Una vida sin moraleja
El psicoanálisis es una experiencia en la que muchas vivencias retornan. Recostado en el diván, el paciente no solo recuerda, sino que vuelve a vivir piezas de su pasado. Algunas veces, porque una parte de la vida quedó adherida a eso que se vivió; otras, porque no se la terminó de vivir y la vivencia requiere ser completada para conseguir el olvido.
La del psicoanálisis es una práctica en la que todo vuelve, menos una cosa: la muerte. Esta es la gran excepción. Sin duda, muchas de las vivencias que regresan pueden calificarse como mortíferas, pero la experiencia de la muerte se hace solo una vez y no tiene pasado. La muerte es el futuro.
En términos generales, podría decirse que muchos de los pacientes –quizá la mayoría– consultan por conflictos con el pasado. Unos cuantos porque están anclados en el presente. Y son los menos aquellos cuyo núcleo patógeno está en lo que prontamente vendrá; aunque si escribo estas líneas es porque cada vez son más quienes llegan al análisis con una certeza –no filosófica–, la de que van a morir.
En este punto, no hablo de ninguna cuestión metafísica. Tampoco me refiero al temor del hipocondríaco, que tiene miedo de algo en lo que en verdad no cree; menos a la fantasía típica con que el obsesivo se eterniza en el tiempo. La muerte de la que hablo no es la que se le presenta al neurótico, con mayor o menor abstracción; me refiero a la que se hace patente cuando alguien llega después de un diagnóstico certero y dice: “Me voy a morir”.
Muchas veces me pregunté qué hacer en situaciones semejantes. Por mi experiencia en el hospital, durante mi formación me acostumbré mucho más a las ideas de muerte, incluso a los intentos de suicidio; pero la muerte como algo inminente siempre me descoloca. Además, aquí se juega una doble variable: es sabido que cada vez más personas jóvenes se enferman de manera agresiva; también yo estoy más grande.
Cuando empecé a escuchar a la muerte –por no decir a moribundos– sentí que tenía que aprender todo de nuevo. ¿Qué psicoanálisis para estos casos? ¿Qué puede ser lo tratable para alguien que prontamente, más temprano que tarde, va a sufrir la llegada de una hora fatal? En esta línea recuerdo las palabras de un paciente que me dijo: “Ayudame a morirme vivo”.
No obstante, ¿puede haber un psicoanálisis de la vida? Quizá no haya otro. Desde hace unos años que estoy cada vez más seguro que subsidiariamente tratamos la neurosis (o bien la psicosis) de alguien y mucho más la capacidad de vivir. Tal vez por esto es que se hace muy difícil que el psicoanálisis con enfermos terminales tenga la forma del duelo; porque se puede hacer un duelo por un amor, por lo que se vivió, pero no por la capacidad de vivir.
Como este es un tema muy profundo, difícil de agotar en una columna de opinión, voy a resumir en tres consideraciones los mojones de mi experiencia. Primero, la llegada de una enfermedad (hasta la más terrible) da un margen de tiempo; esto puede parecer crudo –no se puede hablar de la muerte con eufemismos–, pero confronta con una situación básica: si bien no será posible curarse de la enfermedad (al menos no está en manos del paciente hacerlo), si es posible que esta sea un medio para curarse de otra cosa –tal vez un rasgo de carácter, algún dolor psíquico no elaborado, en fin, aquí no se pueden hacer generalizaciones.
En segundo lugar, quisiéramos que cada quien llegue a la muerte sin sentir que la suya fue una vida trunca, pero no siempre se lo consigue. Es dolorosísimo escuchar a alguien que se sabe que no verá crecer a sus hijos, que tal vez muchos asuntos le quedarán pendientes. No obstante, antes que transmitir la idea de que por algo ocurrió lo que ocurrió, se trata de que no caiga en saco vacío. Nadie sabe tampoco qué legado deja y también es posible desarrollar algún tipo de confianza en la ausencia. Si lo pensamos un poco, la mayor eficacia simbólica está en las instancias que usan la ausencia como medio de acción.
Por último, la muerte confronta con una renuncia real al placer, disfrute, goce o como se lo quiera llamar. Este puede ser un aspecto de controversia, pero así como a un paciente que transita un consumo problemático, o adicción, no dejo de decirle que asista a los grupos de narcóticos anónimos, de la misma manera a quien va a padecer este daño concreto en su sensibilidad, le recomiendo que tenga en cuenta también alguna vocación espiritual. No como consuelo, sino como vía de exploración. El ser humano, a diferencia del animal, se define por su trascendencia y el anhelo de paz.
Por otro lado, pienso en una circunstancia que me tocó transitar en más de una ocasión. Me refiero a que alguien consulta por cuestiones neuróticas diversas y, al cabo de un tiempo de tratamiento, se encuentra con algún diagnóstico de este tenor. En ese momento me resulta inevitable pensar que esa persona tenía alguna percepción tácita de su afección y buscó en la consulta una anticipación del vínculo de contención para acceder a esa certidumbre.
Mucho más complejo es lo que ocurre cuando un paciente de años de análisis, también por motivos neuróticos, un día viene y cuenta que está enfermo y muy posiblemente muera en el próximo tiempo. La complejidad de esta situación, al menos para mí, está en que no puedo evitar el pensamiento de que tal vez algo en el análisis no le impidió la enfermedad. Entiendo que desde un punto de vista racional esta es una interpretación absurda, sobre todo por cómo aplica torpemente una causalidad lineal, pero el psicoanálisis no se basa en justificaciones; por lo tanto, preferí muchas veces hacerle lugar y conmover la idea –que como analista creo que es hasta un criterio metodológico, a pesar de su brutal omnipotencia– de que el análisis puede salvar una vida.
Digo esto último de otra forma. Yo he dicho –muchas veces– que el psicoanálisis me salvó la vida, pero la verdad es que solo sirvió para que no se me arruinara en más de una ocasión. Y eso no quiere decir que no me la echase a perder. Al contrario, es quizá por esa pérdida echada a la suerte que pude seguir viviendo, pero la capacidad de vivir tiene otra fuente y es misteriosa.
El psicoanálisis no le puede evitar el dolor a nadie. Ni el de la muerte, mucho menos el de la vida. En algunos casos, sí consigue que no sea en vano, aunque no deje una moraleja.
LL/MF
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