Durante estos tiempos tan agitados de nuestra vida pública, derivados del proceso electoral en el que se define nada menos que un premio que es indivisible como la Presidencia de la Nación, a veces de manera muy clara y a veces no tanto, se utiliza mucho el recurso al “Estado de derecho” y al de la “gobernabilidad”. De ello, me voy a ocupar. Son conceptos que pueden ir juntos o ingresar en una contradicción muy costosa para la vida de todos los ciudadanos. Se trata de esas oraciones que parecen abstractas, pero que nos pueden cambiar la vida a todos.
En un texto exquisito, Guillermo O’Donnell señaló que “como ciudadanos/as y miembros de la nación/pueblo tenemos un derecho público irrenunciable al Estado…a uno que…se conviert[a] en un co-constructor…del bien común”. Esta afirmación lógicamente está anclada en una justificación teórica. Pero me interesa desarrollar brevemente esa premisa en relación con un concepto muy en boga en estos tiempos, que atraviesa a nuestras élites políticas. Por razones que no puedo señalar aquí, hay una cierta obsesión por conseguir “gobernabilidad”. Hay un consenso relativo en que “gobernabilidad” significa ocupar los roles de gobierno y tener la capacidad de diseñar y, sobre todo, implementar políticas públicas. El interrogante es quién y cómo lo hace.
El derecho público irrenunciable a un Estado es una de las cosas mágicas que tiene la vida en común, porque nacemos arropados y protegidos por derechos que nos obligan a ser protagonistas de la construcción de una vida organizada en base a esos propios derechos, ya que nuestras decisiones son fuente de leyes. Sin embargo, la forma en que se define a la “gobernabilidad” apunta a un pacto entre élites políticas, que no tiene en consideración la voluntad del verdadero soberano, el ciudadano.
No se trata de conceptos contradictorios. Son compatibles con la condición de que la relación entre gobernantes y gobernados sea firme, porque los acuerdos entre las élites serían el resultado de discusiones plurales derivadas de la arena institucional. Esto es, el resultado de la apuesta democrática. Pero la realidad es diferente. En nuestro caso esa relación entre los gobernantes y los gobernados esta dañada. Las élites políticas tienen de hecho una autonomía relativa con respecto a los ciudadanos y, por lo tanto, su dinámica no tiene mayormente en cuenta a la ciudadanía que, además, también se mueve con cierta indiferencia con respecto a la vida pública. Eso se vio con claridad en los procesos electorales de este año.
No puedo detenerme en ese hiato, pero lo que hay que retener es que de la tensión deriva un riesgo. ¿En una república democrática, puede haber gobernabilidad a expensas de un Estado de derecho? El Estado de derecho es el gobierno de la ley y no el de la voluntad de los hombres. Si ello fuese así, las leyes que organizan la vida se verían reemplazadas por otro tipo de acuerdos. En consecuencia, nuestro derecho público a un Estado quedaría, como hipótesis de mínima, suspendido. Dejaríamos de tener la chance de participar de la construcción del bien común.
Se trata de un fenómeno extraño. Uno de los rasgos que distingue al Estado es el monopolio legítimo de la fuerza, es decir, la capacidad de emitir decisiones autoritativas y que se cumplan. En el supuesto de la “gobernabilidad” autónoma de las élites, las decisiones podrían tomarlas grupos sociales por intereses alejados del bien común. Podrían colonizar las instituciones. Por ejemplo, tener a su servicio a las fuerzas de seguridad, a los tribunales, a los ministerios y la burocracia en general responderían a intereses que no son los de la nación/pueblo.
Esta es la tensión. No se bien como se resuelve. Pero es evidente que la democracia nos proporciona un insumo importantísimo. Me refiero al sistema legal. Todo el andamiaje institucional esta sostenido en una infraestructura legal. En lo que aquí interesa, las leyes organizan el funcionamiento del Estado y, esto es decisivo, nos reconocen a los ciudadanos como sujetos de derecho. Esto es, nos asignan voz y voto. Nos permiten participar. Nos permiten aprobar y desaprobar. Nos permiten hablar entre nosotros, reunirnos, organizarnos, interpelar a las élites y, de acuerdo con los procedimientos legales, nos permiten sentarnos a las mesas de discusiones. Nos permiten exigir rendiciones de cuenta a los funcionaros y a los propios ciudadanos.
Es cierto que, sobre todo en materia de igualdad, las leyes no tienen capacidad de cambiar la realidad. No obstante, nos abren un abanico de posibilidades para cambiar lo que nos plazca, siempre que cumplamos con la propia ley. De hecho, las recientes PASO del 13 de agosto exhibieron la autonomía de los ciudadanos que fueron a votar, cuyas consecuencias fueron analizadas por expertos en este medio. Lo interesante es que todas esas acciones fueron un resultado de un procedimiento legal.
A lo mejor el rol que le asigno al sistema legal suena a quimera en nuestro país. Somos testigos que, salvo la ley de gravedad, el resto de las normas se cumplen solo si nos favorecen. De lo contrario se eluden, tuercen o se incumplen. Pero es evidente que nuestro derecho público a un Estado para participar de la construcción del bien común depende, entre otras cosas del cumplimiento de la ley. Hoy, la ley pasa de mano en mano. Es un deber de los ciudadanos corregir eso, ya que la ley tiene un componente moral muy importante. Insisto. Nos reconoce como agentes que podemos organizar la sociedad. Es maravilloso.
La “gobernabilidad” definida por élites nos aleja de todo ello. Eventualmente, viviríamos bajo un régimen en condición de sujetos pasivos cuya libertad se limitaría a cumplir las directivas de los grupos que ocasionalmente ocupen los roles de gobierno. Por esa razón, O’Donnell advirtió sobre los riesgos derivados de la pobreza legal. La pobreza legal, tiene múltiples causas. Me interesa señalar dos. La primera es que se trata de una fuente muy poderosa para la construcción de “gobernabilidad” a expensas de los ciudadanos. La segunda, es que se alimenta de nuestra indiferencia hacia el sistema legal. El sistema legal es la base del régimen democrático. Sostenerlo, cumplirlo, engordarlo, luchar por su significado y exigir que quienes lo violen rindan cuentas, es una tarea irrenunciable de los ciudadanos. Tan irrenunciable como el derecho a la construcción de un Estado capaz de garantizar el bien común.
FD/MG