Cada clase un recital
Cada clase de Javier Trímboli era un recital. Arrancaba y parecía que tenía reflectores sobre él. La historia y la política ocupaban el centro a través de libros, citas, anécdotas, pinturas, música y películas que él articulaba para dialogar desde el presente con un pasado que tenía mucho que decir.
Manejaba los tiempos y los silencios con un movimiento corporal, de brazos que se abrían, subían y bajaban, mientras caminaba. La mano abierta a veces subía, como evocando a la historia. Ahí podían aparecer Halperin Donghi, Borges, Arlt, Sarmiento, Cooke, Mansilla o Favio, entre tantos otros.
Hablaba siempre como en puntas de pie y se frotaba arriba de la chiva como para pensar. Todo comentario de los estudiantes era escuchado con atención y respondido con precisión para seguir pensando los temas. Una apuesta hecha en base a su inteligencia, a sus lecturas y a su capacidad de escucha. Javier iluminaba: sabía cómo contar, invitar al intercambio, la reflexión, la discusión y la producción de conocimiento colectivo.
Su trabajo fue el de historiador, pero siempre fue contemporáneo. En los últimos años fue profesor de la Universidad de la Plata y dirigió ahí la revista Guay. Era un sabio y era muy generoso, desde una mirada argentina y con el foco en la conversación y en el sentido de las cosas: Trímboli fue uno de los grandes pensadores argentinos.
Participó activamente en distintos espacios: escribió, dio clases y conferencias, armó revistas, podcast, streams, aunque su lugar predilecto fueron las aulas. Daba clase en secundaria y profesorados de formación docente, sí, pero fue sobre todo un profesor itinerante. Fue profesor de la Universidad de Buenos Aires antes de dar un portazo, público y colectivo, contra una academia que se había desanclado demasiado, para él, de las urgencias políticas y sociales que campeaban en los 90. Dirigió cátedras abiertas y postítulos docentes en la Escuela de Capacitación Docente de la Ciudad de Buenos Aires (por entonces CEPA) en la década de los 2000, donde condujo propuestas innovadoras y ambiciosas con equipos interdisciplinarios de trabajo. Hizo algo similar en el Ministerio de Educación de la Nación, con un equipo itinerante que recorría el país y que pensó y transmitió la memoria reciente, con foco en la última dictadura, con jornadas multitudinarias y materiales para docentes.
Estuvo a cargo de poner en marcha el archivo de la radio y la televisión públicas, que sistematizó y puso a disposición un enorme acervo audiovisual que tenían los medios argentinos y que hasta entonces estaban en algún rincón perdido. Fue asesor clave en películas históricas y programas en Encuentro y TV Pública, como el film sobre Belgrano o el ciclo de Ricardo Piglia. Sin embargo, a Trímboli no le caería bien este recuento de trayectoria individual, ya que todo eso, diría, fue un trabajo colectivo y, sobre todo, solo fue posible por condiciones políticas concretas. En este caso, gracias a una gestión estatal y gubernamental que lo permitió. Para reflexionar sobre esos años escribió su libro Sublunar (2017), que María Pía López define como “una revisión sin concesiones ni arrepentimientos” del kirchnerismo. Ahí, Trímboli decía que haber confiado más en el Estado que en la construcción de poder popular había sido un limitante clave para una política emancipatoria. En el último tiempo insistía con que había que retomar un concepto que había quedado apartado y que siempre lo había desvelado: la revolución.
Javier era sobre todo un docente y un fanático de pensar la historia en sus múltiples complejidades, sin bajar la vara ni la rigurosidad, con un foco en mejorar el mundo para los de abajo. Elegía cada palabra y tenía una precisión y una erudición que transmitía de forma cercana.
Es uno de los pensadores que más discípulos tiene, y le interesó nada la acreditación: su sabiduría no se contaba en títulos y se plantó siempre contra el academicismo.
Además, tenía muy claro qué quería y qué no quería. Nunca siguió la corriente. Así, siempre supo decir que no. No a Whatsapp: para comunicarse con él había que usar mail o sms. No a las redes: no tenía cuenta en ninguna de ellas. No a la academia y su lógica productivista, despolitizada y muchas veces descontextualizada. No a aceptar que desmantelen el archivo audiovisual durante el macrismo y a quedarse mirando como si nada. En todo caso, quejarse, irse y volver a la secundaria, a dar clase donde siempre le gustó, con adolescentes y sus desafíos de volver a empezar. A cambiarles la vida a muchos de ellos, como lo hizo en muchos otros espacios, con la pasión por transmitir intacta.
Y sus no eran tan claros y tan contundentes porque sus sí también lo eran. Javier se metía en algo e iba a fondo. Los múltiples espacios que dirigió y coordinó los hizo poniendo el cuerpo y desde la presencia constante. Todo él estaba ahí y muchos lo seguían, lo admiraban y era muy fácil trabajar con él. Porque irradiaba, porque tenía grandes ideas y la posibilidad de llevarlas adelante y dar las discusiones. Sin apuro, con alegría, sin solemnidad, con realismo, crudeza y objetivos claros. Creía en el conocimiento y creía en que el mundo se puede cambiar.
Porque además fue un inmenso tipo. Una persona preocupada por los otros, graciosísimo, abierto, vital e interesado. Su risa era espectacular, siempre estaba cerca de la carcajada. Nunca se sentía por encima del resto.
Haber sido durante tres años una especie de cadete de algunas de sus cátedras hace ya dos décadas me permitió escuchar sus clases, ver cómo las preparaba, cómo las pensaba. Ahí conocí procesos centrales de la historia argentina, figuras, autores y películas fundamentales. Me enseñó mucho más de lo que puedo nombrar, me partió la cabeza y me cambió la vida. Por supuesto, somos muchos a los que nos pasó lo mismo: lo que produjo su muerte muestra tanto la dimensión de su figura, como la cantidad de gente de distintos lugares del país que lo conoció, lo escuchó y fue conmovido por sus clases, charlas y escritos. Ese material no reemplazará el cuerpo a cuerpo, pero está por todos lados y accesible en internet para quien quiera acercarse a pensar con Javier Trímboli, como una invitación siempre abierta al conocimiento, a la historia y a las vueltas para cambiar un mundo tan injusto. Algo que seguro, como decía, no se va a hacer con moderación ni cuidando el statu quo.
En los últimos años, Javier armó con la historiadora Julia Rosemberg el podcast Un poco sucio, que representa fielmente sus clases, con su manera diagonal y compleja de abordar los temas y su fascinación por la historia y por sus luchas.
Julia escribió para despedir a Javier: “Fue el gran maestro de muchos de nosotros que con enorme generosidad nos abrió las puertas de la historia, de la política, del pensamiento y de la vitalidad. Y así marcó nuestras vidas para siempre. Alguien que hace eso nunca muere”.
DTC
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