho de azar (y de publicidades que te pulverizan los ojos), pero me sirve el ejercicio de pensarlo en términos de ingredientes; me pregunto, también, qué me ofrece a mí Shtisel. Al principio me interesó poco, probablemente porque eso que señalé más arriba, la seducción de lo extranjero, obviamente no me sucede. No crecí en una comunidad tan estricta como la de la serie pero sí en una lo suficientemente adyacente como para que nada de lo que se ve me llame demasiado la atención: supongo que además lo que a ustedes, audiencia laica, les parece pintoresco a mí a estas alturas solo me parece gris. Y así y todo, yo también me fui involucrando en la vida de Kive, la de Gitti, la de Rujami (interpretada por la espectacular Shira Haas, también protagonista de Poco ortodoxa, que en los últimos cinco años debe haber pasado más tiempo en pollera larga que en jean); me fue dando ternura, se me hicieron cada vez más conmovedores los intentos de todos ellos por conseguirse porciones módicas de felicidad.
Hace una semana, Sergio del Molino opinó en El País que es mucho más meritorio escribir Shtisel que Poco ortodoxa, porque es mucho más difícil narrar que aleccionar. Entiendo a lo que se refiere, pero para mí esa no es la diferencia más importante entre Shtisel y Poco ortodoxa, ni lo que hace que Shtisel (cuya estructura narrativa no tiene nada particularmente novedoso respecto de una telenovela familiar clásica) parezca tener una profundidad mayor, o al menos la posibilidad de conducirnos a lugares más recónditos. En Poco ortodoxa tenemos la historia de Esti, una chica que quiebra todas las cadenas que la oprimen para vivir plenamente su libertad. Cuando se estrenó (al principio de la cuarentena, con todo el mundo encerrado y ávido de contenido) las reseñas dijeron que contaba una historia con la que todos podíamos vincularnos más allá de nuestros pasados y nuestros orígenes, y en algún sentido eso debe ser cierto; es una historia que hemos visto muchas veces, la chica que se escapa para ser libre y lo logra. En otro sentido, sin embargo, creo que es justamente al revés: ¿cuánta gente de verdad rompe con todo? ¿Es acaso posible eso? ¿Es algo más que una fantasía que la ficción lleva décadas recogiendo en términos muy esquemáticos? Yo casi podría decir que lo hice, y sin embargo no me siento así; jamás lo explicaría en esos términos, y de hecho me pongo bastante nerviosa cuando alguien quiere hacerme entrar en ellos. En cambio, me parece, lo que hacen los protagonistas de Shtisel, aunque sus vidas no sean como las nuestras, se parece mucho más a lo que siento que tratamos de hacer todos los días: intentar localizar el espacio de nuestra libertad y nuestro deseo dentro de horizontes restringidos por límites externos e internos, impuestos y autoimpuestos. Es interesante que, a diferencia de lo que sucede en una ficción como El cuento de la criada, las restricciones que enfrentan los personajes de Shtisel rara vez son impuestas legalmente: tienen que ver con sus propios deseos encontrados, con las prohibiciones impuestas por una comunidad y una familia que ellos tendrían la posibilidad al menos lógica de abandonar, con pautas culturales entrelazadas con dependencias emocionales, sociales y económicas. Aunque no sea evidente, en ese sentido se parecen a las restricciones que enfrentamos la mayoría de las personas en sociedades mucho más laicas que la de Geula. Sus razones para no abandonar una carrera, una familia o una pareja son bastante similares a las nuestras: el miedo a romper todo, a quedarnos solos o desamparados, y sobre todo el no estar del todo seguros de ninguno de los cursos de acción que nos aparecen como posibles. Creo entonces que lo que nos convoca de Shtisel es justamente eso: no nos identificamos tanto con la búsqueda de una libertad plena como con la búsqueda de rincones intermitentes de libertad, instantes libres de angustia en mundos demasiado complicados.
Se me viene una última idea: lo judío, en la historia reciente, ha sido una herramienta de la cultura occidental para pensar el problema de la identidad de una forma bastante específica. A diferencia de lo que sucede con otras comunidades, los judíos somos blancos; en el sentido del color, y también en el sentido social y económico del término. Muchos judíos, además, somos laicos e incluso ateos; portamos una diferencia que no solo es invisible, sino que a veces ni siquiera se entiende en qué termina de radicar. Una vez me lo dijo Eduardo Halfon, el escritor guatemalteco: es muy judío preguntarse si uno es judío, o en qué sentido lo es. Es una identidad que ya tiene siglos en esa historia de inestabilidad: pienso también en Pastoral americana, la obra cumbre de Philip Roth. El tema central de esta novela, sin lugar a dudas, es la cuestión de la asimilación: la idea de que uno puede querer dejar de ser judío, hacer todo lo que hace falta para dejar de parecerlo, pero que hay algo de esa voluntad de no ser lo que se es —un deseo neurótico profundamente judío— que incluso si te sale bien eventualmente se vuelve en tu contra. Sobre todo, porque esa voluntad siempre es incompleta: como escribió Roth, el judío secular quiere asimilarse y no asimilare, disolverse y llamar la atención, ser normal y ser especial. Shtisel, por supuesto, no quedará en la historia como Pastoral americana; pero puede insertarse en una tradición, en la que utiliza la sensación de habitar el mundo como judío para preguntarse por la distancia entre lo que se es y lo que se ve, lo que se será y lo que se fue, lo que se puede dejar atrás y lo que siempre insiste en volver.
TT