Le llevó sólo cuatro meses a Sudáfrica llegar a la membresía plena en el grupo, en 2010. Su promotor había sido China. El kirchnerismo mostró su deseo hace casi una década, con una insinuación a Rusia durante un encuentro del fallecido canciller Héctor Timerman con Sergei Lavrov. En Moscú, el Gobierno ha vuelto a justificar el interés de la Argentina de incorporarse al grupo Brics -Brasil. Rusia, India, China y Sudáfrica- de economías emergentes. Alberto Fernández intentó persuadir a Putin de que le diera un espaldarazo, como él mismo admitió ante dos periodistas argentinos que lo consultaron tras el encuentro en el Kremlin. Pareció ir en busca de una retribución a sus desbordantes muestras de amor por el presidente ruso.
La iniciativa aparece, una vez más, en un contexto de debilidad de un país resignado desde hace décadas a la irrelevancia. En el primer intento, en 2014, la Argentina de Cristina Kirchner había iniciado una campaña desesperada de regreso a los mercados internacionales de crédito, que incluyó un acuerdo del entonces ministro Kicillof con el Club de París para el pago de la deuda con los países miembros, con intereses y punitorios -aún sigue pendiente- y una negociación urgente con los tenedores de deuda argentina en juicio en EE.UU., que se interrumpió abruptamente por decisión de la entonces presidenta. Macri pagó esa de deuda en 2016, a poco de asumir, también con intereses y punitorios. El objetivo Brics se inscribía entonces en ese propósito: obtener financiamiento.
La desesperación actual está bien fresca: la Argentina cerró un principio de acuerdo con el Fondo Monetario Internacional para la renegociación de la deuda por US$ 44.000 millones otorgada a la Argentina durante el gobierno de Macri en el límite de existencias en el Banco Central. Habiendo transcurrido dos años de negociaciones, el acuerdo tuvo que cerrarse precipitadamente, sin consenso interno y profundizó la crisis en el Frente de Todos. Entre dos condicionamientos, el del Fondo y el de los sectores radicalizados del Frente, el ministro Guzmán optó por el primero.
Fernández quiere traerse de regreso de su viaje a Oriente el ingreso a los BRICS. Los BRICS se reúnen con regularidad desde el 2009. Su influencia verdadera en la política internacional es relativizada con una buena cuota de razón, pero es indudable su impacto en la economía y el comercio global. Su locomotora es China, segunda economía del planeta.
Un eventual ingreso a ese bloque podría significar para el kirchnerismo lo que fue para Menem la llegada al G-20. Menem no capitalizó en su momento ese acceso, por entonces limitado a nivel de ministros de Economía y Finanzas. Una década más tarde el G-20 terminaría siendo casi un consejo de cooperación económica internacional, escenario de frecuentes encuentros de los jefes de Estado de las principales economías del mundo. Macri consiguió traerlo a la Argentina cuando su gobierno ya estaba en un plano inclinado.
Ampliar los escenarios de participación internacional siempre es positivo. Pero la política exterior suele dar lugar a ensoñaciones y pérdidas de escala en Olivos, quien sea que habite allí. En el Gobierno hoy sostienen que la gestión en los BRICS potencia las relaciones sur-sur que siempre seducen a la izquierda peronista -y también a la derecha- y abre posibilidades de financiamiento para la Argentina. Igual que una década atrás.
“Argentina necesita de otras fuentes de financiamiento, por eso Rusia, por eso BRICS, por eso Ruta de la Seda”, según una fuente que participa de la gira del Presidente. Un párrafo del comunicado del FMI que siguió al anuncio del acuerdo parece propiciatorio de esta búsqueda: “Hemos acordado que el apoyo financiero adicional de los socios internacionales de Argentina ayudaría a reforzar la resiliencia externa del país y sus esfuerzos para asegurar un crecimiento más inclusivo y sostenible”. La expectativa de que la Argentina disponga de los Derechos Especiales de Giro distribuidos por el Fondo en poder de Rusia alimenta esa idea. El ministro Martín Guzmán permaneció en Moscú el viernes, cuando el avión del Presidente ya había llegado a Beijing: se sabrá en breve si fue definitivamente descartada.
Todo indica que el exabrupto de Fernández frente a Putin fue a conciencia. Quien escuchaba podría haber creído que el Presidente había sido sorprendido en un intercambio privado a micrófono abierto. Pero Fernández hizo luego de ello un concepto de su política exterior: la Argentina quiere romper su dependencia de los Estados Unidos y abrirle a Rusia las puertas de América latina, como le ofrendó al autócrata ruso en el Kremlin.
En la comitiva oficial justifican el exceso y consideran las críticas infundadas. “¿Críticas? ¿Qué críticas?”, aventuró una de las fuentes contactadas desde Buenos Aires. Otro funcionario de la delegación buscó argumentar: “Todos sabemos que Alberto no esconde las cartas y es frontal. Desde que asumió, planteó un relacionamiento desde el multilateralismo. La dependencia a la que nos somete el sobreendeudamiento de Macri va a contramano del proyecto de desarrollo que queremos desplegar”.
Fernández es, en efecto, proclive a las hipérboles. “Me hizo mucho bien su triunfo en los Estados Unidos. Al mundo le ha hecho mucho bien”, le regaló al presidente Joseph Biden en su encuentro de salón en Roma meses atrás, en la cumbre del G20. Washington acaso contemple esta inclinación a la hora de evaluar el episodio de Moscú: las crónicas de los corresponsales argentinos allí hablan de cierta sensibilidad acerca de las acechanzas que enfrenta Fernández en su propia coalición. Pero la generosidad del Presidente con Putin tiene un marco que excede la comprensión: la guerra de nervios que libra Rusia con los Estados Unidos sobre la cuestión ucraniana.
La Argentina se muestra ajena a ese conflicto lejano. El Presidente se refugió en el principio de no intervención, un recurso al que el Gobierno recurre cada vez más a menudo cuando se trata de autocracias. Hubo sin embargo un antecedente que se remonta a la anexión de Crimea por parte de Rusia, en 2014. Entonces, la presidenta Fernández de Kirchner desconoció en la ONU uno de los principios históricos de la diplomacia argentina -el del respeto a la integridad territorial, que sostiene el reclamo histórico por Malvinas- cuando ordenó en la Asamblea General la abstención frente a la consulta convocada por Moscú para justificar la anexión de la península, base de la flota rusa en el Mar Negro desde los tiempos de la URSS. Argentina había acompañado días antes el voto mayoritario en el Consejo de Seguridad que, por iniciativa de EE.UU., consideró inválido ese referéndum. Se supo que medió un llamado de Putin a Cristina Kirchner entre una decisión y otra.
La cuestión ucraniana parece haber ingresado en un período de desescalada con la intervención de Alemania y Francia, como cabeza de la UE, preocupadas por el impacto de una crisis en la provisión de gas ruso a Europa -y no solo por eso, en rigor. Putin ha hablado con Macron y tiene previsto ver al canciller Schulz después de su reciente encuentro en Beijing con Xi Jinping, una alianza cada vez más estrecha que Washington torpemente no ha dejado de fogonear.
Con Fernández invitado a la apertura de los Juegos Olímpicos de invierno, a horas de su encuentro con Xi para adherir a la iniciativa china de la Ruta de la Seda (¿y a la expectativa de una activación del swap de yuanes en el Banco Central?), las voces que se escuchan en el Gobierno se muestran confiadas en este escenario. Veremos esta noche qué depara la reunión con el presidente chino. La visita urgente y fuera de agenda del jefe de Gabinete Juan Manzur al palacio Bosch, residencia del embajador Marc Stanley, denota sin embargo que las expresiones de Fernández pueden haber sido una costosa imprudencia. La dependencia argentina de Estados Unidos y del Fondo Monetario son hoy incuestionables. Pero la negociación aún en curso por la cuestión de la deuda acaso no configure el marco más oportuno para denunciarlas. Como sostiene un viejo dicho británico, cargado de flema inglesa: “Lo único peor a ser explotado es no ser explotado”.
WC