Argentina, 40 años de democracia La economía

Dólar, institución de la democracia

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El realismo sociológico parado en la primera fila de la conversación pública postula: “Sin dinero no hay política ni mucho menos democracia”. Pero el dinero existe en la vida política de muchas formas y produciendo muchas consecuencias. No siempre es igual a sí mismo. ¿Cómo los significados y usos del dinero han formateado la política democrática realmente existente?, se preguntan mis investigaciones desde hace tiempo y algunas de sus respuestas se tiñen de color verde. Si, como afirma Max Weber, la democratización de una sociedad depende de su organización monetaria, en las últimas cuatro décadas este proceso estuvo indisolublemente atado a la popularización del dólar sobre la cual se erigió el mercado cambiario como institución informal pero fundante de la democracia argentina

Jefe de campaña 

El Plan Primavera fue el último intento sistemático del gobierno de Alfonsín por controlar la inflación. Los sucesivos fracasos que siguieron al Plan Austral imponían concertar una nueva estrategia para estabilizar la economía. En septiembre de 1988 fue anunciada una batería de medidas. A fines de 1988, ya asomaban claras evidencias de que el Plan Primavera no había cumplido su cometido. El atraso cambiario rondaba el 20% o 25% según algunos observadores. 

A fines de enero ni las altas tasas ni la venta de dólares por el Banco Central (500 millones la primera semana de febrero de 1988 y 1800 millones desde principios de agosto) lograron contener el precio de la moneda estadounidense. En la prensa, en las “mesas de dinero” y entre los directivos de los bancos una palabra empezaba a resonar: corrida

El 6 de febrero se declaró de manera imprevista un feriado cambiario y bancario. 

Un presidente debilitado, a la cabeza de un Estado endeudado, sin apoyo financiero externo y frente a un peronismo esperando volver al poder que se les había escapado en 1983 solo pudo tomar medidas sin efecto: hacer rotar a sus ministros de Economía y entregar la banda presidencial antes del fin de su mandato. La divisa norteamericana actuó como protagonista en la campaña presidencial de Menem. 

El domingo 14 de mayo de 1989 el candidato opositor ganó las elecciones. El viernes 19 de mayo el dólar llegó a 210 australes. En poco más de cuatro meses había aumentado casi un 1000% y la corrida estaba lejos de detenerse. Entre febrero y agosto el aumento acumuló un 3600 por ciento. 

Tras esa experiencia de crisis monetaria terminal, que tuvo en la profundización del bimonetarismo una de sus principales expresiones, no llama la atención que el régimen de convertibilidad (1991-2001) haya sido planteado como un intento de legalización de prácticas que ya estaban extendidas, es decir, calcular, pagar, ahorrar e invertir en dólares. Los diez años de estabilidad cambiaria fueron también de cierto disciplinamiento económico, de la mano de una profunda transformación del sistema financiero, que se concentró y abrió al capital extranjero al tiempo que creció la dolarización de los depósitos y los créditos bancarios. 

El enorme costo social, económico y político del del 1 a 1 no tardó en salir a la luz. Tras unos primeros años de buenos resultados, crecimiento económico y prosperidad relativa, la economía comenzó a estancarse. La alarma de un desempleo que aumentaba se hizo escuchar con estridencia. 

La reelección de Menem en 1995 encerró uno de los enigmas mayores de la Argentina democrática: ¿Cómo un gobierno cuyas políticas destruyeron el empleo y llevaron la desocupación por primera vez a dos dígitos obtuvo un sólido mandato en las urnas? “A Menem lo votó el partido de los endeudados en dólares”, afirmaba el humor gráfico de la época. Para explicar la rotunda victoria del riojano, los analistas apelaron a un concepto nuevo: el voto cuota. Convertibilidad o muerte. Una salida de la paridad peso-dólar -que muchos creían que sólo la continuidad de Menem era capaz de garantizar- arrastraría consigo a millones de consumidores, que perderían viviendas y bienes de confort al faltarles los pesos para pagar una deuda que venían saldando en cuotas dolarizadas (en dólares convertibles). 

El enigma de la democracia de los 90 tenía su respuesta en cada extracto bancario, que hacía evidente su saldo con cifras de color verde: cuota al día o deuda.

Con el avance de la década del 90, el endeudamiento del Estado y de las familias - ingresos en pesos pero deudas en dólares- aumentó peligrosamente. El fin de la convertibilidad tuvo como protagonista a las deudas en default, las de “arriba” (el Estado y las empresas) y las de “abajo” (las personas). En diciembre del 2001, el Estado declaraba la cesación del pago de su deuda soberana, que llegaba a 144 mil millones de dólares (50% del PBI de entonces), mientras los deudores dolarizados ganaban las calles y se multiplicaban las demandas judiciales por deudas, una vez caída la paridad cambiaria, se habían vuelto impagables.

La crisis del 2001 legó a parte de la sociedad un convicción muy fuerte: el acceso al dólar funda un derecho. No hay en la historia previa nada que se asemeje a esta idea. Al implosionar la convertibilidad, un sector de la sociedad argentina rearmó a su manera la promesa de equivalencia entre el peso y el dólar que el Estado empezó a incumplir a partir de la crisis del 2001: donde antes hubo una ley, ahora nacía un derecho a reclamar. 

Este reclamó no logró torcer los expedientes que se amontonaban en sede judicial y que durmieron acurrucados durante los primeros años del kirchnerismo, caracterizados por el alto crecimiento, la inflación y los superávits gemelos. Pero su historia oprimió la memoria de quienes se movilizaron contra la reinstalación de los controles cambiarios (“el cepo”) entre 2011 y 2015, cuando el gobierno de Cristina Kirchner limitó la venta de dólares. Este reclamo implicó un giro que lo alejó del emprendido sobre las ruinas de la convertibilidad. El reclamo hacia el Estado no se basaba ya en una promesa incumplida sino en una idea más positiva. Si en el 2001 el derecho a acceder a los dólares tuvo su origen en una desilusión, una “estafa” producida por el Estado, a partir de 2011 la demanda por la compra de la divisa norteamericana se apoyó en el valor de la libertad de mercado. El reclamo no apuntaba a un Estado que no había cumplido una propia promesa sino contra un gobierno que avasallaba las libertades. 

De este modo, la sociedad, que había salido del 2001 reclamando más Estado, diez años después comenzaba a mostrar indicios de un anti-estatismo beligerante. El mercado cambiario, escena primordial de la vida política argentina, fue el terreno en el que se expresó este cambio. En cierta forma, una parte de la sociedad fue libertaria antes de que lleguen los libertarios de Milei, y fue apañada por una oferta electoral de derecha que, en este punto, no mostraba divergencias.

En efecto, Macri cumplió la promesa con su electorado de levantar el cepo. Si en otros aspectos de la gestión se movió lentamente, en este actuó sin gradualismos. A una semana de asumir, el gobierno liberó el mercado de cambios y la cuenta capital. Fue también, claro, el principio del fin del plan económico, que llegó en el verano de 2018, cuando el financiamiento externo se interrumpió y se allano el camino para volver a endeudarse con el FMI . El compromiso con su base electoral llevó al gobierno de Cambiemos a liberar el mercado cambiario y preferir tomar la deuda soberana más grande en la historia argentina antes de traicionar a quienes los habían votado y consideraban el cepo un símbolo de los tiempos del populismo kirchnerista. Todavía faltaba quemar el préstamo más grande en la historia del FMI antes de –ya en spetiembre de 2019, en los caóticos meses finales de su gobierno-–dar marcha atrás con esa promesa y reinstaurar los controles cambiarios.

Dolar contra la casta

¿Quién votó a Milei? ¿Qué incidencia tivo en su victoria su propuesta de dolarizar la economía? Gran parte de su electorado no puede calificarse simplemente de furibundo, pragmático o anti-poítico. Entre sus votantes están aquellos que quieren mejorar económicamente, que creen en el valor de su propio esfuerzo, exigen orden y mercado. Y lo hacen menos por estar de acuerdo con intelectuales y publicistas de derecha que por una larga experiencia social en la que esas ideas –de derecha– parecen volverse preferibles.

Las demandas neoliberales que tras la crisis de 2001 se habían quedado casi sin audiencia volvieron con fuerza: la dolarización llega acompañada de la demanda de privatización de la educación, el sistema científico y la salud,en un marco en el que se celebra la iniciativa individual y se denuncian la crisis de los servicios públicos. El estado de ánimo de la sociedad respecto a la actuación del Estado, que ya había comenzado a cuestionarse antes de la pandemia, resulta muy favorable a los privatizadores libertarios. “Si no me vas a ayudar, al menos no me molestes”, tal el testimonio que recogió Pablo Seman en sus investigaciones. Las promesas de dolarización expresan estos sentimientos.

La convertibilidad implicó la construcción de una nueva moneda convertible que asegurase el retorno del orden social perdido con la hiper de 1989 y sus secuelas. La convertibilidad era también el sacrificio, como apuntó Alexandre Roig, de la moneda nacional. Sacrificar la moneda nacional para salvar a la patria: la formula del uno a uno. Un sacrificio que no dejaba afuera al peronismo ni al radicalismo. Eran los tempranos 90, la denuncia moral contra la política estaba en pañales y todavía el poder podía organizarse a través de pactos y acuerdos entre las grandes figuras de los partidos nacionales.  

El dólar mileista fue un pack político y económico. Castigaba a la “casta política” al mismo tiempo que permitía hablar de la mayor preocupación de la sociedad (la inflación). Los estudios cualitativos mostraban la afinidad entre la opción electoral, la preferencia por la moneda norteamericana y la experiencia de sacrificio cotidiano. Los estudios cuantitativos reflejaban un 30% de preferencia por la dolarización en la población general y 80%/90% entre los electores de Milei. Al mismo tiempo que la propuesta del cambio de régimen monetaria le daba identidad al pueblo mileista ocupaba la escena de la conversación pública. La iniciativa se “llevaba la marca” y giraba sobre ella las respuestas que economistas y políticos daban sobre cómo estabilizar los precios de la economía. No hubo economista que no fuera consultado sobre la viabilidad de la dolarización. No hubo economista (sacando a un circulo muy muy reducido cercano a Javier Milei y al propio candidato) que no rechazará la propuesta. 

Las monedas nunca son iguales a si mismas. El peso, la moneda que surgió con la convertibilidad, es distinto al austral alfonsinista. Pero ni el peso ni el dólar de hoy tienen los mismos significados de ayer. La dolarización mileista es tan inviable técnicamente como poderosa socialmente. Como señalamos, los economistas explican por qué dolarizar llevaría a la ruina económica a una enorme mayoría social, incluyendo a muchos de los votantes de Milei. Pero en sus cálculos sobre bases monetarias y devaluaciones comunican una aritmética que pareciera no sumar ni restar la economía moral del sacrificio que alimenta la rebeldía contra la política. El dólar invocado por Milei para reemplazar al peso es una moneda desprovista de la arbitrariedad del Estado argentino (y, fundamentalmente, de la élite política que lo controla), un Estado al que se percibe como culpable de desorganizar y empeorar la vida cotidiana de la gente por su incapacidad para darle estabilidad al peso y alimentar el poder de la “casta” sobre la sociedad. 

La ley de hierro de la democracia argentina

Las diferentes velocidades de la expansión, generalización e intensidad de la moneda norteamericana en nuestro país ayudan a mostrar la “relativa” autonomía entre el dólar como moneda inserta en repertorios financieros y múltiples mercados y el dólar como moneda de interpretación y acción política. Esta dualidad del rol del dólar en nuestra sociedad queda opacada si usamos el termino bimonetarismo, ya que éste recupera solamente las funciones tradicionales de las monedas. Esta dualidad estalla recurrentemente en la cara de quienes asumen las gestiones económicas de los diferentes gobiernos. 

Éstos deben responder a la pregunta que aguijona desde las entrañas del mercado cambiario “¿Cómo un mercado tan ”chico“, donde participa poca gente, genera problemas tan ”grandes“? La respuesta es clara: la popularización del dólar en la argentina implicó que las interpretaciones sobre los vaivenes del mercado cambiario sean no solo familiares para gran parte de la sociedad, sino que además sean instrumentos poderosos de evaluación y acción frente a coyunturas políticas y económicas.

Después de un largo proceso de sedimentación, la moneda norteamericana ha pasado a formar parte de los modos locales de hacer, pensar y tratar la economía. Podemos agregar que esta sedimentación ha sido también política. El dólar es un dispositivo de interpretación para evaluar una realidad en continuo movimiento y, por momentos, profundamente inestable. Difícilmente podrían los ciudadanos dejar de lado o renunciar a este recurso al dólar sin que ello no significara también correr el riesgo de perder o de ver disminuida esa capacidad aprendida de interpretación y acción política.

El politólogo argentino Guillermo O’Donnell apelaba a considerar a “otras instituciones”, más allá de las formales, para comprender el funcionamiento de la democracia. El mercado cambiario moldeó expectativas y sanciones entre y hacia los actores políticos democráticos durante estas cuatro décadas. Fue un largo proceso que se estabilizó como una forma regular, legítima y dada por descontada desde 1983. Por lo tanto, podemos hablar del mercado cambiario como una institución que contribuyó a dar forma a los comportamientos democráticos gracias a una cultura monetaria organizada en torno del dólar. Durante estas cuatro décadas, los actores políticos (oficialistas y opositores) midieron sus chances de éxito o fracaso a través del escurridizo valor de la moneda norteamericana. En diferentes coyunturas, cuanto más aumentaba el dólar y se mostraba fuera del control de las autoridades, más se alejaba para el gobierno la posibilidad de un triunfo electoral. Mientras tanto, los ciudadanos de a pie no pudieron dejar de prestar atención a las oscilaciones del billete verde. En ellas leyeron el rumbo de la economía, y también las alternativas de la política. Ignorar esa cifra que los medios de comunicación informaron a diario equivalía a quedar excluidos de la vida política. Unos y otros estuvieron condicionados por el mercado cambiario en su participación en el juego democrático durante cuatro décadas.  

La moneda de la democracia

La sociedad argentina se encuentra desde hace décadas en un estrecho desfiladero donde el déficit estructural de su economía para generar los dólares que necesita para su desarrollo y el aumento de la inflación son pinzas que recortan el margen de maniobra de la política económica. Cada ciclo político democrático se enfrenta también con otra evidencia tan persistente como cualquier dato macroeconómico.

El mercado de divisas ha condicionado la acción de políticos profesionales y la participación democrática de los ciudadanos durante los últimos cuarenta años. En esta historia de cuatro décadas esta institución económica ha condicionado el horizonte de demandas y las expectativas democráticas. Por lo tanto, el bimonetarismo no afecta solo la coordinación, eficiencia o el crecimiento económico sino la calidad de la democracia. Mientras otros Estados latinoamericanos fallan al no poder controlar el territorio en todo su alcance y sucumben al narcotráfico o a poderes fácticos emergentes, el Estado argentino ha fracasado centralmente en la posibilidad de ofrecer una moneda que permita reforzar la democracia. 

Sobre esta deuda se apoya, en parte, el nuevo ciclo político que se abre con la presidencia de Milei. La democracia argentina nuevamente es un experimento monetario a cielo abierto de resultado incierto y riesgoso. 

AW/MG