Opinión

Yo una vez revisé el teléfono de mi pareja

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Mentira. Nunca hice eso. Sin embargo, no lo hice porque tenía clave. Sabía de antes que tenía clave, por eso no sé si lo hubiera hecho. Más bien creo que no, pero no porque sea una persona íntegra, incapaz de esos actos vergonzosos que denigran y humillan a quien los comete. Soy demasiado cobarde, quizá la persona más cobarde que conozco y, si puedo elegir, prefiero no saber. Tanto como, a veces, prefiero no elegir.

Entonces, nunca revisé el teléfono de mi pareja. ¿Me puedo jactar de eso? Si lo hiciese, mi situación sería semejante a la de aquellos que se indignaron con quienes se vacunaron de manera “vip”, pero no tienen manera de saber qué habrían hecho. Acepto que soy cobarde, es parte de mi honestidad y, además, no revisé su teléfono, cierto, pero sí miré por encima de su hombro cuando le llegó un mensaje. También corro a mirar la pantalla cuando deja el teléfono sobre la mesa, esos poquitos minutos antes de que se ponga oscura y un atisbo de verdad destelle como el latido de un corazón.

¿Qué verdad? ¿Se trata de que quiera saber algo que no sé? La relación entre saber y verdad es complicada. Puedo querer saber cosas, para no enterarme de nada; puedo estar a la caza de pistas, para no extraer una conclusión. Incluso hay cosas que de forma consciente me pueden parecer evidentes: mi pareja es una persona hermosa, deseable (si yo la deseo), ¿cómo no va a recibir mensajes de otras personas? Entonces, ¿qué quiero ver, si ella responde? Esto sería ir muy rápido, lo que sí es claro es que el deseo de saber se relaciona más con el deseo de ver que con la verdad. Hay un placer en el espionaje que es mucho más atractivo –tiene una intensidad mayor– que cualquier descubrimiento de una verdad.

Esto último me hace pensar que tal vez el hecho de que mi pareja y yo tengamos teléfonos, al igual que redes sociales, nos expone a un deseo reactivo que, de otra forma, quedaría más velado. No estoy parafraseando el refrán “Ojos que no ven, corazón que no siente”, pero sí pienso que nuestros modos de vida incentivan mucho más el placer de la mirada, que es independiente de las confirmaciones a que lleguemos. Quizá sea un consuelo tonto –muy cercano a esa irresponsabilidad que dice: “Es culpa del mundo, de la cultura, de la sociedad, del otro, etc.”–, pero diferente en un punto: puedo elegir que mi actitud no sea autocomplaciente y pensarme a partir de un conflicto específico, ¿qué hago con esta avidez de mirar que me caracteriza? Porque si puedo no elegir, lo prefiero; pero si tengo que elegir, trato de hacerlo de la mejor manera posible. ¿Podría elegir no mirar? Quiero decir, ¿podría hacer algo con mi deseo de ver, que no sea entregarme locamente a él, pero tampoco retroceder como un cobarde?

Esta pregunta me hace sentir más cómodo. Sobre todo me evita toda esa moralina actual acerca de lo que hay que hacer y lo que no (¡sobre todo lo que no!), para ser “buenos” en el amor. A mí los buenos me cansan. Nunca reconocen sus pasiones, los conflictos que los atraviesan, ni siquiera sienten vergüenza de ser tan buenos. A veces nos pasamos el día clasificando estilos de vida, nos imponemos ideales de cómo debe ser el amor, que pensamos que son mejores que los de antes, pero no por eso dejan de ser ideales. Y los ideales son irrealizables, no son reales, con ellos solo se juega nuestra capacidad de juzgarnos, pero no acciones concretas. 

¿Decidí yo no mirar el teléfono de mi pareja? Simplemente no lo hice, porque no podía. Si hubiera podido, tal vez no lo hubiese hecho, pero eso no me exime del deseo. ¿Puedo juzgarme por un deseo? Sí, pero no conseguiría mucho: me sentiría culpable y no me reconocería como tal, me convertiría entonces un moralista. Me volvería uno de esos profetas que dicen cómo hay que vivir, pero que no cumplen con su palabra. Sería un reprimido, un neurótico, alguien que vive para justificar un deseo culpable, la culpa de un deseo inadmisible. 

Asimismo reconozco que hay actitudes que tengo, que podrían ser equivalentes a la de revisar un teléfono. Entonces, no porque no haga algo (en la realidad) dejo de hacerlo (en la fantasía), cuando estiro el cuello para espiar de refilón. ¿Qué quiere decir que lo hago en la fantasía? Que lo hago inadvertidamente, como quien no hace algo, a medias. Esta es la definición de mi cobardía, que se basa menos en no actuar que en hacerlo de este modo tan particular, como quien no quiere la cosa. Como quien no quiere lo que desea.

Podría ser un moralista. Podría ser un neurótico. Podría ser un cobarde. También podría decir que nunca revisé el teléfono de mi pareja y que no lo volveré a hacer, que fue la última, prometer no volver a hacerlo. Mis posibilidades se multiplican, pero me pierdo entre ellas. Lo único cierto es una pregunta: ¿qué voy a hacer con ese deseo de ver, mi curiosidad infinita, que a veces me hace saber lo que no me interesa, confirmar lo que ya sé, acosar un objeto como si fuera la sede de un tesoro maravilloso? 

Ahí está el teléfono de mi pareja. Ya nada me justifica. Y me pregunto qué soy capaz de hacer. Nadie sabe la respuesta.