No recuerdo dónde estaba, qué estaba haciendo o qué día era exactamente. Pero aún recuerdo esa sensación. Cuando Angela Merkel declaró que no se presentaría a la próxima cancillería sentí una tristeza. Como si poco a poco fuera calando en la conciencia que el verano se acabaría para siempre. Días cortos, oscuridad, frío. Angela Merkel, ¿ya no es canciller? ¿Cómo se supone que es eso? Era paradójico en dos sentidos: estaba triste por algo que nunca quise. Y triste por algo que estaba lejos de terminar. Porque a finales de octubre de 2018, cuando Merkel anunció su retirada política, todavía le quedaban más de tres años en el cargo. Y sin embargo, en ese momento, pensé: “la voy a echar de menos”, y cuando compartí este pensamiento con mis amigos, me sentí un poco avergonzada. Al fin de cuentas, ¿por qué iba extrañar a una política a la que nunca había votado, cuyo partido para mi es demasiado conservador, demasiado lento, demasiado anticuado, poco social, demasiado pro-empresarial?
Angela Merkel es, o pronto fue, canciller durante la mitad de mi vida. Cuando asumió el cargo, hace 16 años, yo acababa de cumplir 17. Mi vida en esa época giraba en torno a las amistades, los primeros amores y los ideales corporales. No tenía ni idea de quién era Merkel. No sabía que anteriormente había sido ministra en dos gobiernos, que era la jefa de la Unión Demócrata Cristiana de Alemania o la líder de la oposición en el Parlamento. No sabía que venía del Este, que era la hija de un pastor o que era física. Ni siquiera sabía que era una mujer, es decir, no importaba.
Crecí en los apolíticos años 90 y 2000. Los acontecimientos que cambiaron el mundo y que aún recuerdo fueron la muerte de Lady Di y la Madre Teresa. Incluso, en un principio, el 11 de septiembre no tuvo un impacto inmediato en mi vida. Con esto no quiero decir que no haya pasado nada en Alemania en ese tiempo. Hubo guerras y refugiados de los antiguos países soviéticos, hubo terroristas de derechas que mataron a migrantes y atacaron los hogares de los solicitantes de asilo. La gente se ahogaba en el Mediterráneo incluso en aquella época. Todo eso pasó, pero no importó mucho. No éramos politizados cuando éramos adolescentes. Lo más extremo entonces era el vegetarianismo.
Se llama “canciller Merkel”, no “Angela”
En Alemania no existe el culto a los políticos. Los partidarios de Merkel no imprimen sus caras en las camisetas. Una multitud que canta y salta gritando el nombre de su jefe de gobierno: eso existe en Argentina. En Alemania, la gente aplaude cortesmente y luego cruza las manos en el regazo cuando aparece la “canciller Merkel”, no “Angela”. Sólo los analistas políticos bien informados conocen la vida privada de los políticos. Para todos los demás, los asuntos privados siguen siendo privados. Lo más personal que conozco de Angela Merkel es que sólo duerme cinco horas por noche. ¡Cinco horas! Inimaginable para alguien como yo, que tiene la sensación de no haber dormido nada por debajo de las siete horas de sueño.
Angela Merkel atravesó mi vida de joven adulta sin llamar mucho la atención. Estaba allí sin que me fijara mucho en ella. No es sólo mi perspectiva. Muchos analistas también se lo atribuyen a los primeros gobiernos de Merkel: no había debates políticos. Ella no gobernaba, administraba. Algunos dicen que hasta la apatía.
Que Merkel es especial como jefa de gobierno sólo quedó claro cuando salí al extranjero. ¡Sra. Merkel! ¡Qué bien! ¡Una mujer como canciller! ¡La mujer más poderosa del mundo! ¡Y tan inteligente! Nunca supe qué decir a eso. Para mí, Angela Merkel no era más que una política que defiende el seguir, seguir y seguir, y que probablemente ni siquiera se da cuenta de que nos estrellamos contra el muro por culpa de esto. Es científica y, sin embargo, ha defendido las energías fósiles en Alemania. Es una mujer y sin embargo no ha defendido a las mujeres. El aborto sigue siendo ilegal, las mujeres siguen ganando menos y tienen más probabilidades de ser pobres en la vejez. Y ha aplicado con diligencia la gran reforma de su gobierno predecesor, que ha socavado la socialdemocracia. Esto significa que yo he entrado en un mercado laboral que mis padres no podían ni imaginar. El trabajo no remunerado es normal, como también son normales los contratos de duración determinada o la ausencia de contratos, al igual que la certeza de cotizar a un régimen de pensiones que promete una vida de pobreza en la vejez. “Prosperidad para todos”. Para los más jóvenes será un término que podrán leer en los libros de historia.
Después de 2015: ya no hay gente apolítica
2015 marcó un punto de inflexión. Desde entonces, ya no hay gente apolítica. Los cientos de miles de refugiados que llegaron a Alemania cambiaron al país. Al principio, quizás para bien. Merkel, después de todo, es conocida por recibir a muchas personas necesitadas con los brazos abiertos. En Internet circularon selfies de ella con refugiados recién llegados. “¡Podemos hacerlo!”, dijo a los alemanes. Pero con “nosotros” no se refería a los responsables políticos, sino a los numerosos voluntarios de los municipios y ciudades que organizaban pisos para los refugiados, les asesoraban jurídicamente o les enseñaban alemán. Los políticos endurecieron las leyes de asilo: menos dinero, deportaciones, meses de espera para las decisiones de las oficinas. Se hablaba mucho de una cultura de bienvenida, algo nuevo para Alemania. Pero la realidad es que duró muy poco.
Todo esto me viene a la mente cuando miro hacia atrás, a los cuatro mandatos de Angela Merkel. Por un lado, deja un sabor rancio. Y por otro lado, el sentimiento de echarla de menos. ¿Por qué? Sería demasiado corto de miras explicarlo sólo con la costumbre. Por supuesto, 16 años es mucho tiempo. Pero extrañaré a Angela Merkel porque es Angela Merkel. Ha sobrevivido a todas las crisis con su tenacidad y su calma estoica sin volverse cínica, ojerosa o estresada. La subestimaron como mujer, la desacreditaron como “chica” cuando tenía más de 30 años, la ridiculizaron como “Mutti” (mami). Todo eso le tocó. Sólo ella es capaz de mirar a la cara a una niña de 15 años que huyó del Líbano, que llora delante de ella en televisión en vivo y le pide que conceda a su familia el estatus de refugiado, y decirle que no todos pueden quedarse. Puede considerarse desalmado. O absolutamente honesto. Nunca se habría dejado arrastrar por una respuesta emocional. Y eso me parece un valor en tiempos difíciles.
Mi relación con Angela Merkel comenzó con distancia, se deslizó hacia la indiferencia y terminó en simpatía, casi admiración. El tiempo de Angela Merkel ha terminado. No sólo porque ya no será canciller, sino porque ya no podría hacer el trabajo en absoluto. El cambio climático, la justicia social, la reestructuración de la economía – las tareas son demasiado grandes para alguien que quiere complacer a todo el mundo-. A diferencia de mí a los 17 años, los jóvenes adultos están bien informados y exigen justicia generacional. Merkel en el poder aún más tiempo es al que, honestamente, nadie querría. Mientras tres partidos con diferentes ideas de un buen futuro para Alemania tienen que ponerse de acuerdo en el futuro, Merkel leerá. Ya lo anunció. Y luego, cuando esté cansada, dice, se le cerrarán los ojos y dormirá un poco. Quizá incluso más de cinco horas seguidas.
SC