Le recomendé a mi alumno Gambetti, que se iba de viaje, y que iba a estar en la más severa introspección, como me dijo, que se llevara para leer La Portuguesa de Musil, La madriguera de Kafka, Oslo de Martín Caamaño, Otoño, poemas de desintoxicación y tristeza de Fabián Casas y Se vive y se traduce de la poeta Laura Wittner. A cierta edad, le dije a mi alumno Gambetti, hacia los cincuenta y pico, a menudo conseguimos representarnos como realmente somos, con todas nuestras bajezas, lo que antes de esa edad ni siquiera se nos hubiera ocurrido nunca. A partir de esta edad, Gambetti, le dije, hemos abierto ya las puertas del auto de par en par, puertas que durante decenios estuvieron cerradas y que casi conseguían asfixiarnos en nuestra pútrida mónada.
Gambetti es un joven espigado como el ex basquetbolista Finito Gehrmann, que suele caminar a mi lado con las manos detrás, en aparente silencio, pero siempre está pensando en cómo derribarme, en cómo emanciparse de mi maestría sofocante. Se vive y se traduce, le dije a Gambetti, que rumiaba una pregunta letal, es un libro increíble que narra un duelo por la muerte de un padre mientras también describe el devenir inestable del oficio de una traductora, una poeta genial e inspiradora, como lo es Laura Wittner. Es un libro, Gambetti, que hace que uno quiera inmediatamente ponerse a traducir lo que sea.
Por qué, Maestro, no fue a la fiesta posterior al recital de los Babasónicos, me dijo Gambetti, cambiando radicalmente la dirección de nuestro diálogo matutino por lo frondoso de la colectora que comunica con el Acceso Norte. Porque el recital había sido extraordinario, fáustico, perfecto en su inestabilidad, con un talento único para mantener en ebullición a una masa de gente de la más variada, con una precisión en las letras inusitada y una ejecución musical a la altura. E ir a la fiesta posterior, Gambetti, donde los músicos están sin la serotonina, transpirados y agobiados frente al vacío al que entran cuando bajan del escenario, cuando tienen que volver a recibir elogios y a su vida cotidiana, bueno, le expliqué a Gambetti que me miraba de reojo, es como ver primero el Let It Be bueno para después bajar a los camarines y ver el Let It Be malo.
Gambetti pareció encenderse y me dijo que viendo el Let It Be bueno se dio cuenta que Yoko Ono había sido una influencia genial para los Beatles, contra esa idea estúpida que se había enquistado en la retórica de la crítica de que era la culpable de la disolución de la banda. El documental se llama Get Back, me dijo Gambetti, porque el que tiene que volver es Harrison, que ya estaba en otro nivel artístico superior y no soportaba ser un beatle más debajo de Paul y John. Es verdad, Gambetti, concedí: los temas de Harrison son los mejores y ellos apenas le dan bola. Y ya en plan de agradarle a Gambetti, le dije que Yoko Ono es quien cataliza la desesperación beatle cuando George se va, y ella se pone a cantar un tema heavy metal con Paul y John para expiar la partida del guitarrista budista. Nos vemos en los clubes, la frase que les dice Harrison a los demás cuando deja la banda, me parece hermosa, Gambetti, y la voy a utilizar a cada rato y como dé lugar, porque esas frases hay que usarlas como un estilete. Hay frases, le dije a Gambetti, que son como pequeñas llaves, y así cada uno en su prisión piensa en su llave.
Hay frases (...) que son como pequeñas llaves, y así cada uno en su prisión piensa en su llave.
Al final, le dije a Gambetti, la japonesa buena era Yoko Ono y la japonesa mala era María Kodama, quien en un gesto absolutamente antiborgeano le hizo un juicio a Pablo Katchadjian embargándole la poca plata que tenía para darle de comer a sus hijos, sólo porque había osado engordar al aleph de su marido. Qué obra maestra ese cuento de Borges, Gambetti, ese adjetivo que pone al comienzo del relato: la “candente” mañana en que Beatriz Viterbo murió…¿no? Piense, Gambetti, que algo de lo que Borges nos dice en ese cuento es que a la iluminación nos puede llevar de la mano un tarado, como Carlos Argentino Daneri, y no un maestro como suele pensarse. Eso, le dije a Gambetti, me parece genial. Y también creo que si El Aleph engordado de Katchadjian tiene algún valor no es la pura operación gestual de sumarle cosas a la descripción del aleph, sino mostrar la maestría de Borges, que cuando tiene que describir el aleph elige pocas cosas y pocas frases. pero con una profundidad y verticalidad notable que te hacen creer que estás viendo, como puede hacerlo Dios, todas las imágenes del mundo al mismo tiempo. Un escritor con menos pericia, en vez de enflaquecer al aleph, lo hubiera engordado, le dije a Gambetti.
Escuché nuestro pasos por la grava, nos quedamos en silencio, los autos zumbaban apurando un día feriado, el enjambre de nuestros pensamientos entró en la tardecita y Gambetti sonrió.
FC