¿La matanza de quién, de quiénes? Los nombres de los barrios, de las calles y de las ciudades desaparecen en el tracto diario de la pronunciación hasta que, un día, en un hiato de literalidad consciente, te das cuenta lo que estás nombrando: estás nombrando la aniquilación de algún gentío en algún punto preciso de la Historia cuando te subís al 96 en Liniers, sacás la SUBE y le decís al chofer:
-A La Matanza.
Este lugar donde, 50 minutos después, me deja el colectivo se llama así porque mataron ¿A quiénes, a cuántos? Son las 5 de la tarde del 24 de diciembre y acá quedé, parado frente al inquietante galpón de Skylab Disco, un leviatán de cien metros recostado sobre la avenida Brigadier General Juan Manuel de Rosas, el lugar que las hinchadas del ascenso ubican injuriosamente como “allá en los ranchos, cerca de la ruta 3”.
Hay pocas personas y hay pocos autos. El paisaje prevalece. La avenida conurbana es de ancho sobrante. Tiene fuga, cielo y lontananza. Fácilmente, te empequeñece.
Mientras espero, cuento: una estación de GNC, un depósito industrial, una pared crecida de afiches. Me acerco. Por acá pasó el Family Circus. Los restos arañados de su rústica pegatina, lo confirman. Lo busco. Estuvieron en el San Justo Shopping. Después siguieron para Burzaco y ahora el Family Circus se alista para una temporada en la costa. Irá con sus motociclistas del globo de la muerte, sus payasos y sus malabaristas, además de Los Minios y Peppa Pig. Levantará su carpa en San Martín y Salta, a 100 metros de la estación de bomberos, corazón de Mar de Ajó.
Llevo puesta una camiseta de la Selección Argentina que no me saqué desde los festejos en el Obelisco. Se la pagué cuatro mil pesos a un mantero de Corrientes y Callao. Barrani absoluto, en el fraseo de resistencia al Estado recaudador con el que Carlos Maslatón viene rompiendo célebremente las pelotas. Es decir, es trucha de un modo flagrante, descarado, pero, pará, ya tiene las tres estrellas. Las tres.
Me llama Meme desde una esquina. Le dije cómo iba a estar vestido y me reconoce. Meme es Cecilia Pisasale, 36 años, los últimos 25 vividos en Puerta de Hierro, olvidado confín de Isidro Casanova en el límite crocante con Ciudad Evita. Me subo a uno de esos autos que se resisten a dejar de andar. Auto de pobre. Pobre de villa. No como yo que soy pobre de clase media. Ya llegará el momento en esta Navidad donde nos juguemos un truco con nuestras pobrezas mutuas, y cada uno cantará la suya.
Me pareció razonable interesarme por el peronismo matancero en un momento en que el peronismo matancero se está regalando balas en las esquinas. En la noche del jueves 24 de noviembre, hace exactamente un mes, militantes del Movimiento Evita que lidera Emilio Pérsico salieron a pintar las paredes en favor de la Colo Cubría, diputada provincial, esposa de Pérsico y aspirante a la intendencia del distrito que hoy ocupa Fernando Espinoza. Traducido: una jefa nueva le quiere comer La Matanza al jefe actual. Bueno, que al final hubo cuete.
Cito la nota de Mauricio Caminos en elDiarioAR:“Según la denuncia policial, la patota era de unas treinta personas. Estaban encapuchados. Les advirtieron a los militantes del Evita que la pared era de ‘el Loco Play’, el jefe de la barrabrava de Almirante Brown y líder de “Los Búhos”, la firma de muchas de las pintadas que se ven en este distrito junto al nombre de Espinoza. Los obligaron a arrodillarse en estas veredas que mezclan tierra con cemento. Les hicieron un simulacro de fusilamiento. Dispararon al menos ocho veces al aire y los golpearon con caños de gas”.
La policía ya se había llevado las vainas servidas cuando los sectores en pugna anunciaron una misa por la paz. Nadie volvió a soltar pólvora, hasta ahora, pero la pava quedó silbando. Cristina Kirchner recibió a Pérsico, Pérsico se acercó a Máximo y así. Nota: tendría un hijo solo para que me lo bautice el que le puso Loco Play a un barra de la B Nacional.
El peronismo, sea gobierno u oposición, organiza el centro nervioso del sistema político argentino. Y La Matanza, que es gobernada por él desde 1983, organiza el centro nervioso del peronismo. Así que acá estamos. Jingle bells. Diez minutos después, llegamos a la casa de Meme, frente a las vías del Belgrano Sur. Hay 600 familias en la villa Puerta de Hierro. Voy a pasar Navidad con una de ellas.
Antes no estaba cercado, faltaba la murallita en bloque, hecha de concreto y reja, que ahora separa las vías de las casas. Fueron muchos años del tren llevándose a los pibes puestos, y de Meme levantando partes de chicos, personas en cuotas. En esta comisura del conurbano, la intemperie social ha sido cantidad.
Y no es que haya dejado de serlo, pero algo que podríamos llamar urbanización, esa viñeta del progreso, ha llegado al barrio y desde hace tres años el Belgrano Sur pasa al otro lado de las vallas sin ser la amenaza que era. Te silba en el oído el filo de una katana cuando la escuchás a Meme decir:
-El tren no da revancha.
También llegó el agua potable. Hace quince días, exactamente. Quince. Es la primera Navidad, en 25 Navidades, que en esta casa se lavarán los platos con agua de red.
Esta casa: un ancho corredor escombrado se abre paso en el ruido visual del chaperío. Hay una junta de trastos en apilamiento circunstancial: varillas de hierro estiradas en un borde, la boca del caño que traía agua de la napa pero ya no, unos cajones de madera donde se cargó verdura. También es una forma de la escasez, la abundancia de cosas sin tirar.
El corredor te deja en un ambiente amplio con tres piezas a las cuales se entra corriendo unas telas. Señoreando el centro del hogar, junto a la mesa diaria, una tele de una cantidad incontable de pulgadas y un chico de nueve años jugando Fornite frente a ella. La Play, la tele, todo sacado en cuotas, muchas cuotas, infinidad de cuotas.
Hay un hormigueo de la víspera y, en el rato que llevamos, entran y salen personas. Andrés, el marido de Meme, 45 años, una vida de changa libre en el Mercado Central. Lleva una faja porque a esta altura esa espalda, tira. Meme no ha conocido otro hombre en su vida. Me dice que está con él desde que era chica. Chica ¿cuánto?, pregunto.
-Yo tenía Quince.
-¿Y él?
-Veinticuatro.
-Eras chica en serio.
-Bueno, ya trabajaba yo.
-¿Qué hacías?
-Pelaba huesos en un frigorífico de Mataderos.
-¿A los quince?
-A los quince.
Le pregunto a Meme qué dijeron sus padres de ese noviazgo. No había padres. Meme es hija de una mujer con retraso madurativo que la parió nueve meses después de, todos lo presumen, haber sido violada. Así que fue criada por su abuela.
Hay más gente dando vueltas. Luzmila, la hija de 18 años que juega de 9 en Almirante Brown. Luzmila ama el fútbol, piensa en fútbol, le quiere dedicar su vida al fútbol. Ahí está flameando con el vientito de la tarde, secándose, recién colgada, su camiseta de La Fragata.
Alma y Sharon, las gemelas, se van juntas a potrerear en la canchita. Llevan la bocha y sus palos de hockey: dos leonas millipillis en la base de la pirámide social. Todos son igual de hermanos, pero ellas lo son especialmente: compran la ropa por dos, se replican, se hacen las tareas, se ríen pensando en que van a cambiarse los novios. Tienen 12, recién, pero ya están tramadas así, en espejo.
El chico del Fortnite es Máximo. Y después están Karen y Alejandra, la mayor, que es hija de Andrés y una pareja anterior, pero a quien Meme le hizo de madre desde sus tres años. Alejandra vive en un terrenito propio a cincuenta metros de acá. Con Diego, vive, su marido, amigo de Andrés, también changa libre del Mercado Central. Changa libre quiere decir que cobra por bulto. Una bolsa de papas, un bulto. Un cajón de tomates, un bulto. Diego carga en los camiones que van al interior 700 bultos por día. A 50 pesos cada uno, son 35 mil pesos el jornal. Con eso paga tres personas, siete mil por cabeza. Menos los 700 diarios del alquiler de los carros, que pueden ser dos o tres, depende de la velocidad que necesite la estiba. Se pierden horas, por ejemplo, en tener que pararse de manos cuando otra tropilla le viene a comer la parada.
Le quedan 11, 12, lucas por día en la mano, a Diego, más o menos. Como Andrés, es tímido y silencioso hasta que se pica, más hacia la medianoche. La alcanza con poco. Unas cervecitas y ya abre el grifo de sus historias y sus combates. No toma vino porque entonces no se pica, se descontrola. En un rato los vamos a ir a visitar. A Diego y a Alejandra. El andar de un barrio como este, en un día como el de hoy, está hecho de visitarse, todo el tiempo, los unos con los otros.
Arrumbados, esperando su momento para encastrar con un pedacito del futuro, unos veintes tanques de agua duermen en el galpón que Meme tiene delante de su casa. De las 600 familias que hay en la villa, 300 ya tienen red. Meme, desde hace cuatro años, es un cuadro formal del Movimiento Evita. Ahora está trabajando en instalar los tanques que faltan.
-Podrías haber estado vos en esas pintadas, ¿no? El Loco Play. Los Búhos. Espinoza. Te podría haber tocado una de esas balas, pienso.
-Olvidate. Los chicos que sufrieron el apriete son compañeros nuestros, de Rafael Castillo, los conozco a todos. A nosotros nos pasó una vez. No hubo balas, pero tuvimos que aguantar.
-¿Cómo fue?
-Una vez salimos por San Justo. Éramos unos cuantos, así que nos dividimos en dos grupos para hacer más rápido. Había cuatro compañeras y un varón haciendo pegatina y cayó un grupo de hombres. “Acá llegó la contra”, les dijeron. Les patearon los baldes con los engrudos, les rompieron los afiches, las chicas se asustaron mucho. Ahí caímos nosotros. Cuando nos vieron, entraron a correr. A una cuadra tenían una chata esperándolos. Los corrimos, pero se nos fueron.
-¿Así es siempre el peronismo de La Matanza?
-Así es ahora.
-¿Qué piden ustedes?
-Que haya PASO. Si hay PASO las gana La Colo.
-¿Por qué?
-Porque estamos haciendo desde el Evita lo que tendría que estar haciendo el municipio. Y la gente eso lo ve.
¿Cuánto mide, en palabras, el ancho cordón conurbano? ¿Qué lenguaje habría que convocar para dejarlo cifrado? La desmesura, la escala, el desborde, el continente. En Los Otros - Una historia del conurbano bonaerense (Debate, 2011), Josefina Licitra tira el tramayo y algo se trae. La cito: “El conurbano técnicamente está cerca, eso es cierto. Pero basta con poner un pie ahí adentro para comprender que toda aproximación a un punto supone a la vez tomar distancia de otros puntos infinitos. Un mapa de la periferia alcanza para entender de qué hablo: San Vicente queda a casi cien kilómetros del Delta, Berisso queda a casi tres horas de tren de Marcos Paz, Lanús queda a un siglo de historia de Pilar, y en el medio de todo eso hay casi 12 millones de personas afincadas en treinta distritos”.
Un poquito estremecedor. Pero bueno, reduzcamos, vayamos al recorte de La Matanza, que mide 300 kilómetros cuadrados. La Ciudad Autónoma de Buenos Aires mide 200. Corta: La Matanza es una capital y media. Okay, más reducís más se agiganta. Estremecedor otra vez.
Se llama La Matanza porque aquí Pedro de Mendoza pasó una cantidad de indios a degüello, en 1536. No, se llama La Matanza porque Juan de Garay pasó una cantidad de indios a degüello, en 1580. No, tampoco. El nombre viene de la matanza de ganado alzado que pastaba en la zona. No, no era ganado, eran perros cimarrones. No, es un homenaje a donde fue asesinado Garay. No, pero Garay fue asesinado cerca de Santa Fe.
Las versiones del nombre, del tremendo, sobrecogedor nombre de La Matanza, se chocan como autitos del Parque de la Costa. La falta de acuerdo historiográfico, sin embargo, no le impide seguir sonando como suena. Isidro Casanova, Ciudad Evita, Laferrere, San Justo, González Catán, Virrey del Pino, Rafael Castillo, la cheta Ramos Mejía, La Tablada, Villa Luzuriaga, Aldo Bonzi, Tapiales, Villa Madero son todos nombres de una misma patria, la matancera.
En el retrato que Leila Guerriero compuso de Alberto Samid para el diario español El País, hay una escena que, resumida, se cuenta así. Es 2006. Samid, matancero y matarife, está recorriendo los barrios porque lanzó su candidatura. Así como muchos años después CFK montaría su campaña en la presentación de un libro, Samid la montó regalando asados por los barrios. Está llegando a Madero y el celular de Samid suena dentro de la camioneta. Leila copia en una línea de diálogo las palabras que le escucha decir:
-Hola, sí, ¿Cuántos son? Que me esperen en la esquina.
Después se da vuelta, mira a la cronista y le dice:
-¿Ve? Esto no es para maricones. Por eso acá nadie se anima. Esto es La Matanza.
Se va haciendo de noche. Con Meme salimos a caminar random. Antes que nada, casi hecho mandato ya, una iglesia evangélica -porque nunca no hay, levantada como sea, con un pasacalle de arpillera que dice dios y dice Cristo, en los pabellones de las cárceles y en la profundamente de las villas, una iglesia evangélica.
Después saludamos acá y allá. Vamos llevándonos pan dulce cortado a mano de los platos que nos convidan. Un Papá Noel se las arregla para repartir caramelos entre el piberío sin soltar el pucho. Las paredes se angostan. De golpe, solo cabe uno. Va Meme adelante. Yo flameo detrás. Hay un interior del caserío pobre que las clases medias tienen visto, conocido, en las cámaras trepidantes de Policías en acción -o símil. Mucha subjetiva del sobresalto, la respiración sin sosiego, no es la villa sino la villa durante un momento: el del allanamiento. No sale, en general, la paz de estos caminitos estrechos por los que ahora vamos. Se conversa rápido y de cuestiones prácticas, asuntos del día. Uno pregunta si el otro ya pasó a buscar la parrilla por lo de alguien más. Pasé, no estaba, paso después. Esas cosas. Volvemos a casa de Meme y estamos en condiciones de decir que en los pasillos de la villa se comenta.
Antes, igual, visitamos la misa del padre Tano, en la parroquia San José, sobre el Boulevard Colonia. Me cuenta, Meme, que el padre Tano los merenderos, el Padre Tano el polideportivo, al Padre Tano los jardines, la radio, los centros de rehabilitación. Que la gendarmería no se mete con el Padre Tano, de hecho lo cuida. Que los narcos se metieron pero la perdieron porque el Padre Tano sigue acá. Que la virgencita, que las procesiones, que el Padre Tano y la campaña #NiUnPibeMenosPorLaDroga.
Entramos. Hay negros e indios pintados en las paredes. Y una virgencita de Caacupé. Ahí está el Padre Tano, un pibe en sus treintas, pelo largo con colita, barba, ojos claros, canchero, bonito pero algo destrazado, un toque, como si estuviera enunciado sobre la sotana blanca el territorio que lo curte. Diego Torres llegado del acampe, y siendo la malla final de contención antes de la implosión social.
No quiere fotos ni grabador, el Padre Tano. Dice que la guerra es con la pasta base. Que la hija de puta se come a los chicos crudos. Que los parte al medio como el Belgrano Sur. Que entre sus fieles hay gente que la vende, familias dentro del pasamanos. Que él lo sabe. Que qué va a hacer. Que de alguna forma tienen que comer. O la venden o se dejan morir. Que es agua, la droga, porque te entra. Por todas lados, si no sellás, te entra. Y lo que tienen para sellar es lo que la comunidad organizada se inventa, se fabrica. Estado, no hay. Le digo que venimos de la casa de Meme. Que ahora tiene agua potable. Que no sé si corresponde celebrar porque la tienen o carajear porque en 25 años recién ahora la tienen.
Me mira, el pibe. Está enojado, pero dispuesto. Hace años que tiene respondida esa pregunta. Entiendo todo cuando se la escucho:
-Si lo mirás con los ojos de Meme, tenés que sentir orgullo. Si lo mirás con los ojos del Estado, tenés que sentir vergüenza.
Ya estamos todos en la mesa. Son las 23:30. Andrés mandó comprar un Santa Filomena, pero el patero es traicionero, baja suave, ni te das cuenta. Te enterás que te la pusiste cuando te parás de golpe. Andrés arma la pareja: tinto, Manaos Naranja y hielo en cachos.
Porque acá, en los barrios populares, el hielo que sirve es el que se obtiene dándole pico y maza al fondo de un freezer comercial. Y es lógico. Lo que hay que enfriar es mucho y las piedritas de las cubeteras quedan bobas, boluditas, flotando en grandes extensiones de alcohol tibio. Tengo un iceberg que asoma en mi mezcla enrojecida. Será mi vaso por el resto de la noche, este plástico recortado de lo que fue una botella de Manaos Naranja. Al principio, cuando está llenita, se toma con las dos manos. Después, cuando baja, la empinás agarrándola del culo.
Feliz Navidad, compañeros y compañeras. Gracias por haberme recibido esta noche en su casa. Chocamos las bebidas en el aire. En la tele descomunal quedó Pluto TV. Después salimos a la puerta. La noche está limpia, estrellada y generosa. Y ahora la Navidad es una cantidad de vecinos en una calle de una villa junto a unas vías, y sus hijos.
Hasta acá no llega el brazo de la clase media mascotera que te moja la mecha de la pirotecnia, así que los pibes son felices encendiendo cañitas voladoras, estallando petardos dentro de las botellas. No tiene largo, pero qué ancho infinito el de la felicidad niña que revienta de gozo en el instante impar de un chaskibum.
AS