Guardianes silenciosos

La brigada naranja: los rescatistas anónimos que aparecen entre el gas y la represión de las protestas

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El llanto desmedido de un bebé. Yuliana Figueredo, de 37 años, lo escuchó ni bien llegó a la humilde casa de su vecino. Las calles angostas y de tierra del barrio San Jorge, en la localidad bonaerense de Campana, donde ella vive, impiden el ingreso de las ambulancias. Por eso, esa mañana del año 2022, la llamaron urgente. Yuliana había hecho un curso de primeros auxilios en el Cuerpo de Evacuación y Primeros Auxilios (CEPA), una ONG humanitaria y sin fines de lucro creada en 2002 y dedicada a la asistencia médica en contextos de emergencia. El bebé respira con dificultad esa mañana, algo impide la llegada de aire. Yuliana le aplica un procedimiento básico. Los padres no se animan a mirar. Escuchan el llanto y las inhalaciones agitadas de su hijo, como si estuviera aprendiendo a respirar de nuevo. Yuliana insiste. El aire en los pulmones prematuros se compacta, pero fluye de nuevo. Limpio y constante. La pareja la abraza. Yuliana no lo sabe aún, pero no será la última vez que un padre o una madre le agradezca. Dos años después, una tarde de septiembre del 2024, en medio de la represión de la policía a los jubilados en el Congreso, asistirá a Fabrizia, una menor de 10 años gaseada intencionalmente por un efectivo. Tampoco sabe que el Gobierno, tras esa manifestación, le echara la culpa del incidente a ella y sus compañeros del CEPA.

José Parizzia, de 50 años, está a seis meses de retirarse como miembro del Ejército argentino, tras 34 de servicio. Se especializa en reparar tanques de guerra. La soledad de un taller con esas moles de acero lo llevó a pensar en qué hacer luego del retiro. La vocación de servicio por el otro. Ayudar en medio de la tempestad, aunque no haya una guerra. Eso le genera adrenalina a José. Por eso, desde hace dos años, integra el CEPA como rescatista voluntario. En la última marcha del miércoles en el Congreso, contra el veto de Javier Milei a la ley de financiamiento de las universidades públicas que finalmente fue convalidado por la Cámara de Diputados, y luego de que un policía infiltrado arrojara un chorro de gas a los ojos contra un grupo de manifestantes, José mantendrá una sonrisa calma. Al menos siete heridos se retorcerán de dolor en el piso alrededor suyo, mientras prepara pausadamente una botella con leche que servirá de alivio para ese ardor terrible. Adrenalina.

Miguel Irrutegui, técnico en emergencias médicas, forma parte del CEPA como rescatista desde hace más de 20 años. Participó en las grandes tragedias de los últimos años en la ciudad. La voladura de la AMIA. El incendio de Cromagnon. El choque del ferrocarril de la línea Sarmiento en la Estación de Once. Su experiencia lo llevó a dirigir al grupo de rescatistas durante los operativos. El último miércoles, tras asistir a un jubilado que se había descompuesto en la marcha en el Congreso, se emocionará por su equipo. “Es muy gratificante ver cómo trabajan”, dijo Miguel. “Uno está hace mucho en esto y ver que se suman cada vez más jóvenes, nos llena de orgullo”, apuntó el rescatista. Esa tarde, luego de ordenar que lleven a los heridos por los gases al Instituto Patria en la calle Rodríguez Peña, lugar que el CEPA suele utilizar como apoyo para resguardar a las víctimas, Miguel le explicará a Oscar Parrili, senador nacional y vicepresidente del organismo, el efecto nocivo de estos gases en los ojos.

Luisina Troncoso, de 43 años, también es técnica en emergencia médicas, pero se sumó al CEPA cuando vio por la televisión las imágenes de los jubilados reprimidos, luego de que “87 héroes” en el Congreso vetaran un pequeño aumento en su sueldo. El miércoles fue su tercer operativo. “Me genera mucha impotencia todo lo que pasa. Tengo a mis papás jubilados y sé por lo que pasan. Por eso me sumé”, cuenta Luisina, quien también es escritora. Cecilia Chirico, empleada en una empresa privada de provincia, llegó por lo mismo. “Poder dar una mano en este contexto es importante”, señala Cecilia, en su primer operativo como rescatista. La historia de Miguel Palacios, 26 años y arbitro de fútbol, es similar. La posibilidad de ayudar al otro en un contexto represivo lo motivó a sumarse. Vive en Ciudadela y el miércoles fue su segundo operativo en el Congreso. “Esto es una vocación”, dice Miguel. “Pero hay que estar atento y manejar bien la situación porque todo puede desmadrarse”, se sincera.

Me genera mucha impotencia todo lo que pasa. Tengo a mis papás jubilados y sé por lo que pasan. Por eso me sumé

Un ardor terrible

Son las tres de la tarde del último miércoles y Miguel Irrutegui reúne al equipo del CEPA en avenida Callao y Bartolomé Mitre. Son 10 rescatistas, vestidos de naranja y con cascos blancos. Cada uno lleva un cinturón con elementos básicos de asistencia médica. Fueron convocados por la marcha de los jubilados, una protesta habitual desde que el gobierno vetó un aumento en sus haberes. El Congreso está rodeado de vallas que empujan a los manifestantes hasta las inmediaciones de la plaza. El CEPA empieza su recorrido. Los jubilados se mezclan con los universitarios, en medio de la discusión en la Cámara de Diputados por el veto al financiamiento de estos últimos. No hay cordones policiales a la vista, apenas un puñado de efectivos del otro lado de las vallas. Miguel y el resto de los rescatistas deambulan entre la gente sin complicaciones. Hasta que Carlos Tabulosky, un jubilado de 74 años vestido con una remera del club Chacarita, se desvanece en la calle. El CEPA lo rodea. Dos de un lado. Dos del otro. Le miden la presión. Las pulsaciones. Es la cuarta marcha a la que asiste Carlos. Siempre con la remera de Chacarita. “Vengo por todos los jubilados que la están pasando como el orto”, dice Carlos desde el suelo. “Hoy veo a muchos jóvenes universitarios y ellos van a ganar esta lucha”, repite Carlos, ahora acostado desde una camilla que los rescatistas plegaron.

Lo apartan del tumulto y deciden llamar al SAME. Mientras esperan en la esquina de Bartolomé Mitre y Callao, la diputada nacional por el Frente de Izquierda Myriam Bregman se acerca. “El compañero viene a todas las marchas siempre con su camiseta de Chacarita”, indica la diputada, reconociendo la persistencia en su lucha contra las injusticias. “La labor que hace el CEPA, junto a todas las postas de salud de las marchas, es crucial con este gobierno represor”, apunta Bregman. Carlos se recupera y prefiere irse a la casa por su cuenta. “Les agradezco de corazón todo lo que hacen por nosotros”, se despida el jubilado, que asegura que el próximo miércoles está de vuelta. Los rescatistas lo saludan. Los manifestantes empiezan desconcentrar. El CEPA descansa en fila desde la esquina. Las calles lucen tranquilas. La paz que antecede al desastre.

Una turba de manifestantes empieza a perseguir al influencer libertario, Fran Fijap, que se esconde dentro de un local de empanadas. Todo sucederá rápido. Los empleados del local aún no lo saben, pero el presidente Javier Milei las visitará al otro día. Ahora mismo, un grupo intenta sacar al militante libertario a los golpes. Las persianas del local se bajan. El CEPA se mantiene inmóvil, justo en frente. “Somos neutrales, no podemos intervenir ahí”, explica Miguel. Hasta que alguien alerta sobre un herido de gas. No hay presencia policial, pero llegan personas frotándose los ojos.

Matías Baglietto, fotógrafo que debía retratar a los rescatistas en acción para esta nota, se tira al suelo y pide ayuda. Son, al menos, seis gaseados. Un policía de civil que hacía trabajo de inteligencia en la marcha ─se sabrá después─, arrojó gas desde el local de empanadas. Los rescatistas se dividen la atención de los heridos. José, el mecánico de tanques, prepara una botella con leche. Miguel, el árbitro de fútbol, asiste a una manifestante que acaba de convulsionar. Yuliana, quien asistió a la nena de diez años reprimida, colabora con los botiquines de emergencia. La escena continuará en el Instituto Patria. 

“Nuestra misión siempre va a ser cuidar a los heridos y establecer lugares fuera de peligro”, explica Esteban Chalá, asistente humanitario y uno de los fundadores del CEPA. Ese día, al salir del Instituto y volver a la calle, algunos rescatistas serán filmados por la propia policía. “Alguna vez hubo un seguimiento específico contra nosotros, pero no le damos importancia. Nunca descuidamos nuestra tarea humanitaria con las personas que lo necesitan”, señala Esteban.  

La jornada del miércoles finalizó con 16 heridos, seis detenidos y una denuncia por parte de organizaciones de derechos humanos por tres policías infiltrados. “Una jornada tranquila para nosotros”, bromea Miguel, un día después.

Al caer la tarde, los rescatistas del CEPA se retiran en silencio, dejando atrás la batalla de ese miércoles, otra más. Las heridas sanarán pero las cicatrices de la injusticia quedarán marcadas en cada uno de los manifestantes que lucharon por su dignidad. Aún así, en cada mirada agradecida, en cada abrazo desesperado, los rescatistas encuentran la fuerza para seguir.

No llevan armas ni escudos, pero en cada vendaje, en cada inhalación recuperada, desafían al poder con su humanidad. Porque en medio del gas y el miedo, son ellos quienes recuerdan a todos que la verdadera lucha no es por las calles, sino por el derecho a vivir en un país justo.

FLD/JJD