Milei sueña ser como Menem, una pesadilla para la mayoría del país

Autores de “Economía Política de la Convertibilidad” (Capital Intelectual). —

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En reiteradas oportunidades, el presidente Milei ha elogiado a Carlos Menem y sus políticas económicas, presentando los 90 como una época de bonanza. En aquellos años, presumen, las reformas estructurales y la estabilidad de precios permitieron un período de expansión económica, donde el consumo se expandió —alcanzando estándares del primer mundo— y la inversión se reactivó. Sin embargo, la realidad histórica es muy diferente a la que ponderan. No sólo por cuestionar la presentación de estos resultados, sino centralmente porque estuvieron basados en que la mayoría no participara de ellos. Dicho de forma más clara, aquello que se logró fue con base en quitar derechos y arruinar vidas.

Los “logros” de Menem

Ante todo, vibra en el recuerdo la inflación casi nula, incluso con años de deflación. Es el período más extenso del que se tiene memoria con esta estabilidad de precios, centrada especialmente en el tipo de cambio fijo, recordado como “1 a 1”. Esa equivalencia peso-dólar se prometió por ley, obligando al Banco Central a intercambiar a ese valor. Con este esquema, el Estado perdía la política cambiaria y veía severamente acotada la monetaria (no podía emitir salvo a cuenta de divisas en el Banco Central), e incluso la fiscal. Es decir, quedaba maniatado para reaccionar ante shocks externos, como la crisis del Tequila que impactó en 1995 y produjo una importante recesión. Ese plan, pergeñado por Domingo Cavallo, se llamó Convertibilidad y duró una década. Con todo, logró hacer que la economía argentina creciera: el PBI tuvo una expansión del 36% entre 1991 y 1994, y un nuevo impulso del 18% entre 1996 y 1998. Ese último año inició una recesión que terminaría en la recordada crisis de 2001. Lejos de tratarse de un rayo en cielo despejado, esta explosión se basó en los fundamentos mismos del esquema.

Para funcionar, la Convertibilidad requería de acceso permanente de divisas para sostener el valor del peso. Para ello fueron plenamente funcionales las privatizaciones de casi todas las empresas estatales, las cuales no sólo permitieron el ingreso de dólares sino que también permitieron rescatar títulos de la deuda pública (reconociéndolos al 100% de su valor nominal, cuando en el mercado cotizaban a un tercio de ese valor). Una vez finalizado el grueso de las privatizaciones, y ante un sistemático déficit comercial impulsado por la apertura importadora y la sobrevaluación del peso, la entrada de dólares continuó a partir de una masiva desnacionalización de empresas privadas —produciéndose una fuerte extranjerización de la economía— y, sobre todo, a partir de un exponencial crecimiento de la deuda externa (la deuda creció un 124% entre 1989 y 2001). Dada la pérdida de competitividad que suponía el atraso cambiario, se promovieron acuerdos comerciales, se flexibilizó el trabajo y se inició un proceso de “devaluación fiscal” (quita de impuestos y contribuciones sociales) que no sólo introdujo severas inequidades sino que desfinanció al Estado, obligando al mismo a endeudarse cada vez más para financiar el déficit y generando una presión constante por recortar gastos.

Las grandes empresas aprovecharon la situación para reemplazar proveedores locales por equipos y bienes intermedios del exterior, algunos incluso reconvirtiéndose directamente en importadores de bienes finales. Esto produjo la destrucción de una enorme parte del tejido productivo y el empleo asociado. Justamente, este fenómeno sumado a los despidos por las privatizaciones y las nuevas formas de contratación precaria habilitada por la reforma laboral, hicieron que creciera la pobreza incluso entre quienes tenían empleo. La desocupación creció como nunca (llegó al 17,5% en 1995 y volvió a ese nivel en 2001), así como el empleo precario, y de su mano, la pobreza y la desigualdad. El funcionamiento de la Convertibilidad estaba basado en esta fuerza centrífuga, que precarizaba la vida de las mayorías, para que un reducido grupo de actividades y sectores sociales pudieran sostener su expansión. Claro, quienes participaban de esta expansión, veían los frutos del modelo: pero eran cada vez menos. Los sectores medios caían cada vez más al abismo de las privaciones múltiples.

Espinosos problemas para poner en marcha el plan

Alfonsín debió entregar anticipadamente el gobierno en medio de una hiperinflación y saqueos. La híper había sido empujada por la corrida cambiaria de inicios de 1989, en un auténtico golpe de mercado que dejaba claro que los acreedores externos no aceptarían más dilaciones. En marzo de ese año, el secretario del Tesoro estadounidense Nicholas Brady había lanzado su famoso plan, que sintéticamente permitía renovar el ciclo de endeudamiento bajo la tutela del FMI, que se encargaría de auditar que los países deudores pusieran en marcha las reformas estructurales como muestra de buen comportamiento. Menem era un político carismático, que había ganado prometiendo salariazo y revolución productiva, pero inició su gobierno aliándose con el poder económico (el ministerio de Bunge y Born) y la ortodoxia neoliberal (la UCeDé). De inicio se lanzó a mostrar señales claras de su rumbo alineado con los acreedores y el poder norteamericano. En apenas dos meses de mandato había conseguido que el Congreso le apruebe la Ley de Emergencia Económica y la de Reforma de Estado, mediante las cuales pudo cerrar dependencias, privatizar activos, despedir personal, quitar regímenes de promoción, modificar la estructura tributaria y eliminar controles de comercio exterior, entre otras. Entre 1990 y 1993, Menem había vendido todos los activos disponibles (con excepción de YPF, cuyo proceso de enajenación culminó en 1999), articulando los intereses de los acreedores —que pedían estas reformas—, los capitales transnacionales —que se quedaron con empresas cuasi monopólicas por precio de ganga— y el poder económico local –que intercedió en la operación, realizando ganancias de capital en corto plazo—.

Para hacerlo, Menem había logrado ordenar su propio partido (PJ) tras su liderazgo carismático, pero también desmantelado a la oposición, integrándola (UCeDé) o subordinándola (UCR). Esto fue clave para que le habilitaran los poderes presidencialistas que utilizó para reformar. En el presente, Milei parece mantener su imagen política, pero su partido se encuentra en franca minoría en el parlamento —con fuertes diferencias internas— y no logra absorber a la oposición “amigable” del PRO, la UCR y Hacemos Cambio Federal (que se encuentra además dividida). Enfrenta además a un sector de oposición menos amigable (Unión por la Patria y el Frente de Izquierda y de los Trabajadores). A ello debe sumarse la oposición social organizada, que Menem logró desarticular por vínculos, billetera y amenaza. Milei hasta ahora sólo está recurriendo a esto último. En todos los planos, Milei tiene mayores dificultades para poner en marcha su plan: no alcanza con que se quiera parecer en el diseño.

Una situación distinta con peores consecuencias

En términos económicos, Milei y Menem aprovecharon el largo desgaste previo de una economía que no logró crecer de manera sostenida en más de una década y con salarios que no se recuperan. Pero su principal argumento sobre la desestabilización en precios no es igual: los niveles de la última década palidecen frente a los de los ’80, y no incluyen dos hiperinflaciones (1989 y 1990). Recién en abril de 1991, casi dos años después de asumir, y habiendo aplicado un brutal ajuste fiscal, se lanzó el programa de la Convertibilidad, que recién logró que la inflación baje a un dígito anual en 1994. Es decir, la estabilidad llegó casi cinco años después del inicio de la destrucción del Estado y cuando la economía mostraba índices de desocupación cercanos al 15%.

Un aspecto central para sostener aquel esquema fue el apoyo externo, galvanizado en la entrada de capitales para aprovechar los negocios ofrecidos (privatizaciones y bicicleta financiera). En el mundo, la caída de la Unión Soviética había dejado en una clara hegemonía global a Estados Unidos, que disponía de capitales sobrantes y un programa claro para avanzar en la periferia mundial. Eso no está presente en la actualidad, en la que los capitales no están dirigiéndose a la periferia, y el mundo se enfrenta a una situación geopolítica tensa, donde el liderazgo de Estados Unidos —con el que Milei pretende alinearse incondicionalmente— está disputado por varios frentes (central, pero no únicamente, por China).

Por otro lado, dado que el grueso de las privatizaciones nunca se revirtió, en la actualidad queda muy poco por vender en materia de activos del Estado. En una Argentina hiperendeudada —gracias a la gestión previa de Caputo, en el gobierno de Macri— y sin acceso al crédito, la única manera de sostener el tipo de cambio —condición imprescindible para reducir la inflación— es enajenando nuestros recursos naturales (principalmente hidrocarburos y minerales), de ahí la importancia clave para el gobierno del RIGI incluido en la ley Bases. No obstante, aún si este régimen fuera exitoso en sus propios términos, esto sería pan para hoy y hambre para mañana, dado que la salida de dólares terminará superando ampliamente su potencial ingreso inicial.

No está de más recordar que la Convertibilidad, la criatura de Menem y Cavallo, terminó en la peor crisis económica y social de la Argentina moderna, con una desindustrialización feroz, tasas de desocupación superiores al 20% y un tercio de los ocupados sin cobertura social, la proliferación de cuasimonedas y clubes del trueque, la confiscación de los depósitos de los ahorristas, la mitad de la población por debajo de la línea de pobreza, múltiples cortes de ruta, saqueos y una población que pidiendo “que se vayan todos”.

No sólo es difícil que puedan poner en marcha una copia de aquel modelo, sino que definitivamente no es deseable.

FC/AW/JJD