El presidente de EE.UU., Donald Trump, se despide de la presidencia que lo tuvo como frenético vocero de sí mismo en Twitter, Facebook, Instagram, YouTube y otras redes sociales digitales, bloqueado por las compañías dueñas de las plataformas que le sirvieron como catapulta a la cima del poder político. La toma del Capitolio incitada por Trump, que alentó la irrupción en lugar de condenarla, “ha perturbado a los EE.UU.” porque “tiene la intención de usar el tiempo que le queda en el cargo para socavar la transición pacífica” con su sucesor, Joe Biden, según el dueño de Facebook, Mark Zuckerberg, quien justificó así la decisión de bloquear sus cuentas en Facebook e Instagram horas después de que Twitter adoptara una medida similar.
Como viene ocurriendo desde el asesinato de George Floyd y sobre todo durante las elecciones estadounidenses, las plataformas digitales fueron alterando sus reglas de juego en función de su cambiante lectura del contexto (tal como dice Zuckerberg en su posteo) y según el daño colateral que, en la evaluación de los ejecutivos de Facebook, Twitter y, en menor medida, Google, provocaban las diatribas de Trump. Así, el trato preferencial que -según los términos y condiciones de las redes- tenía Trump por ser presidente, fue acotándose y redefiniéndose a lo largo de todo 2020 y este inicio de 2021 hasta la suspensión completa. Ello contrasta con la autopercepción de las plataformas como meros intermediarios sin intervención editorial y recrea un clásico de la teoría democrática: cómo y bajo qué reglas circulan los discursos públicos.
¿Pueden disponer compañías privadas como Facebook políticas de contenidos que afecten el debate público en temas de interés relevante (elecciones, por caso) a espaldas de los principios internacionales y de las leyes nacionales?
Algunas de las aristas que este caso coloca en primer plano forman parte de discusiones que en espacios públicos como los Congresos de EE.UU. o Brasil y el Parlamento Europeo, y en foros especializados, se vienen sosteniendo hace años: ¿son las plataformas digitales espacios neutrales que deben tratar con indiferencia editorial todo contenido?, ¿hay mensajes que justifiquen la remoción sin previo contacto o derecho a descargo por parte de quienes los producen, aparte de los consabidos y legitimados límites a contenido ilegal como la pornografía infantil?, ¿cuál es el trámite adecuado, según los estándares respetuosos de la libertad de expresión que comprende tanto el derecho a decir como el derecho a recibir opiniones diversas, para proceder a una remoción, a un bloqueo de cuenta o a la reducción de su alcance? ¿Pueden disponer compañías privadas como Facebook políticas de contenidos que afecten el debate público en temas de interés relevante (elecciones, por caso) a espaldas de los principios internacionales y de las leyes nacionales de los países donde comercializan sus servicios?, el diseccionar unos contenidos catalogándolos como removibles o susceptibles de clasificación con etiquetas añadidas por la plataforma con criterios cambiantes en poco tiempo, ¿no ubica a las plataformas digitales como editoras de contenidos, cuando siempre reclamaron el amparo de la famosa y controvertida Sección 230 de la Ley de Decencia de las Comunicaciones de EE.UU., de 1996, que les otorgaba inmunidad por ser meras “intermediarias” sin intervención editorial (a diferencia de los medios de comunicación, que tienen responsabilidades ulteriores por sus publicaciones)? ¿Es lógico que corporaciones privadas se arroguen el poder de policía sobre los contenidos que organizan la conversación pública, los flujos masivos de información y de opinión?, ¿acaso eso no supondría la institucionalización de censores privados con un poder superior a cualquier poder democrático?
Los interrogantes son numerosos y complejos. No hay respuesta simple ni antecedentes internacionales que sean a la vez exitosos y respetuosos de los múltiples derechos en cuestión: libertad de expresión, acceso a recursos culturales, protección de datos personales, no discriminación, competencia y cuidado del consumidor, entre otros. Está pendiente, y es parte de los debates en curso en todo el planeta, la adopción de respuestas acordes a desafíos que son novedosos, porque es fruto de la reconfiguración del ecosistema de comunicaciones propio de la era digital, que tiene en el dominio de pocas y gigantescas plataformas globales un cuello de botella sin antecedentes.
Está pendiente, y es parte de los debates en curso en todo el planeta, la adopción de respuestas acordes a desafíos que son novedosos, porque es fruto de la reconfiguración del ecosistema de comunicaciones propio de la era digital
Cinco razones habilitan a cuestionar el bloqueo dispuesto por las plataformas contra Trump: primera, porque cercena la palabra del representante de una corriente de opinión; segunda, porque obstruye el acceso de la sociedad a la expresión del presidente legítimo de un país; tercera, porque las plataformas se autoasignan el rol de controladoras del discurso público y, con este antecedente, les resultará complejo no ejercer esa función a futuro y desentenderse de las consecuencias políticas y legales correspondientes, incluida la evidente función editorial de la que tanto han renegado hasta ahora; cuarta, porque se arrogaron de facto facultades que corresponden a poderes públicos en una democracia, es decir que si Trump efectivamente es una amenaza a la convivencia y su incitación a la violencia es dañina, entonces correspondería que los poderes instituidos y legitimados (Poder Judicial, Legislativo) adopten las medidas que correspondan, incluyendo el recorte de los espacios de difusión del primer mandatario; quinto, porque al presentarse como una suerte de atajo ejecutivo y veloz para decisiones que deberían tramitarse por las vías institucionales de una democracia, las plataformas se ofrecen como un sustituto posible para cuestiones que son muy ajenas a su competencia al tiempo que sustraen de la esfera pública otras que no sólo le son propias, sino que le son constitutivas.
Al presentarse como una suerte de atajo ejecutivo y veloz para decisiones que deberían tramitarse por las vías institucionales de una democracia, las plataformas se ofrecen como un sustituto posible para cuestiones que son muy ajenas a su competencia
Las restricciones al derecho a la libertad de expresión no pueden ser fruto de una evaluación impulsiva de corporaciones dueñas de las plataformas digitales que alteran su algoritmo al calor de intereses particulares o de presiones externas para disminuir las operaciones de desinformación, la difusión de mensajes de odio o el alcance de las llamadas “fake news”. Como señaló la Corte Interamericana de Derechos Humanos en su Opinión Consultiva 5/85, no sólo los poderes públicos pueden censurar, sino también los privados.
Una parte sustantiva de la convivencia democrática, que es la regulación de la discusión pública, tiene a las grandes plataformas digitales como árbitros. Como se ha visto en los últimos años y este caso ilustra, sus reglas de juego son corporativas, inestables y opacas. O sea que algo no está funcionando según los principios democráticos.
Una parte sustantiva de la convivencia democrática, que es la regulación de la discusión pública, tiene a las grandes plataformas digitales como árbitros
No faltará quien ensaye una defensa de la ejecutividad de las compañías arguyendo que la democracia es lenta o que tanto da si la decisión la toma Zuckerberg, en definitiva, un exitoso emprendedor, o un oscuro burócrata injertado en el aparato estatal por el partido gobernante. Este argumento antidemocrático es parte de un legado antiguo que apela a la falacia individualista, toda vez que pretende anular la riqueza y potencia que han tenido y tienen los grandes temas de interés público cuando son tramitados democráticamente. Basta pensar en leyes de divorcio, protección de datos personales, matrimonio igualitario. El fantasma del burócrata kafkiano se resuelve con más democracia y mejor discusión pública, no con menos.
En efecto, las reglas democráticas suponen la participación de distintos actores involucrados (lo que incluye a Zuckerberg u otros empresarios, pero no se reduce a ellos), la compensación de intereses cruzados, la evaluación de derechos individuales y el bien público, los mecanismos de rendición de cuentas y de transparencia. Además, la gestión democrática de los asuntos públicos implica controles cruzados, acceso público a la información relevante y alternancia, algo que como es obvio no sucede con las empresas.
Si estas reglas que hoy son definidas unilateralmente por las plataformas digitales fueran resultado de un proceso democrático, luego las empresas dueñas de las redes podrían adaptarse sin alterar en sustancia su autopercepción como intermediarias. De lo contrario, los términos y condiciones de la conversación pública dependerán cada vez más del juicio sumario de don Zuckerberg y su pandilla. Tal vez entonces la perturbación de la convivencia democrática termine justificando bloqueos que hoy son inimaginables para los adversarios de Trump.