Yo aceptaría el indigerible rebotar de algunos periodistas frente a los jugadores de Boca –como focas-monje palmoteando con sus aletas frontales por una gratificación−, si no fuera por la incomodidad de los propios entrevistados, que muchas veces llaman a la moderación a sus inquisidores con el tenor concluyente de sus respuestas. Foca: “¿Vos sos consciente de que ganaron?”. Jugador: “Sí. Hice el gol del triunfo”.
Ése modesto fulgor de la victoria en torneos aborígenes, les produce a esos informadores públicos tanta efervescencia que, creyendo que es posible contraer el virus del premio por proximidad, enfatizan virtudes inexistentes en el pobre y fatigado entrevistado, que sabe mejor que nadie que carece de ellas. Son capaces de encomiar la gambeta de Aguirre Suárez (que pegaba como si uno fuera Aguirre y el otro Suárez) y la superioridad en el cabezazo del Perrito Barrios (tan habilidoso como diminuto). Siempre que ganen.
Hábito cansador e impío, nos impide poner la mirada en otra realidad: tal vez Boca no jugó mal y ganó, sino que Banfield es un excelente equipo de fútbol argentino que perdió por penales. El galanteo empalagoso al más grande, “arrastra las marcas” del análisis.
Tal vez, como es perfectamente admisible, algunos vimos un partido y los demás, otro. Yo vi un Taladro ordenado, identificando las zonas con dedicación y aplomo, sabiendo lo que quería y lo que tenía que esperar del rival. Zagallo, el D.T. del Brasil del ’70, declaró una vez: “En 1970 estábamos llenos de estrellas de la mitad para el frente. Decían que teníamos problemas defensivos, pero lo que nadie reconocía es que sabíamos ocupar los espacios”. Ciencia sufrida la posicional.
También vi un Boca que jugaba contra el adversario y contra sí mismo, con más voluntad que la reciente, pero con menos fútbol que el esperable.
Me parece una frase hecha esa de que Fulano armó un equipo “a su imagen y semejanza”. Primero, porque no todos los DT fueron jugadores profesionales, o lo fueron apenas. Luego, porque el fútbol es el feudo de lo colectivo, no la garita de un individuo. También porque un defensor rústico puede amar el arte en el juego, y un zurdo exquisito formar equipos que ofician frente al altar del catenaccio. Y porque la conexión entre la orden del cerebro y el modo como la parte ejecuta la instrucción puede revestir millones de formas. Lenta o instantánea, idéntica o divergente, más o menos consciente, con entereza o displicente. Y por añadidura, enfrente hay u otro jugador o una turba de ellos, que se comportan igual salvo que con polaridad contraria.
Javier Sanguinetti, el míster de Banfield, fue marcador central, indistintamente por derecha o por izquierda. Lo recuerdo vívidamente en un partido contra Ñuls: ése día debutó con la rojinegra el Pepi Zapata, áspero y desabrido mediocampista (nos dio satisfacciones), que revalidó su heterodoxia en un par de cruces con él. Sanguinetti no es alto, pero nadie se hubiese atrevido a ponerle Corcho o Tapón de sobrenombre; de hecho, creo que le dicen Archu. Lo rememoro muy dedicado, con una mirada periscópica respecto de lo que ocurría en el campo, rápido, económico a la hora de administrar sus recursos.
“Su” Banfield, según mi modo de ver, está lejos de ser un equipo “a su imagen y semejanza”. Al menos, asumiendo que uno nunca sabrá lo que pensaba su cabeza cuando el Pepi se le acercaba, como Venom al Hombre Araña, con los incisivos virados al rojo neón y la lengua membruda, pero sin la música de fondo de Eminem.
El Taladro tiene un puñado de jugadores sobresalientes, que por añadidura son jóvenes: Coronel (28 partidos en primera), Payero (42), Galoppo (20) y Fontana (42). En esta ruleta, uno siempre tiene altas posibilidades de equivocarse cuando juega al color. Asumiendo el riesgo, creo que Coronel, el lateral por derecha, es y continuará siendo un jugadorazo. Incisivo, ataca al delantero rival, sabe mucho con la pelota, tiene pulmones generosos y confianza en sí mismo.
Pero los cuatro de la paleta darán que hablar, y también alguno más (Maldonado, Bravo o Rodríguez). En la patria, acaso por poco tiempo. Ojalá que, si los venden, el cash explique la oportunidad. Los jugadores son como el platino: el momento de pasar de líquido a sólido no puede ser cualquiera. En este caso, habría que decir de sólido a líquido.
El equipo transpira gente que se lleva bien entre sí. Como en una fotografía infraroja sobrenatural, el color de la solidaridad de larga exposición destaca bajo el verdiblanco de la casaca.
Tiene una movilidad paciente, que en el campo rival no desdeña ni los extremos ni el frasco colector de la medialuna. Con un umbral alto de frustración, la jugada que no prospera es recolectada en sus residuos, que se usan para la elaboración de la siguiente. Mantienen el paso ganado y, a la manera de Rimbaud, saben que hay ser absolutamente modernos en la caligrafía de la verticalidad. Los futbolistas se sienten importantes, que es la condición previa e indispensable para serlo.
Competitivo a la manera de Bobby Fischer, Sanguinetti desarrolla sobre el campo un tipo particular de fútbol posicional en el que todas las piezas parecen colaborar entre sí de una manera que solo puede ser calificada como producto del trabajo. No se dedica a apuñalar a los contrarios, sino a estrangularlos lentamente. Su capacidad para captar la lógica interna de la posición sobre el césped es renovada, y utiliza esa visión para crear más y más presión con cada nueva jugada, incluso aunque no parezca estar atacando.
No es grupo eso del manejo de grupo. Se puede estudiar, sí, pero muchas veces la experiencia se trasmuta en instinto, que es conocimiento no formalizado. Los que mejor conducen son los que mejor convencen, no los que hacen prevalecer su voluntad sobre la del dirigido. Hay una autoridad que se puede transmitir en forma de pulsos de luz, conducida primero por fibras que más tarde serán cables de persuasión.
Paul Simon canta que mientras vamos, el 50% del tiempo no sabemos hacia dónde. No es el caso del Taladro de Sanguinetti. Y como el fútbol no es un duelo a primera sangre, tiene inmediata revancha. El verdiblanco no es una civilización anómala, inscrita sobre una piedra traída desde el cuerpo celeste provisionalmente llamado 2018 VG18, o “Farout”, sino un alfabeto expresivo, fresco y contundente. Esos lenguajes que a uno le gusta oír, y que quisiéramos aprender. Siempre se puede jugar “a otra cosa”.