Las virtudes de dietas menos industriales y hasta la inclusión de alimentos agroecológicos es algo que ha ido permeabilizando el sentido común y la alimentación de todos en los últimos años, y que está fuera de discusión. ¿Pero qué pasa con la alimentación de los niños, las madres y una mirada cada vez más exigente hacia sus dietas? Desde influencers a artículos y estudios que promueven las ventajas de vigilar con más atención qué comen los chicos, el ideal de la dieta saludable o menos industrial se ha ido convirtiendo en los países desarrollados (y en las clases medias y altas) en un estándar de crianza, pero a la vez, ha sumado presiones a las madres que deben hacerse cargo del tema.
Al fenómeno se le suma el “efecto pandemia”, un terreno que ya -de por sí- está inclinado en desventaja hacia las mujeres en relación a la distribución de tareas y a la llamada carga mental que implican. El tópico se vuelve discusión recurrente en blogs de crianza y grupos de “mapadres” y, además, es causa de conflicto intra-familiar. En Argentina, las mujeres le dedican un 90% más que los hombres al trabajo no remunerado relativo al hogar y la crianza, y según un informe reciente de ONU Mujeres sobre los efectos de la pandemia, la mujer realiza el triple del trabajo doméstico y asistencial sin remuneración que los hombres (2020).
Más allá de los estudios vinculando a los alimentos agroecológicos con menos exposición a los pesticidas y la creciente evidencia de las ventajas de reducir la cantidad de productos procesados de la dieta diaria de los chicos (que no solo afecta la salud sino también los priva de conocer sabores más “reales”); las mujeres están sintiendo la presión como individuos responsables. En el equilibrio sobre la inestabilidad pandémica deben sostener una “performance” socialmente esperada que vincula la femineidad, la comida y la maternidad.
Este vínculo complejo, y cargado de tensiones culturales, es el que exploran Kate Cairns y Josée Johnston en “Food and Femininity”, un estudio extensivo con una década de investigación detrás y que suma voces de 100 madres y padres de Canadá y EEUU, de diferentes sectores sociales. “El ideal de proveer una dieta orgánica se ha vuelto una especie de estándar de oro en las prácticas de crianza de niñas y niños hoy, pero en la última década nuestras investigaciones y entrevistas demuestran que las madres están sintiendo la presión”, explican los investigadores en una nota reciente.
El estudio muestra las expectativas en torno al género a la hora de comprar, preparar y disfrutar de una comida y tienen en cuenta los contextos de restricciones de presupuesto; la escasez de tiempo; las ideas políticas y, además, la presión (especialmente hacia las mujeres) de llevar una buena salud e imagen. Hoy en día no sólo se espera que las chicas y chicas se alimenten bien, sino que ese “bien” está definido por un conjunto de parámetros que, si bien ciertos o útiles, son cada vez más exigentes, cuando no en términos económicos de mínima en tiempo.
“Vivo separada de mi hija mayor, pero la problemática la vivo a diario con ambas familias. Siempre quedo tan sola con toda la información que recibo y siempre, siempre está dirigida a la madre. No sucede sólo con lo orgánico. Por ejemplo también pasa con la carne picada, a las madres nos llega la información de la posibilidad de síndrome urémico hemolítico y otra miríada de cosas. Esto lo veo muchos grupos de crianza y en la familias. La mayoría de los padres nos minimizan, le restan importancia. A la vez por otro lado, está el tema económico, que también termina siendo una presión más y se hace difícil de sostener”, abre Lucía (37).
Alimentar(se): un trabajo full time
La crianza ideal se promociona desde cuentas de Instagram o libros como The Big Book of Organic Baby Food, por citar solo un ejemplo, e incluyen a la expectativa de que los chicos coman frutas y verduras; pero que las madres también lean las etiquetas; que los alimentos tengan suficientes suplementos como omega-3 o probióticos, sin olvidar que los envases sean reciclables y que los productos alimenticios hayan sido éticamente producidos. Con este supercombo es razonable que semejante exigencia produzca estrés.
Si ya para un adulto promedio alimentarse de forma saludable es una tarea demandante en el mundo actual, lo demandante que es planificar las comidas para una familia entera se multiplica. Pero, aparte de planear las comidas, hacer las compras y alimentar a los chicos, hay que aprender a navegar la abundancia de información nutricional -muchas veces contradictoria-, e inclusive, las opiniones externas, sean de otros familiares, amigos o incluso el ojo escrutador del ocasional espectador.
“Todo esto sucede en un mundo en que las elecciones de las mujeres continúan siendo escrutadas desde muy cerca, un mundo en el que 'fallar' en relación a la alimentación todavía se percibe como un fracaso de la femineidad”, marcan Cairns y Johnston.
“Todo esto sucede en un mundo en que las elecciones de las mujeres continúan siendo escrutadas desde muy cerca, un mundo en el que 'fallar' en relación a la alimentación todavía se percibe como un fracaso de la femineidad”, marcan Cairns y Johnston.
“Las tendencias no son de generación espontánea sino que responden a determinados intereses políticos que se van instalando en cada momento histórico y social, y el auge del feminismo reciente coincide con el incremento de países con aborto legal donde se empieza a hablar de una maternidad deseada, donde se empieza a imponer la agenda de igualdad de género con su correspondiente autonomía, pero sobre todo, el poder de decisión de diseñar tu propia vida y de planificarla. Y esto coincide con nuevas tendencias donde pareciera que una buena madre tiene más requisitos que en otras épocas. Donde una buena madre es la que hace colecho, es decir, tiene una proximidad física inclusive hasta para dormir, una buena madre es la que amamanta más de dos años (que por supuesto está avalado por la OMS), etc”,contextualiza Cinthia Gonzalez Oviedo CEO de Bridge The Gap y cofundadora de Agencia Hermana.
Pero inclusive aún aquellos padres que tienen recursos disponibles y acceso a comida saludable luchan por alcanzar ciertos estándares. Con cada historia de arsénico en la comida de los bebés, productos de limpieza de la casa que deberían discontinuarse o hasta el impacto de ciertos materiales en el medio ambiente, pueden imaginarse los subsecuentes dolores de cabeza de las madres, haciendo malabares para mantener todas las pelotitas en el aire. Una de estas nuevas pelotitas pareciera cierta obsesión con la alimentación saludable y orgánica (afuera es más común hablar de orgánico ya que los sistemas de verificación están más instalados, en Argentina se suele hacer una diferenciación entre agroecológico y orgánico, ya que obtener la certificación es más complejo).
“Yo creo que si uno puede consumir orgánico es mucho mejor, pero la realidad es que eso también requiere tener una atención y un tiempo que no siempre hay, menos en estas circunstancias, pero sí me parece que está buenísimo que haya consciencia de que, en realidad, comer sano no es comer más caro necesariamente. Las legumbres son mucho más baratas que cualquier carne, el hecho de no consumir gaseosas, de no consumir jugos en polvo o artificiales, procesados o snacks, eso te ahorra un montón de plata. Simplemente, por ejemplo, con solo un buen pan -y si puede ser integral mejor- ya podés hacer una diferencia en lo que le ofrecés a los niños en el desayuno. Mis hijos comen pan con dulce o queso o con manteca en vez de galletitas”, opina Virginia (40), mamá de dos niños a quienes acostumbró a comer de forma vegetariana desde chicos, pero que hoy eligen alternar con otros productos.
De acuerdo a los descubrimientos científicos y las recomendaciones nutricionales que marcan cada época, los focos van cambiando. Es cuando muchas veces las madres se encuentran teniendo que tomar y sopesar decisiones de compra de alimentos de acuerdo a distintos momentos y contextos sociales y personales. Es sabido que cambiar la alimentación no se hace de un día para el otro y que cuesta sostener los nuevos hábitos en el tiempo, pero además hay que entender cómo inciden las elecciones del resto del grupo familiar -y hasta de los conocidos- en la dieta de los menores.
“Se hace muy difícil de sostener también una alimentación sana cuando después van a lo de familiares y los llenan de dulces y entonces la comida sana -que es otro tipo de sabor- y que no tiene aditivos ni saborizantes fuertes tiene que competir contra esta comida tan colorida tan recargada. Me pasaba mucho con mi hija. Yo tengo toda la información, hago todo el esfuerzo en la semana y ella pasa el fin de semana con el papá y le da salchichas, comida procesada, helado. Es como que se redobla esto de que la publicidad apunta a las madres, y si queremos hacernos cargo de esta propuesta de alimentar sano a nuestros hijos quedamos bastantes solas. Si los familiares de alrededor no se toman el trabajo de instruirse, al menos deberían respetar lo que la madre hace con tanto esfuerzo. Es muy difícil tomar el compromiso de darles de comer sano y encima el resto te lleve la contra”, se lamenta Lucía.
Lo que es seguro es que este tipo de responsabilidades para proteger a los hijos recae la mayoría de las veces en las madres y que de tan instalado que está este rol hasta las publicidades y la comunicación de las marcas las tiene a ellas como interlocutoras principales -reforzando los estereotipos.
Este tipo de responsabilidades para proteger a los hijos recae la mayoría de las veces en las madres y que de tan instalado que está este rol hasta las publicidades las tiene a ellas como interlocutoras principales -reforzando los estereotipos
“Los medios y las iniciativas públicas de salud apuntan consistentemente a las mujeres como las principales cuidadoras, responsables de las compras de víveres y la cocina en el hogar. Cuando se trata de proteger la salud de los chicos las madres son sometidas a estándares mucho más altos que los padres. Inclusive cuando los padres también tienen ideologías ambientalistas o de cuidado de la salud, es mucho menos probable que se tomen el trabajo de analizar y manejar las toxinas a las que está expuesta su familia a través de los alimentos”, sostiene una nota de AEON magazine sobre el tema.
“En la década del setenta hubo toda una línea de liberación de biberones, y eso era como igual a ser libre, que tampoco lo es, pero a mí me parece que es un síntoma de época. Vivimos en un tiempo que se caracteriza por movimientos sociales más polarizados y polarizantes a la vez. Entonces conviven, por un lado este auge feminista de equidad, de planificar la vida (sobre todo la salud reproductiva) con una creciente demanda sobre la parte fisiológica de la crianza que habla de satisfacer determinadas necesidades fisiológicas de los bebés y de los niños y niñas. Como si fuéramos solamente seres fisiológicos, cuando somos todos seres sociales y culturales. No es para nada inocente que estas cosas estén conviviendo hoy en un mundo tan globalizado”, sigue Oviedo.
¿Para todos y para todas?
Otro tópico en torno a la alimentación de los más chicos y a la exigencia hacia las madres es que ciertos estándares son inalcanzables para algunos sectores de menos recursos, que además son también los que mayor escrutinio reciben por parte de las autoridades, aseguran los estudios globales sobre el tema. En EEUU, las madres afroamericanas y latinas son las más observadas por doctores, maestras y trabajadores sociales, que consideran que el peso de sus chicos es un reflejo de sus aptitudes como madre; sin desagregar contexto familiar y social, es decir, sin preguntarse: ¿cuántos recursos disponibles tiene esa madre, es madre soltera, cómo se distribuyen las labores en su hogar, en qué trabaja, tiene tiempo? De igual modo, la percepción de las recomendaciones respecto de los estándares de peso recomendados para niñes, puede ser percibido como elitista o gordofóbico.
Para algunos sociólogos, en un contexto de privación material, acceder a ciertos productos poco sanos pero percibidos como “reconfortantes” puede ser una expresión de amor. Pero, la necesidad de confort a través de la comida en un momento como éste, no es sólo una necesidad de los niños. Un artículo reciente del New York Times da cuenta de cómo la monotonía de la rutina, la alimentación continua de los chicos sin respiro en pandemia y otros factores, pueden afectar a los adultos (sobre todo aquellos con desórdenes de alimentación), que empiezan a descuidar su salud. “Es fácil priorizar la alimentación de otros, por sobre la tuya”, dicen como advertencia.
Por último, hay quienes plantean que dejar todo librado a la responsabilidad y acción de los padres nos distrae de exigir y trabajar hacia un sistema de alimentación más sustentable y justo, reforzando la idea del sálvese quien pueda y sin articulación política o cívica desde la sociedad. Por algo en el último tiempo otro mensaje que se ha estado subrayando es que el consumidor vota con el plato también.
Es el Estado regulando las prácticas de la industria (como es el caso actual de la lucha por el etiquetado frontal de los productos en nuestro país) lo que no puede faltar, más allá de los esfuerzo de los padres. Lo mismo con las toxinas y los ingredientes no permitidos en la comida para niños, e inclusive, las publicidades engañosas, es el Estado el que debería estar más presente en todas estas instancias, como sucede en otros países. En Europa, por ejemplo, el marco regulatorio para determinar la seguridad de una sustancia en X producto antes de que salga al mercado es mucho más sólido.
“Más allá de lo orgánico o no orgánico me parece que lo importante -de lo que no se habla con claridad- es que la calidad del alimento lo da sea que sea lo menos procesado posible. Si te pones a pensar en un postrecito, por ejemplo. Es algo re caro y, la verdad, es que en la mayoría de los casos no le aporta nada a un chico. Mi idea es de simplificar el tema de la alimentación y evitar caer en estos productos que se venden como súper nutritivos desde la publicidad porque no tienen nada de eso y porque además generan adicción por los niveles de azúcar que tienen, y que son gustos que anulan el paladar y la capacidad de los chicos de animarse a probar otras cosas”, cierra Virginia.
LM