Wendy Selene Pérez / Bocado - Estados Unidos —

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I. La matanza

 

Comienza todo con un disparo.

 

Una bala de aire apunta directo al cráneo de una vaca de ojos grandes que no será una sino miles: veintitrés mil por día en este matadero del poblado rural de Greeley, Colorado, una descomunal propiedad de la firma brasileña JBS, potencia mundial de la carne.

 

En el piso de la muerte, o “kill floor” como se conoce en inglés, es una suerte si la vaca muere al instante, la pistola de perno cautivo podría dejarla solo aturdida, con vida, y con el aliento que le queda podría dar batalla a un trabajador exhausto. La tarea es peligrosa considerando que una res pesa de 250 a 800 kilos, depende del tamaño y de la raza. Algunos obreros han quedado heridos mientras intentan inmovilizarla o han lesionado a sus compañeros con los cuchillos que utilizan a una velocidad de locura y en un espacio superpoblado. Los registros en Estados Unidos muestran casos de trabajadores que se disparan a sí mismos por accidente.

 

Cuando termina la vida de un animal, el opresivo trabajo sigue para miles de personas, casi todas inmigrantes.

 

Un grupo de mujeres lava los cadáveres que llegan del piso de la muerte colgados en ganchos, con la cabeza hacia abajo y la sangre chorreando, todavía caliente. Ellas trabajan en una curva que parece “un infierno”, me describió una persona que pide no ser nombrada. El universo interno en estas empacadoras está velado y la ley federal prohíbe las fotografías, pero cuando la Covid-19 se propagó y los mataderos se convirtieron en alarmantes focos de contagio, JBS dejó entrar a algunos periodistas locales y activistas.

 

El infierno es un pozo de un metro de profundidad donde las mujeres trabajan a una temperatura que sube a 38 grados centígrados en el verano. Un lugar asfixiante y muy húmedo. Las mangueras lanzan agua caliente mientras la sangre está cayendo. Lavan una vaca tras otra, en promedio tres por minuto. Las mujeres pasan ocho horas de pie haciendo lo mismo. Apretujadas, hombro a hombro, con los cuerpos pegados uno con el otro como las vacas que tienen enfrente. “Nunca había visto mujeres trabajando de esa manera, nunca había visto a mujeres ganarse el pan para su familia de esa manera”, me dice la persona que entró a la planta. “Es un infierno trabajar ahí, son trabajadoras a las que tienen como animales atascados”.

 

Las obreras deben usar bata blanca —que se salpica con la sangre—, botas, guantes, casco de seguridad, protector de tela que les cubre cabeza, frente y barbilla, cubrebocas y escafandra: “Yo no podía verles la cara, pero ellas me venían a mí a través de las caretas”, narra la persona. “Pude sentir su miedo, pude verles el alma”.

 

En la primavera pasada llegó la pandemia y el clima se puso feroz, hubo mujeres que se desvanecieron y se desmayaron por tanta cosa encima. El sindicato al que pertenecen consiguió aires fríos para que se refrescaran. Una pelea anterior había sido tener agua limpia para que bebieran ellas y el resto de los empleados.

 

Mujeres hay en todo el proceso: cuando la vaca es masacrada, cuando es destazada, cuando es empaquetada. JBS tiene nueve plantas en el país y el 34% de su personal es femenino.

 

“¿Por qué son todas mujeres en la curva?”, le pregunto a Laura Padilla, una mamá de 35 años que estuvo dos años quitando el cebo de las vacas en refrigeración y ahora es una defensora del personal. “Porque es un trabajo un poco más fácil”, responde, “tratan de poner a las mujeres que son un poco ya mayores de edad”.

 

—¿Qué tan mayores son esas mujeres?

—Ya señoras grandes.

—¿Más de 50?

—Digamos que más de 40 años.

 

Aquí el envejecimiento es prematuro, las mujeres de 40 dejan de ser jóvenes más pronto.

 

Laura Padilla va y viene recorriendo los pisos de la procesadora, escuchando las quejas de la gente de la gigantesca Unión Internacional de Trabajadores de Alimentos y Comercio (UFCW, en inglés), que agremia 1.3 millones de empleados en los Estados Unidos y Canadá. En la fábrica de Greeley hay 2,300 sindicalizados de la UFCW.

 

II. Migrantes descartables

Es invierno y nieva en Greeley, una pequeña localidad de poco más de 100,000 habitantes ubicada al noroeste de Colorado, a una hora de la ciudad de Denver por carretera libre. Los aromas a estiércol, sangre y carne son parte de una reputación maloliente que sus gobernantes han querido contrarrestar. Por eso desde 1997 instalaron una hotline para reportar pestilencias. Si los inspectores reciben una queja, verifican con sus detectores olfatómetros Nasal Ranger, que son del tamaño de un megáfono. Si algo huele mal, y si lo confirman ponen multas. El diario local de Greeley registró que después del primer año, en 1998, hubo 650 reportes de malos aromas, y en la actualidad son menos de 30 por año porque JBS instaló purificadores y filtros en su fábrica.

El conglomerado del brasileño Jose Batista Sobrinho (JBS), que compró en esa zona a Swift & Co, tiene nueve plantas procesadoras de carne en varios estados del país, incluidas tres en Texas, y la de Greeley que es la más grande con más de 6,000 empleados.

La instalación de JBS en Greeley es tan enorme como el aeropuerto de una metrópoli, pero en lugar de aviones hay largas formaciones de tráileres esperando a cargar la carne recién procesada. Abarca calles enteras en medio de una llanura de campos y casas bajas. La construcción es una plancha de grises y ocres bordeada con malla metálica, como las prisiones; un búnker con paredes de acero y concreto del que sobresalen las mechas humeantes de una chimenea.

Cuando caen las nevadas los obreros en la matanza salen con más heridas en una jornada de trabajo. Esto es porque el ganado se ensucia más en los corrales y es la peor época del año para arrancarle el cuero a las vacas, la tarea que viene tras el piso de la muerte.

“La mierda se queda pegada por el frío”, explica Laura Padilla, la trabajadora del sindicato. El cuchillo pierde filo si se atora con alguna piedra o metal en la piel de la vaca y entonces los trabajadores deben usar la fuerza de sus manos y su cuerpo para terminar la tarea. Es una operación tan acelerada y estresante que no hay tiempo para tomar otro cuchillo con más filo. Ahí vienen las lastimaduras en “las canillas, en los hombros, en sus piernas”, me dice la defensora.

Si hay un trabajo rudo, duro, peligroso, sucio, extenuante y mortal, este es el de los mataderos y las empacadoras de carne. Hay de tres a cuatro veces más riesgo de morir o lesionarse, en promedio, en comparación con otros procesos de manufactura. En 2019 por día ocurrieron alrededor de 60 lesiones no graves y cada dos días una persona perdió una parte del cuerpo o fue hospitalizada, según los datos compilados por la Administración de Salud y Seguridad Ocupacional (OSHA).

La pandemia ha dejado más expuestos y vulnerables a los obreros en las empacadoras: desde febrero del año pasado centenares han muerto y miles han contraído la Covid-19.

Quienes hacen estos empleos, la carne de cañón de los corporativos, suelen ser personas refugiadas, asiladas o inmigrantes que se arriesgan “por necesidad”, me dice Padilla. Más si son indocumentados que no reclaman derechos y tienen miedo de interponer una demanda.

Si los trabajadores quedan enfermos de gravedad deben rascarse con sus propias uñas, juntar dinero con los amigos y la familia, buscar ayuda de sus iglesias o lanzar un GoFundMe en internet porque no tienen un seguro médico. Si llegan a morir, como ha pasado durante la emergencia sanitaria, a los seres queridos les toca buscar planes baratos en funerarias para despedirse de ellos o repatriar sus cenizas al país de origen porque no tienen seguro de vida.

“Son humanos sacrificables y desechables”, dice con firmeza la sindicalista Kim Córdova del otro lado de la pantalla, en videollamada al mediodía del 1 de enero mientras mi familia come un matambre recalentado de la Nochevieja que no quiero probar.

La mujer de ascendencia latina representa a 30,000 trabajadores de la Unión Internacional de Trabajadores de Alimentos y Comercio en los estados de Colorado y Wyoming. La UFCW Local 7, a la que pertenece Padilla.

 

III El frigorífico

 

Estaba tan fatigada que no comía.

 

Había cortado centenares de trozos de carne para gente desconocida y todo lo que quería era dormir. Laura Padilla, entonces de 28 años, llegaba a casa donde la esperaban sus cuatro hijos, preparaba algo para la cena, luego se bañaba y se metía a la cama por el resto de la tarde y la noche. Antes de que saliera el sol, se aseaba y se vestía para estar a las 6 a.m., de vuelta en su estación de trabajo en la planta de Greeley. Trabajaba bajo una temperatura de -5 grados centígrados, al lado de otras mujeres como ella, hombres, personas de todas las edades, desde muchachas de 18 años hasta ancianos octogenarios.

 

Ahí estaba Laura desde las 6 am, cuchillo en mano, cansancio crónico y abrigada aunque afuera sofocara el verano.

 

Después de sacrificar a la vaca, lavarla y quitarle el cuero, empleados del área caliente en el matadero le abren la panza y dejan caer sobre unas bandas lo que no es comestible. Parten la res a la mitad y la meten a contenedores helados que por una razón inexplicable se llaman “hot boxes” (cajas calientes). Ahí la congelan durante 24 horas y la pasan al área de fabricación.

 

Padilla entró a JBS hace seis años y la enviaron a fabricación a quitar el cebo de la vaca. Dice que la pusieron a “trinar en el área de cuchillos”. Ocho horas, de pie, con 15 minutos para descansar después de las primeras tres horas y media hora para el almuerzo. El trabajo es una cadena en el que nadie puede parar, para ir al baño debía pedir permiso.

 

Aprendió en un mes a trinar y, al final de ese mismo mes, le apareció una lesión en el brazo derecho, “una bola arriba del hombro”, dice.

 

El traumatismo por repetición es una de las lesiones más frecuentes en las empacadoras de carnes. Hay que repetir el movimiento decenas de veces por minuto, centenares de veces por hora, miles de veces en un día. Es probable que más de 20,000 veces por turno.

 

Shruki es una chica originaria de Somalia que vive en la ciudad de Amarillo, norte de Texas, donde hay una planta de Tyson y una de JBS, dos plantas que por fuera son igual que la de Greeley, desangeladas, sin ventanas, búnkers que parecen cárceles. Ahí trabajó, también trinaba.

 

—¿Cuántas veces movías la mano al día? —le pregunté.

 

—Muchas muchas, no sé cuántas pero no podías dejar de trabajar; solo éramos otra mujer y yo deshuesando una pieza de la que ya no me acuerdo el nombre; movía la mano derecha muchas veces, todo el tiempo.

Shruki se lesionó el hombro como Padilla en la fábrica de JBS en Texas unos años atrás. Hizo terapia física, no volvió a la empacadora y se fue a un Walmart a trabajar. Regresó a las empacadoras en noviembre del 2020, pero ahora trabaja en la procesadora de Tyson desinfectando las áreas comunes y haciendo limpieza para prevenir la Covid. Es un empleo de medio tiempo. Tiene 33 años y un pequeño hijo de primaria, emigraron juntos después de haber estado con refugio en Uganda. Sus padres siguen en tierra somalí y ella junta dinero para traerlos. Todavía le duelen las manos y el hombro cuando cocina para los dos.

Conocí a Shruki por el Refugee Language Project, un programa que nació hace tres años para alfabetizar a muchas mujeres somalíes refugiadas que han ido llegando a la región de Amarillo. El crecimiento de la migración africana se nota en las empacadoras y algunas de ellas no saben leer ni escribir tampoco en su idioma. Shruki es de las pocas que hablaba inglés antes de llegar a Texas.

En la parte de refrigeración las muñecas de las manos deben ser veloces, jalan los pedazos que cuelgan de los canales para hacer los cortes, quitan el cebo, deshuesan. Todo es rápido, rápido, rápido. Hay que meter el cuchillo a la carne que llega congelada, la presión que debe hacerse con los músculos y los brazos es tan enorme que la imagino como el intento de partir un cemento con una navaja.

Que un empleado perdió el brazo izquierdo al quedar atorado en una máquina. Que otro usó cuchillo para levantar un jamón antes de deshuesarlo, el arma resbaló, lo golpeó en el ojo y lo dejó ciego. Que uno más quedó desfigurado cuando el cuchillo se deslizó un cacho de carne y le golpeó nariz, labio superior y barbilla. Que otro perdió una mano y el brazo con un rodillo. Los trabajadores pueden lesionarse la espalda por cargar y descargar carne de los camiones, fracturarse al caer sobre pisos resbaladizos, tener quemaduras por los solventes de limpieza o por las máquinas de envoltura. Además del síndrome del túnel carpiano y tendinitis, estas son otras de las lesiones en los registros de OSHA.

La tecnología ha traído máquinas, pero en las procesadoras el cuerpo humano sigue haciendo la mayor parte del trabajo. Las manos de quienes cortan la carne son parte de una maquinaria que abastece a comunidades enteras. Y la demanda es cada vez mayor.

En la década de 1910, el estadounidense promedio comía alrededor de 21.8 kilos por año, en 2016 subió a 35.9 kilos y en 2019 aumentó a 38 kilos, según datos del gobierno. Los argentinos comen más carne por persona, unos 56 kilos, sin embargo la población en aquí es siete veces más grande, hay que alimentar a 328.2 millones. Para producir tanto se requiere cada vez más gente y más esfuerzo.

Solo JBS procesa 200,000 bovinos por semana en Estados Unidos, son 32 mil millones de libras de carne cada año que entregan a mercados de Estados Unidos, México, Canadá, Europa, Medio Oriente, África y Asia. Solo por carne de res las ganancias en 2019 fueron de $22 mil millones de dólares.

 

Mientras tanto, el salario de los trabajadores oscila entre los $14 y los $18 dólares por hora, su paga equivale al precio de 19 o 24 vacas por año.

 

La gente aguanta porque es más que el salario mínimo, aguantan “por necesidad”, como dijo Laura Padilla. Aunque en la planta de Greeley se hablan más de 32 idiomas, el español es mayoría. Cinco de cada diez empleados son latinos de México, Guatemala, El Salvador y Honduras. Personas indocumentadas vienen de los campos de agricultura buscando trabajo seguro toda la semana, tiempo extra y seguro médico si es que son elegibles. “Muchos en la planta tienen papeles chuecos y JBS nomás checa que los entreguen, they don't care si son chuecos, si son reales”, cuenta Sonny Subia, director estatal de la organización latina LULAC en Colorado.

 

Adentro, parece no importar a las empacadoras de carne el estatus migratorio, algunas usan agencias de subcontratación para lavarse las manos si hay una inspección. Afuera, la migra persigue a los obreros por no tener papeles.

 

Sonny Subia recuerda una redada en la planta de Greeley como una herida sin sanar. Una mañana fría del 12 de diciembre de 2006, cuando todavía no salía el sol, agentes federales de inmigración (ICE) entraron a la empacadora de manera sorpresiva y detuvieron a 262 trabajadores, la mitad eran mexicanos. Lo que más tiene presente son las caras de los niños llorando a la salida de la escuela porque nadie llegó por ellos.

 

“Arrestaron a los padres y dejaron a los niños”, cuenta el activista. “Eran muchos, eran muchos los que estaban esperando. No tenían a nadie aquí. Hubo niños esperando en la escuela hasta la madrugada porque no había nadie que fuera por ellos, nadie que los cuidara. Estaban aterrados”[3] . Sonny Subia tenía un centro cultural lo acondicionó para que algunos niños durmieran ahí, gente de la comunidad alojó a otros y los que no pudieron ayudaron a buscarles una casa temporal; el distrito escolar de Greeley ayudó a contactar a familiares para avisarles. La migra estuvo más de cuatro horas en la empacadora y sacó a los obreros en autobuses mientras familiares y amigos lloraban y gritaban. Todos fueron llevados a la prisión federal de Denver.

 

“¿Qué pasó con esos niños?”, pregunto a Sonny y él suspira. “La gente venía por ellos de México, tíos o tías que viven aquí venían a levantarlos” (levantarlos, spanglish de to pick up, recogerlos). Hubo niños que se quedaron solo en Greeley porque no tenían abogados.

 

Lo más trágico de aquella mañana es que al mismo tiempo otras cinco procesadoras fueron sorprendidas por las redadas: en Nebraska, Texas, Iowa, Minnesota y Utah. Las fábricas eran propiedad de Swift & Co.

 

En total, 1,282 empleados fueron arrestados ese día de la Virgen de Guadalupe, publicó el Greeley Tribune. Entre los migrantes detenidos hubo 18 que enfrentaron cargos por robo de identidad, usaron papeles falsos. “Fue una gran injusticia que funcionarios de Swift no fueran procesados”, dijo el entonces fiscal del distrito de Weld, Ken Buck, al diario local.

 

La planta de Greeley redujo la producción después de las detenciones porque no encontró empleados en blanco que quisieran hacer esos brutales trabajos y no hubo manera de completar los turnos laborales. Un año más tarde, JBS la compró.[4] 

 

Hipocresía estadounidense es no tolerar la inmigración cuando son personas extranjeras quienes los alimentan. Hipocresía es también que con documentos o no, los inmigrantes pagan impuestos al Servicio de Rentas (IRS) cada año. Quien no tiene papeles lo hace por medio de un número extranjero llamado ITIN. Así, los inmigrantes ayudan a sostener la economía de dos países: el que los quiere echar y el país que los expulsó.

 

IV La jungla de los esenciales

 

El maltrato de los jefes es la queja principal en la fábrica de JBS en Greeley, la segunda son los problemas con los pagos. Laura Padilla, la inmigrante mexicana, va llevando el registro.

 

Hay supervisores que gritan, dicen groserías y arrean al personal como si fuera ganado. Hace poco uno de ellos, hombre, maltrató a una mujer, la insultó y la obligó a hacer un trabajo que ella no sabía hacer y la puso en riesgo. Padilla dice que la defendió. Los abogados del sindicato pusieron una demanda y el supervisor fue despedido.

 

Para la trabajadora fue un alivio estar agremiada, pero no todo el personal está en un sindicato. “(el ex presidente Donald) Trump hizo lo imposible para que los trabajadores no formaran sindicatos”, dice Kim Córdova, la representante en Colorado de la UFCW.

 

Dos tercios de los empacadores de carne pertenecen a sindicatos y las grandes corporaciones usan su fuerza política para presionar a las organizaciones de trabajadores, documentó Jane Mayer en The New Yorker. Escribió un reportaje sobre la empresa avícola Mountaire, una de las más grandes donantes en la campaña de Trump que busca deshacer la rama del mismo sindicato en el que trabaja Kim Córdova, pero en el estado de Delaware.

 

La periodista cita un estudio reciente de dos economistas de Harvard, Anna Stansbury y Lawrence H. Summers, titulado “The Declining Worker Power Hypothesis”, en el que sostienen que en las últimas cuatro décadas el factor más importante de la desigualdad de ingresos en Estados Unidos ha sido la disminución del poder de los trabajadores. Desde los años 50, el porcentaje de empleados del sector privado agremiados ha disminuido del 33% al 6%. Argumentan que esta disminución, más que cualquier otro cambio estructural en la economía, explica casi todas las ganancias para el 1% más rico del país.

 

—¿Cómo te ha cambiado este trabajo? —pregunto a la mexicana Laura Padilla sobre su labor escuchando las demandas de sus compañeros en Greeley.

—Nunca lo había pensado —me dice—. Ahora estoy muy gustosa de poder ayudar a la gente y defenderla, poder pelear por sus derechos.

Padilla emigró junto con su mamá y su papá al estado de Colorado desde Chihuahua, en la frontera con Estados Unidos. Tenía 14 años. La trajeron porque “querían una vida mejor” para ella. En JBS gana más que en un McDonalds. Tiene un seguro médico para sus hijos. Juntó su paga con la de su esposo y se compraron una casa, algo que muchos inmigrantes sueñan y no pueden cumplir porque fallecieron en el camino, sobre todo durante la pandemia.

Seis personas han muerto y más de 400 han dado positivo al coronavirus en la planta de Greeley. Al inicio de la emergencia sanitaria los empleados pidieron a JBS que tomara medidas de prevención. “Solo nos escucharon cuando era demasiado tarde, cuando teníamos compañeros fallecidos y graves”, dice Padilla, indignada.

Tyson Foods, JBS, Cargill y Smithfield Food, las grandes cadenas de procesamiento de carne de res, cerdo y pollo, han enfrentado demandas por negligencia en tiempos de Covid-19.

 

¿Cuántos muertos y enfermos hay hasta ahora en procesadoras de carne? No es posible saberlo.[6]  Las compañías mantienen bajo reserva los números y el gobierno de Donald Trump quedó inmóvil para exigirles transparencia. La organización independiente The Food and Environment Reporting Network contabiliza al menos 269 muertes y 53,620 casos positivos en empacadoras de carne y pollo en Estados Unidos.

Los hispanos tienen cuatro veces más probabilidades de ser hospitalizados y mueren tres veces más que las personas blancas-no hispanas. En Denver, la capital de Colorado —y la ciudad más grande cerca de Greeley—, la mitad de los muertos son hispanos. Un estudio encontró que es porque viven en hogares más numerosos, están en industrias críticas y trabajan “estando enfermos”.

La carne importa más que la vida de los trabajadores no solo en las empresas más grandes.

 

En abril del año pasado, decenas de empleados de una procesadora de salchichas y pepperoni en Dallas, Texas, sufrieron un contagio masivo de Covid-19. Hubo tres muertos y 52 personas se contagiaron y contagiaron a parte de sus familias. La compañía Quality Sausage nunca dio la cara ni admitió la propagación del virus, tampoco asumió la responsabilidad. La mayoría de los trabajadores son indocumentados contratados por una empresa externa y no hay sindicatos.

 

Uno de los trabajadores muertos fue Hugo Domínguez, un hombre alto y fornido de 37 años que estaba por casarse con su novia de dos décadas, mamá de sus hijos, y soñaba con volver a su pueblito en Veracruz, era un inmigrante indocumentado. Hugo trabajaba en el montacargas por más de 12 horas al día y a veces descansaba solo los domingos. Había llegado de su pueblo mexicano muy flaquito y con el tiempo se fue poniendo obeso. Tenía diabetes y las piernas le sangraban por las várices que le surgieron operando el montacargas. Si le decían sus jefes que fuera en la madrugada, obedecía; si le decían que fuera en feriado, obedecía. Siempre dijo sí, recuerdan Blanca Parra, su prometida, y su papá, un hombre de campo que recibió sus cenizas sin volver a verlo y abrazarlo.

 

Saúl Sánchez fue el primer trabajador de la empacadora de carne de JBS en Greeley que murió por Covid-19. Murió el 7 de abril a los 78 años. Dos semanas antes la sindicalista Kim Córdova había pedido a JBS que aislara a los trabajadores de más de 60, pero la empresa brasileña no lo hizo. Murió después Eduardo Conchas de la Cruz, de 60 años. Luego fallecieron cuatro personas más, entre las que estaba Tin Aye, una inmigrante de Birmania de 60 años.

 

Mientras algunos habitantes en Estados Unidos pudieron hacer cuarentena y tomar precauciones, las procesadoras se convirtieron en focos de contagio masivo. Estuvieron cerradas solo del 24 al 28 de abril. El presidente Trump firmó un decreto para reabrirlas bajo el argumento de que era necesario evitar la escasez en los supermercados.

 

Trump calificó durante su gobierno a los inmigrantes de ladrones, traficantes, criminales, violadores. “Los quiero fuera”, dijo en una entrevista con CNN al inicio de su administración que acaba de terminar. Y desde su postura antiinmigrante, su gobierno tuvo pocos controles de seguridad en las plantas, muchas siguen sin entregar equipos de protección.

 

OSHA, la agencia que debe monitorear la seguridad de los trabajadores, ha sido criticada por defensores civiles por su incapacidad para emitir sanciones. “OSHA ha estado paralizada”, dice Domingo García, abogado texano y presidente nacional de LULAC, la organización hispana. OSHA impuso solo una multa de $15,000 en el caso de JBS. Kim Córdova, la cabeza del robusto sindicato UFCW Local 7 opina igual: “OSHA ha estado absolutamente ausente. Los trabajadores están sacrificados y muriendo porque no hay protección para ellos”.

 

García se reunió a mediados de enero del 2021 con Joe Biden y Kamala Harris para hablar sobre las inspecciones y la necesidad de mano dura con las empresas. La organización envió cartas a los gobernadores de todo el país para pedirles que los trabajadores esenciales sean los primeros en recibir la vacuna contra la Covid-19. Córdova dice que es urgente una reforma con el nuevo gobierno de Joe Biden, un cambio donde los trabajadores tengan seguros de desempleo y seguros de vida, además de la vacuna preventiva.

 

San Twin, la hija de la inmigrante birmana fallecida en Greeley, Tin Aye, escribió una carta en el USA Today en octubre del 2020. El texto es una síntesis de la vida y la muerte en las procesadoras, de las condiciones inhumanas.

 

“Mi madre vino a Estados Unidos persiguiendo el sueño americano. Murió de coronavirus sin haber conocido a su nuevo nieto y conectada a un ventilador. La empresa empacadora de carne JBS ayudó a llevarse lo que más atesoraba nuestra familia: mi mamá. Y luego el gobierno tomó más: nuestra creencia de que cada vida importa, sin importar cuánto dinero ganes.”

 

Aye huyó de las persecuciones en Birmania y trabajó durante 12 años en la JBS de Greeley. Un día en la empacadora comenzó a mostrar síntomas de covid. Cuando fue a la clínica interna de JBS, le diagnosticaron que era solo un resfriado común o una gripe leve y la enviaron de vuelta al trabajo. Pasaron las semanas y nunca mejoró.

 

“En un momento le preguntó a su supervisor si podía tomar un descanso e ir al baño. Él le dijo que no. Y mi orgullosa, hermosa y trabajadora madre se orinó sobre sí misma. Empapada en orina, bajó la cabeza y siguió trabajando. Mientras tanto, el virus estaba causando estragos en su cuerpo”.

 

La lideresa Kim Córdova habla con tristeza del caso de Tin Aye. Luego enlista necesidades, deudas: “Nuestros trabajadores salvan las mesas, ponen las mesas para todas las comunidades. Pero ellos no son tratados como esenciales. Espero que realmente haya un cambio en este país porque no podemos seguir por este camino. El Covid solo vino a exponer este tipo de trabajadores, necesitamos una reforma para ellos”.

 

“Los trabajadores están entre la vida, la muerte o la devastación financiera. Homelessness. No hay pagos tampoco para las familias, es otro gran tema, porque están expuestos y también han muerto”.

 

Han pasado más de cien años desde que el escritor Upton Sinclair publicó en el año 1906 su novela “La Jungla” y narró el trabajo esclavo de mujeres y hombres, el acoso sexual, la corrupción, el avasallamiento de los grandes corporativos, la mala calidad de la carne. Más de cien años desde que el presidente Theodore Roosevelt leyó el libro y se hicieron las primeras reformas en la industria alimenticia y comenzó la FDA (Food and Drug Administration). Más de cien años desde que aparecieron sus personajes Jurgis y Ona, inmigrantes de Lituania buscando una vida mejor, como miles de mexicanos, centroamericanos, birmanos o somalíes. Ciento quince años desde entonces y diecinueve desde que Eric Schlosser publicó “Fast Food Nation” y mostró que el sacrificio de los animales y de las personas continuaba.

 

La pandemia corrió la cortina para volver a ver a los invisibles. Lo dijo San Twin en la carta sobre su madre: “Trabajó largas y duras horas para mantener las tiendas de comestibles de Estados Unidos bien surtidas, y un suministro interminable de carne disponible para asar en verano”.

 

Invisibles que sirven las mesas de los estadounidenses.

WSP