Escala humana

Por qué vivir en Buenos Aires

Entre el home-office, la sobrecarga de trabajo y la falta de plata, a veces me pregunto si realmente estoy sacando provecho de vivir en Buenos Aires o mi vida podría seguir sin mayores cambios en una ciudad cualquiera. Una pregunta que esquivo cada vez que puedo, pero que resurgió en una columna anterior, sobre el Microcentro. Y ya no puedo hacerme más la boba. 

“Pienso en qué vida construimos trabajando desde casa, sin cruzarnos nunca con extraños, y cómo en ese repliegue vamos perdiendo (lo mejor que tiene vivir en) la ciudad”, me señaló tras esa columna la colega Emilia Erbetta vía Twitter, y así volvió a plantar los interrogantes que por fin me animo a cosechar. Vivir en la Ciudad de Buenos Aires sale caro. ¿Cómo no voy a aprovecharlo? 

Según ZonaProp, en febrero, alquilar un depto de dos ambientes costó $416.991 en promedio. Es un 62% más que en el oeste y sur del Gran Buenos Aires, un 96% más que en Rosario, un 131% más que en Córdoba Capital

Habitar esta ciudad cuesta caro también en salud: hay más contaminación atmosférica, lumínica y sonora. Faltan espacios verdes. Y, para los porteños adoptivos, además hay desarraigo, que a su vez demanda plata en forma de nafta, ómnibus, avión o tren. Mientras tanto, la “porteñidad” por antonomasia -sentarse a tomar un café y mirar gente, comer una pizza en la calle Corrientes, ir al teatro- va mutando a lujo de turistas. En el acoso diario de las necesidades materiales, lo primero que se quita es lo “prescindible”. Hace unos días quise hacer plan gasolero y salir a correr, pero los mosquitos me mataban a mí más que yo a ellos, y el repelente está a entre 8.000 y 14.000 pesos. ¿Si vivo así, por qué sigo en Buenos Aires? ¿Por las oportunidades laborales, cuando cada vez más son remotas? ¿Por los trámites, si buena parte es online? ¿Por el periodismo, que cada vez más se encierra en sí mismo? “¿Cómo voy a encontrar historias si mi contacto con el mundo es la computadora? No que eso no sea el mundo, pero una parte queda afuera”, resumió mi colega en un segundo tuit.

Yo también me lo pregunto. Sigo caminando la ciudad lo más que puedo y hago trabajo de campo para estas columnas. Pero son esfuerzos planificados, conscientes. El viaje diario a un trabajo suma las mejores ideas, porque son las que no se buscan. Quedarse quieto no ayuda. Aún menos en el home-office de la dispersa periferia porteña en la que hoy vivo. 

De hecho, estos días en los que el Bafici me “obligó” a moverme fueron posiblemente las dos semanas del año en que más disfruté y vi Buenos Aires más allá de mi trabajo, y eso me da alegría, por más hipster que suene. Me hace sentir conectada, en sintonía con la ciudad. Que la re vivo, literal. 

“Me genera profunda depresión el silencio de los barrios, la falta de ruido humano y automotor, la ausencia de humo y contaminación. Soy hombre de gran ciudad, necesito movimiento extremo de personas y cosas sin parar, de día y de noche”, tuiteó el polemista Carlos Maslatón hace más de un año. Sin llegar a ese extremo, en parte me identifico. Y sé que las historias se multiplican donde más gente vive, en la ciudad compacta cuyas bondades, aunque estén cerca, me pierdo

También hay algo más profundo, un mal generalizado: retraimiento, anidamiento y una búsqueda de volver a casa, en lugar de habitar la siempre incierta pero también siempre viva calle. Con la pandemia perdimos “roce”, esa adaptabilidad que derriba prejuicios, nacida de frecuentar personas ajenas a nuestro círculo. ¿El futuro era trabajar en casa? ¿O se nos fue la mano y ahora hay que poner parches en forma de planes para no terminar hablándole a una planta? 

No toda la culpa la tiene el home-office. El retraimiento se potencia si el espacio público se resiste cada vez más a que nos apropiemos de él. 

Por un lado, porque Buenos Aires está más oscura: en la Terminal de Retiro, en un pasaje céntrico como Discépolo, en la plaza Mafalda en Colegiales o en distintos tramos de la General Paz. Por el otro, porque hay menos vida nocturna, entre el consumo gastronómico que cae, los robos que crecen, el transporte público que pierde frecuencia, y los parques y plazas que se cierran con rejas. Por último, por la degradación del territorio, no a causa de la gente en situación de calle que el Gobierno de la Ciudad saca en sus denominados “operativos especiales de orden y limpieza”, sino de la reducción del mantenimiento urbano integral. 

Percibo esa desapropiación, que a veces muta en miedo. Una sensación de que, evilparafraseando a Rivette, Buenos Aires ya no nos pertenece. Durante meses, el Covid acechaba afuera. Después, el mosquito. Hoy, afuera, hay una ciudad más hostil. A los hechos se le suma una subjetividad negativa, por el efecto anteojeras que tiene vivir acá hace tiempo. Fui perdiendo la mirada fresca propia de los visitantes. Ahora la busco en mi hermana Gabriela, que vive en Olavarría y abre ojos de turista cada vez que viene. Es ella quien me recuerda las cosas que doy por sentadas y las que me pierdo -de hacer y de vista- por ese “acostumbramiento” o “desensibilización”: 

-Los centros culturales, los museos y los circuitos ligados a la cultura, la historia y la memoria. 

-La posibilidad de estar siempre acompañada: de ir a espacios públicos y que realmente haya gente. “Es una ciudad que, de algún modo, sigue siempre despierta. Donde hay algo para hacer, a la hora que sea”, dice. 

-La variedad de culturas que pueden conocerse a través de un plato (paraguaya, japonesa, peruana, boliviana, china, venezolana, siria, india, rusa y etcéteras). 

Inspirada en su lista (y a modo de final de “Manhattan” del cancelado Woody Allen), sumo algunas líneas. 

Por qué vale la pena vivir la vida (en Buenos Aires): 

-Un Rosedal, una Confitería del Molino, un Grand Splendid (como espacio preservado más que como librería). 

-Ferias gigantescas. 

-Talleres y clases de lo que se te ocurra. 

-Una llanura y una grilla cuadricular que la hacen una capital ideal para caminar y andar en bici. 

-Funciones de cine con subtítulos. 

-Cementerios que también son paseo artístico y cultural. 

-Una red de transporte público que me permitió vender el auto, aunque cada vez sufre más problemas (algunos por negligencia y otros deliberados, como la media sanción a la privatización de trenes de anteayer). 

-Clubes de barrio. 

-Bares para leer solo sin que crean que sos un loser. 

-Tours gratuitos guiados. 

-Y, último pero igual de importante, apertura. Hay un progresismo que motiva chistes cínicos pero también manifestaciones gigantes. Hay una tradición de protesta social que sorprende al mundo no sólo por su magnitud sino porque contiene cientos de miles de personas de diversos orígenes y destinos sin que por eso haya disturbios

Vivir en Buenos Aires obliga a hacer un balance. De un lado el amor por su singularidad; del otro, la realidad cotidiana que te mete una piña. Hay obstáculos, pero también motivos. Sigo eligiéndola por metas que, más que mandatos, son guías: recorrerla más, cuestionarla más, vivirla más.

KN/AB