En tiempos de crisis e incertidumbre cada cual tendrá que conseguir su remedio para atravesar la noche. A mí cada tanto me basta con tomar refugio en un poema, que es como decir en el canto, la plegaria, el mantra, la oración. Y Dylan Thomas (ese poeta de Gales cuyo nombre de pila inmortalizó Robert Zimmerman) creó versos que son como bunkers fabricados con palabras. Nació un día como hoy, 27 de octubre, de 1914 y murió en Nueva York poco después de cumplir treinta y nueve años, un 7 de noviembre de 1953. ¿Qué es la muerte de un poeta? Nada. Son las fuerzas que motivaron sus palabras lo que permanecen, en una lengua u otra. Para el mito, quedó aquella legendaria frase que pronunció una madrugada, cuando se levantó de la cama de su habitación de hotel con la excusa de que necesitaba aire fresco y se dirigió a una taberna cercana, de la que volvió un rato más tarde para decirle a su joven asistente Liz Reitell, quien también se había convertido en su amante: “me tomé 18 whiskies; creo que es todo un récord”. Y se fue a dormir o, mejor dicho, se derrumbó en su cama. Literalmente, dijo “18 straight whiskies”, lo que significa que entraron puros al buche, sin hielo ni gaseosas.
Pero en este día quisiera recordarlo con aquellos versos que me dan el mayor cobijo. Está el célebre “No entres dócilmente en esa noche quieta”, que invoca a rebelarse ante la fatalidad: “que al fin de la jornada la vejez debería/delirar y arder con rabia contra la agonía de la luz”. También el más político “La mano que firmó el papel”, que alude a la mano de un déspota que con su sola firma puede destruir una ciudad y duplicar el número de muertos:
“La mano que firmó el tratado engendró fiebre
y creció el hambre y vino la langosta.
Grande es la mano que domina al hombre
tan solo por haber garabateado un nombre“.
Anárquico en su vida personal y profético en sus visiones, Dylan le cantaba como un predicador panteísta a la unidad de todos los seres vivos y a la correspondencia entre las fuerzas creativas y destructivas del universo. Apostaba siempre por la lectura en voz alta, jugando con aliteraciones, asonancias, rimas internas y finales para construir una poesía por momentos oscura y sin embargo tan popular que contaba con audiencias de centenares y alguna vez miles de fans que iban a verlo a sus recitales en Gran Bretaña y Estados Unidos.
Entre octubre y noviembre de 1953, hace justo setenta años, se aprestaba a dar un nuevo tour de lecturas en Chicago y Nueva York. En esta ciudad se hospedaba en el Chelsea, el famoso “hotel de los artistas” del Greenwich Village. Pero hubo un pico de contaminación del aire en esos días; Dylan sufría de los bronquios, tenía que usar un inhalador para respirar y se quejaba de asfixia y dolores en el pecho. Incluso tuvo que retirarse temprano de su fiesta de cumpleaños y colapsó varias veces entre ensayos. Igual cumplió con sus compromisos. Leyó su obra Bajo el bosque lácteo al público en Cambridge, la grabó en Manhattan y se preparó para presentarla en el prestigioso Poetry Center de Nueva York, cuyo director, John Brinnin, que también era su agente literario, cobraría un veinticinco por ciento de las ganancias del poeta (sí, alguien podía hacer dinero con un poeta en ese tiempo y lugar).
Al mediodía del 4 de noviembre, Dylan despertó quejándose de que no podía respirar. Su asistente llamó a un médico que ya lo había atendido, un doctor Feltenstein que, tras revisarlo, llegó a la conclusión de que tenía delirium tremens debido a la ingesta de alcohol de aquella madrugada. Sin embargo, como mostraron los biógrafos David Thomas y Simon Barton después de entrevistar a quienes lo conocieron y a médicos residentes del hospital Saint Vincent, la causa de su muerte no habría sido el whisky sino el diagnóstico equivocado de alguien que bien podría merecer el epíteto de “matasano”, según mi columna anterior en este diario, si no fuera porque el estado de salud del poeta estaba bastante deteriorado. Lo cierto es que en vez de internarlo de inmediato en un hospital donde podía haberse descubierto que había una infección en los bronquios, el médico procedió a darle inyecciones de morfina. Cada ampolla contenía una dosis de diez miligramos. Como las dos primeras parecieron no tener suficiente efecto, le dio una tercera inyección. Y esta habría sido fatal. Ya con treinta miligramos de morfina en el cuerpo, Dylan Thomas entró en coma esa misma noche. Terminó internado en el Saint Vincent, donde falleció pocos días después. Allí luego se confirmó que no había muerto por un coma etílico sino por una inflamación y daño cerebral causados por una bronconeumonía que le había reducido el suministro de oxígeno, más los efectos de esa morfina que puede suprimir áreas del cerebro que controlan funciones como la respiración. Entretanto, aquellos 18 whiskies con los que había alardeado ante su chica calzaron como anillo al dedo para la prensa de la época y para la posteridad del mito bohemio del poeta bebedor.
Por eso hoy, más que al mito, quisiera evocar al ser humano que sigue vivo dentro de ese poema incorregiblemente optimista que enfrenta al futuro con la voz en alto, titulado “Y la muerte no tendrá señorío”. Esta línea es de la traducción de Esteban Pujals en España, pero también podría traducirse como “Y la muerte no será soberana”, para sostener una relación actualizada y más directa con el original And death shall have no dominion. Hay en Youtube una grabación del autor declamando este poema como si cantase. Allí se pueden apreciar la musicalidad, el ritmo, los acentos y las alturas de su voz. En versión local, su estrofa inicial dirá:
“Y la muerte no será soberana.
Desnudos los muertos se habrán vuelto uno
con el hombre del viento y la luna poniente.
Cuando sus huesos estén roídos y se hayan hecho polvo,
tendrán estrellas a sus codos y a sus pies.
Aunque se vuelvan locos serán cuerdos,
aunque se hundan en el mar emergerán de nuevo,
aunque los amantes se pierdan quedará el amor,
y la muerte no será soberana“.
OB