—Yo quiero vivir lo más que pueda —dice Vicente —. Pero no así, encerrado y sin poder hacer nada porque me puedo contagiar esto.
Tener más de 60 años se volvió un riesgo. Esa fue una de las primeras certezas que se tuvieron sobre el Covid-19: los adultos mayores eran los más vulnerables ante el virus. Al comienzo de la pandemia, en Argentina la tasa de letalidad en este grupo era de 10,5%, mientras que el promedio era de 1,9 en toda la población. Y 81,9 % del total de fallecidos tenía más de 60 años.
Por eso una de las primeras medidas a nivel mundial fue protegerlos. Antes que las cuarentenas obligatorias se recomendó que ese grupo no salieran de casa. En Argentina, las primeras acciones de prevención y cuidado tuvieron que ver con este grupo población. Se crearon voluntariados de jóvenes para ayudar a adultos mayores con trámites y compras, así evitaban salir a la calle y se suspendieron las visitas a geriátricos, entre otras.
Luego comenzaron las medidas de asistencia económica-social: PAMI habilitó una línea de consulta gratuita para que sus afiliados pudieran informarse sobre el coronavirus, se implementó un sistema de recetas médicas electrónicas para evitar la circulación, se prorrogó la suspensión del trámite de actualización de fe de vida para personas jubiladas y pensionadas, se declaró a la ANSES como actividad esencial, y —ahora, con esta segunda ola— se aprobó un subsidio extraordinario para jubiladas y jubilados.
En diciembre pasado, cuando en el país ya se habían registrado 1.503.222 casos confirmados, 225.040 correspondían a mayores de 60 años. En esa fecha se lanzó el plan de vacunación, que estableció como grupo prioritario a los mayores de 60. 7.279.394 personas tienen más de 60 años en Argentina. Según datos publicados por el ministerio de Salud nacional, en este grupo etario se aplicaron 1.251.068 primeras dosis de vacunas, lo cual representa el 17%. Si la cuenta se saca sobre mayores de 70, el promedio llega al 74%.
Hoy, el promedio de casos diarios en personas de entre 70 y 79 años es de 472, un 30% menos que en el pico de octubre. En aquellos que tienen entre 60 y 69 el promedio es 15% menos: 1.032 casos diarios.
Esos son los datos que hablan —apenas un poco— del impacto del Covid en adultos mayores en Argentina. Estas, son algunas de sus historias.
Vicente, jubilado
“La pandemia nos mató a los viejos”. La oración es corta, directa y dura. Y se convirtió, desde el 2020, en la frase que define su presente. Vicente tiene 87 años, vive en La Plata con su compañera Alicia —79— y hace más de un año que no sale más que a dar la vuelta manzana. Literal. Antes podía caminar más de veinte cuadras al día. O tomarse un colectivo sin un destino definido. “Para ir a pasear un rato nomás”, dice que lo hacía. “Ahora no se puede y encima me puse más choto”.
Desde hace un par de meses Vicente usa un bastón que lo ayuda a sostenerse, porque se tambalea al caminar. “Parezco Tarzán”, bromea. “Me tengo que ir agarrando de cosas como si fueran lianas”. El encierro y la soledad —durante los primeros tres meses de cuarentena, él y Alicia vieron apenas un puñado de minutos a su hija y sus nietos, que pasaban para hacerles mandados y trámites de medicamentos—. En julio pasado fueron bisabuelos. Conocieron a su primer bisnieto en septiembre, cuando lo vieron desde el otro lado de la ventanilla del auto.
Antes de que existiera el Covid, Vicente se despertaba a media mañana, desayunaba unos mates con tostadas y salía a caminar. Visitaba a algún amigo o a su hermana. Jugaba a la quiniela. Compraba algo para el almuerzo. Después de dormir la siesta salía de nuevo. Podía terminar viendo algún partido de bochas en un club, en un asado, o si era sábado en un baile.
Ahora se despierta más temprano, cerca de las 8. “Y lo único que hago es mirar televisión”, dice y el tono es suave, partido. “Si la vieja me deja voy a dar una vuelta al almacén”.
Hace un mes recibió la primera dosis de la vacuna Sputnik V. Sus nietos lo llevaron hasta el Estadio Único de La Plata y aprovechó el viaje para conocerlo. “Me acompañaron al baño y nos metimos en una tribuna”, cuenta picarezco. Después que le aplicaron la vacuna, dijo: “Libertad, al fin”.
E., enfermera
E. es enfermera de quirófano y terapia intensiva desde hace quince años. E. tiene 63 años. Como no tiene ningún tipo de enfermedad que la vuelva más vulnerable al Covid sus empleadores le dijeron que tenía que ir a trabajar. Que eso y ser parte del sistema de salud la volvía esencial y la dejaba fuera del DNU 260/2020 que declaraba la emergencia sanitaria en Argentina.
“No tuve opción, tuve que seguir trabajando”, dice E., que se moviliza en transporte público y aclara que eso asusta más a su familia que la exposición que tiene al virus en el trabajo. “Las autoridades de los lugares donde laburo no tuvieron ningún tipo de consideración pese a mi edad”.
Por eso E. prefiere no decir su nombre y no explicitar cuáles son las dos clínicas privadas del AMBA en las que trabaja.
E. dice que al principio de la pandemia no tenía miedo, porque desconocía el virus y sus implicancias. Por eso lo primero que hizo al decretarse la emergencia sanitaria fue buscar información en la SATI, la Sociedad Argentina de Terapia Intensiva. En marzo del año pasado, cuando el Covid llegó a Argentina, pensó que iba a ser algo similar a la gripe del 2009. “Era menos letal y fue un tiempo más corto”, recuerda. Además, agrega que con la pandemia de coronavirus la lógica de trabajo cambió: cuando se entra a la “Zona Covid” no se puede salir hasta finalizar el turno y dice que ahora tiene que estar mucho más concentrada y atenta a los cuidados. Todo para evitar contagiarse.
“A pesar de ser mayor de 60, no tener ninguna enfermedad de base me tranquilizaba”, dice. “Ahora las nuevas mutaciones de la segunda ola hacen que el virus sea más letal y que no discrimine: a cualquiera le puede tocar”.
Desde hace más de un año E. atiende ocho pacientes Covid por día, algunos son casos confirmados, otros sospechosos. Dice que en la primera etapa la mayoría de los pacientes tenían entre 60 y 94 años. A varios “les fue bien” y regresaron a sus casas sin haber utilizado asistencia respiratoria mecánica. En esta segunda ola el promedio de edad de sus pacientes ronda los 40. “Y lamentablemente los más jóvenes que he tenido fallecieron”.
E. es una de las y los trabajadores de salud que fueron vacunados. Ella ya tiene las dos dosis de la Sputnik V. Sin embargo, no se relaja: las estadísticas demuestran que aún así puede contagiarse. Además, el nivel de ingreso de pacientes vuelve este segunda ola mucho más estresante para ella y todo el personal del sistema sanitario. “Estamos colapsados. Pacientes en pasillos, consultorios que se arman para poder atender”, cuenta. “Esto te lleva a trabajar el doble y psicológicamente te afecta mucho más. No le podés dar la misma atención al paciente que está en una cama improvisada que al que está en terapia”.
En 2022 E. va a comenzar los trámites para jubilarse, seguramente este sea su último año de trabajo.
Rosa y Alfredo, cuidadora y taxista
“Yo lloraba por los chicos. Pensaba que Regina, que tiene un año, no nos iba a reconocer”. Rosa tiene 60 años y desde que se decretó la emergencia sanitaria en marzo 2020 hasta las fiestas de fin de año no vio a sus nietos más que por Zoom. “Y me afectó ver la angustia de Genaro, que tiene diez años y lo veía triste, extrañando”.
A Alfredo, de 65 años, lo derrumbó la economía. Nunca dejó de salir con su taxi, pero llegó a estar seis horas en la calle para conseguir un viaje. “Después era acostarse y pensar qué iba a pasar con todo esto”, dice. “Y en el fondo tener la sensación de que va a durar muchísimo tiempo”.
Rosa y Alfredo viven en las afueras de La Plata, están juntos hace más de cuarenta años, tienen cuatro hijos y dos nietos. Rosa y Alfredo viven el día a día, por eso nunca pudieron parar a pesar de los riesgos de la pandemia. Aunque ella tiene diabetes y él sobrepeso, es ex-fumador y tiene presión arterial elevada. Se levantaron cada mañana para a las seis estar trabajando: ella cuidando a su madre, él cazando pasajeros en una ciudad desierta.
“A mi mamá, que tiene 91 años, tuve que empezar a cuidarla y a ocuparme de su casa, porque tuvimos que decirle a la chica que la atendía que no fuera más. Los médicos la ven en la casa y algunos no quisieron ir más”, cuenta Rosa, que en junio pasado —cuando inició el pico de la primera ola— tuvo internada a su madre. No importó el Covid ni la edad, ella fue cada día al hospital.
Hubo solo una vez donde el matrimonio frenó. Cuando Fausto, el menor de sus hijos, dio positivo. “Había venido un domingo y tenía algo de presión. Después se empezó a sentir mal y a los tres días lo hisoparon”, cuenta Alfredo que tuvo que llevarlo al hospital. “Ahí nos guardamos dos semanas. Yo estuve con una diarrea muy fuerte dos días, pero realmente no sabemos si lo tuvimos o no”.
Hace una semana Rosa y Alfredo están vacunados. “Es un alivio. Hasta que nos vacunaron siempre creí que si me agarraba era boleta”, confiesa Alfredo, que a pesar de eso dice que “nunca tuve miedo”. Rosa va más allá: “siempre me pregunto cómo va a ser de ahora en más”.
Vivir en geriátricos
Cuando se decretó la pandemia del Covid, muchos adultos mayores no se asustaron. Ya habían vivido crisis sanitarias similares: viruela, cólera, fiebre amarilla. Y recordaban cómo las vacunas ayudaron a revertir esas situaciones. Por eso fue un tema de conversación entre ellos desde el comienzo, aunque la vacuna parecía lejana.
Constanza “Cory” Sdrubolini es la presidenta de la organización AMA —Adultos Mayores de Avellaneda— y trabajó durante diecisiete años como Subsecretaria de la tercera edad en la ciudad. Desde que el Covid llegó a Avellaneda su rol fue contener, charlar y saber cómo estaban las y los mayores de su ciudad. Cory cuenta que en los geriátricos los primeros tiempos fueron complicados por la falta de protocolos para adecuarse a la nueva normalidad.
No había un método para recibir visitas, no había tampoco una forma establecida para que una adulto mayor ingresara a la residencia. “Fue bastante complejo, hasta que los lugares se adaptaron”, dice Cory. “Y fueron días muy tristes, porque no podían recibir a sus familiares”.
En esa etapa inicial las videollamadas comenzaron a propagarse. Hasta que los protocolos se definieron, los lugares se adecuaron y el pico de contagios bajó, el aislamiento fue extremo en, prácticamente, todos los geriátricos.
“La incertidumbre de ellos, el impacto emocional, de no saber qué iba a pasar mañana les generaba mucha tristeza”, dice Cory sobre las charlas que tenía con abuelos en diferentes grupos de WhatsApp. “El no saber cuándo sus hijos iban a poder volver a verlos”.
La distancia y el miedo a los contagios —que al inicio de la pandemia se propagó por las residencias— también hicieron que varias familias decidieran retirar a sus familiares para cuidarlos ellos mismos. Así, muchos volvieron a sus casas.
“Mi sensación, por estar en contacto con adultos mayores en diferentes situaciones, es que la pandemia impactó más en aquellos que están solos en sus casas”, dice Cory. “Quien está en un geriátrico sabe que tiene personas que lo cuidan y amigos de su edad dentro de esa institución”.
GB