Flota, se mueve, gira en remolinos. No para de crecer. Es casi tan grande como Rusia –unos dieciséis millones de kilómetros cuadrados- pero no tiene ni un solo habitante. Tampoco podría: se arma y desarma al compás de los movimientos oceánicos, de los desechos plásticos que el agua quiera arrastrar. Se llama Estado del Parche de Basura (http://www.garbagepatchstate.org/) y es, al mismo tiempo, un grito de auxilio y un proyecto artístico ideado por la arquitecta italiana María Cristina Finucci e inspirado en las famosas islas de basura que flotan en los mares. Después de todo, ese país conformado por las cinco islas de basura plástica repartidas entre los océanos Indico, Pacífico y Atlántico no es sino una señal de alarma. El síntoma de un mundo que en sólo siete décadas se volvió adicto al plástico y en eso sigue, convencido de que la mejor manera de olvidar lo que molesta es tirarlo bien lejos y dejar que la marea haga su trabajo. Pero no.
Cuenta el periodista Graziano Graziani en su Atlas de micronaciones (Ediciones Godot) que al principio a la artista se le ocurrió hacer una serie de postales con la leyenda “Greetings from The Garbage Patch State” (Saludos desde el Estado de Parche de Basura) e imágenes de gente tomando sol sobre montones de basura. Pensó incluso en hacer las fotos en las islas reales pero, como ella misma dice “descubrí que el plástico, con el tiempo, está sujeto a fotodegradación y se vuelve invisible”. Aunque no se lo vea, sigue ahí en el mar y también acá, bien cerca. Dentro de la alacena. Hoy el 90% de la sal de mesa que se consume alrededor del mundo contiene diminutas porciones de plástico, lo demostró una investigación realizada en 2018. Y no hablamos de un mundo lejano: en Rosario, Argentina, otro estudio encontró micropartículas plásticas en casi la mitad de las muestras de sal de mesa analizadas.
En Rosario otro estudio encontró micropartículas plásticas en casi la mitad de las muestras de sal de mesa analizadas.
Otro tanto sucede con el agua que bebemos o las latas que abrimos. Fragmentado y vuelto a fragmentar, reducido a partículas del tamaño de un grano de arroz (microplástico) o aún más pequeñas (nanoplástico), el plástico siempre estará de regreso y por mucho tiempo.
Por ejemplo, un envase de gaseosa hecho en tereftalato de polietileno, o PET, tardará 450 años en degradarse. Y el paso del tiempo solo lo convertirá en algo más peligroso. Así lo demostró en 2019 un estudio de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria (ULPGC) publicado en la revista Science of the total environment. Fueron identificados 81 contaminantes presentes en los microplásticos que llegaban a las playas. ¿Qué había? De todo. Por ejemplo, los pesticidas DDT y clorpirifós que - como muchas otras sustancias peligrosas para la salud humana- pueden encontrar en el plástico un “transporte” ideal. También bacterias y patógenos encuentran en la plasticósfera un buen sitio para crecer y multiplicarse. “Los plásticos, además de las consecuencias sobre el medio ambiente, tienen un efecto directo sobre los seres vivos, ya sea por ingestión o por toxicidad”, precisa la toxicóloga Elda Cargnel, miembro del Panel de Salud y Ambiente de la Sociedad Argentina de Pediatría y jefa de la unidad de Toxicología del Hospital de niños Ricardo Gutiérrez. “Pueden actuar como vehículo de especies invasoras y absorber en su superficie otros contaminantes como los BPCs, los HAPs o el DDT, incrementando así el efecto tóxico propio debido a los componentes que poseen tales como plastificantes, aditivos, metales pesados”.
Es que para que un producto derivado del petróleo -como de hecho lo es el plástico- no se prenda fuego ante la más mínima chispa se le agregan sustancias ignífugas, así como para que resulte fácil de modelar se le suman plastificantes. En síntesis, detrás de cada cosa hecha de plástico -no importa si un pote de crema, un esmalte de uñas o algo tan imperceptible como las fibras que se desprenden de un tejido sintético- hay mucho más de lo que declaran las etiquetas. Bajo el eterno mantra del secreto industrial se han ocultado sustancias que van desde el tristemente célebre Bisfenol A (BPA) hasta el impronunciable ftalato, pasando por toda una panoplia de aditivos cuyas interacciones con otros químicos y potenciales impactos sobre la salud humana tampoco se mencionan. “No podemos decir entonces que son inertes por la liberación de estas sustancias que se utilizan en su constitución. El plástico es una amenaza mundial para la salud humana”, alerta Cargnel.
Comer, beber y respirar plásticos
Lo que se descartó, volviendo. Lo que debía desaparecer, regresando. La bandera del país de desechos -creado por Cristina Finucci y reconocido por la UNESCO en 2013- también habla de eso. Porque se parece al símbolo del reciclado, sólo que aquí las flechas han enloquecido: ya no son verdes sino rojo alarma; ya no dibujan un círculo virtuoso, van para cualquier lado. Son la síntesis del desquicio plástico en el que nos hemos acostumbrado a vivir.
Desde 1950 -cuando las petroquímicas hicieron del plástico su nuevo producto estrella- unos 8.500 millones de toneladas métricas de plástico ingresaron al ambiente, según el estudio Producción, uso y destino de todo el plástico alguna vez fabricado, el más exhaustivo informe realizado hasta la fecha. El 91% de todo ese plástico terminó en basureros o en el mar mientras que 12% fue incinerado y sólo 7% se recicló. Cerca de 8 millones de toneladas de plástico entran anualmente a los océanos y ahí se quedan. Para que una tortuga confunda a una bolsa de polietileno con una medusa, y se la trague, pero también para que el peligro vuelva a casa, fresco o enlatado. Así lo estableció en junio de 2019 un estudio de la Universidad de Newcastle, en Australia. Ese trabajo revisó la literatura sobre exposición humana a los microplásticos y habló de “una preocupación significativa dado que pueden plantear una amenaza directa (por ingestión) o indirecta (al actuar como potenciales estresores o vectores de contaminantes) para los humanos”.Y si bien todos estamos expuestos, “los bebés y los niños son especialmente vulnerables a ciertas sustancias involucradas en los productos plásticos. Por ejemplo, los ftalatos. Además, diferentes tipos de plásticos fueron detectados tanto en la placenta como en el meconio”, advierte la doctora Susan Wilburn, de la ong Salud Sin Daño. Un estudio en menores de un año realizado en Estados Unidos probó que había veinte veces más microplásticos en sus deposiciones que en las de los adultos mientras que otra investigación publicada en Nature Food demostró que durante la preparación de un biberón (que en su mayoría son de polipropileno) se liberan hasta 16 millones de micropartículas plásticas por litro de leche.
Los datos podrán ser novedosos pero las sospechas en torno del plástico no lo son. De hecho, ya en 1972 (y como recuerda Susan Freinkel en su libro Plástico. Un idilio tóxico), “los fabricantes sabían desde hacía bastante tiempo que los polímeros podían lixiviar aditivos pero mantenían que la gente no estaba expuesta a niveles lo suficientemente elevados como para sufrir daños”.
¿Qué dirían hoy que la exposición se ha multiplicado exponencialmente? Hoy que el plástico ya es la norma, no la excepción. Hoy que comenzamos cada día sentándonos en un inodoro con asiento de plástico, lavándonos los dientes con un cepillo de cerdas igualmente plásticas y hasta con una pasta dental viene en un envase plástico y puede incluso contener “microesferas blanqueadoras ”que no son otra cosa que diminutos trozos de, sí, plástico.
Es por eso que Estados Unidos prohibió estas microesferas en 2017, mientras que Inglaterra, Canadá y Nueva Zelanda las prohibieron al año siguiente. En Argentina y con la ley 27.602 de productos cosméticos y productos de higiene oral de uso odontológico, aprobada el 20 de diciembre de 2020, se estableció la prohibición de producir, importar y comercializar “productos cosméticos y productos cosméticos de higiene oral de uso odontológico que contengan micro-perlas de plástico añadidas intencionalmente”. Eso sí, para que esta norma entre en vigencia habrá que esperar a diciembre de este año. Mientras, cabe recordar que una simple ducha en la que se usen jabones o cremas exfoliantes puede liberar hasta 100.000 microperlas que permanecerán muchos años en el ambiente, ingresando en la cadena trófica. Volviendo a nosotros, una y otra vez.
Otro dato: los objetos plásticos que nos rodean prácticamente duplican a los fabricados con materiales naturales. Otro dato más: según el estudio de la Universidad de Newcastle antes citado, “la cantidad de microplásticos ingeridos por los humanos a través de varias vías de exposición sugiere que, en promedio, podrían estar ingiriendo tanto como 5 gramos de microplásticos por semana”. El equivalente a una tarjeta de crédito por mes. O, si se prefiere otra imagen, a un bolígrafo. Eso comemos, como mínimo: una tarjeta o una birome cada treinta días. Aunque, si queremos calcularlo con mayor precisión, nada como entrar a Mi dieta plástica y sacar cuentas.
Para el doctor Damián Verzeñassi, médico especializado en contaminantes ambientales y profesor de la Universidad Nacional del Chaco Austral (UNCAUS), “hoy la industrialización de los alimentos ha transformado un proceso como el incorporar nutrientes a nuestro organismo en un nuevo modo de ir intoxicándonos y alterando nuestras biologías. Un organismo que incorpora sustancias que son imposibles de ser metabolizadas y degradadas por los sistemas biológicos que lo constituyen es un organismo que indefectiblemente va camino a alterar sus procesos fisiológicos. Si con cada comida incorporamos disruptores hormonales y sustancias que no pueden ser metabolizadas y que se acumulan en diferentes órganos, claramente no vamos a poder desarrollar un ciclo vital libre de daños”.
Hasta que la muerte no nos separe
En el fondo del mar. En el polvo de un pueblito de los Pirineos especialmente seleccionado para el estudio por estar lejos de cualquier gran ciudad y - supuestamente- a salvo de toda contaminación. En la nieve que cae en Siberia. A 3.700 metros de profundidad, en el monte marino Enigma, en la zona de las fosas de las Islas Marianas. Pero no sólo ahí, sino también muchísimo más cerca. Más adentro, incluso. En el cerebro, los pulmones y hasta los fetos de ratas sometidas a estudios de laboratorio, por ejemplo. En todos esos lugares se confirmó ó la presencia de microplásticos.
Irónicamente -o no tanto- el material que alguna vez se jactó de ayudar a la naturaleza (surgió en parte como respuesta a la escasez de marfil que en 1860 amenazaba con dejar a los aristócratas sin bolas para su juego favorito: el billar) hoy es una pesadilla para todo lo vivo. Tapiza el planeta, intoxica los mares y amenaza al mundo que decía querer proteger.
Carolina Monmany Garzia es ecóloga y como parte del Instituto Ecológico Regional (IER) de la Universidad Nacional de Tucumán investiga el devenir del plástico en diferentes ecosistemas. Ni lo duda: “El mundo ya está plastificado”, dice. “Dependemos de él para alargar la vida de los alimentos y para cubrir necesidades de salud. De hecho el consumo de plástico durante la pandemia aumentó 400%. Mi grupo de trabajo se enfoca en ambientes terrestres y estamos examinando cómo se mueve el plástico desde cada casa hasta los ecosistemas terrestres. Tenemos que volcarnos a la economía circular cuanto antes, porque el plástico es un contaminante silencioso que baja nuestra calidad de vida cuando entra a nuestro cuerpo”.
“Ahora los humanos somos un poco de plástico”, tituló The Washington Post en los setentas. ¿Y hoy? Hoy somos mucho más plásticos que entonces.
Cuando morimos, hasta la naturaleza percibe nuestro carácter de artificio. “En los últimos años, quienes trabajan en antropología forense y en la exhumación de cuerpos han comenzado a observar que el proceso de putrefacción de los cuerpos humanos está ralentificado”, revela Verzeñassi, un médico especializado en contaminantes ambientales. “Los tiempos que requería la naturaleza para transformar nuestros cuerpos en materia orgánica se han extendido y en algunos casos se ha duplicado. Algo les estamos incorporando a nuestros cuerpos que ya no los vuelven tan confiables para los microorganismos que intervienen en su descomposición”.
En 1947 una nota periodística hablaba del nylon como de “ese alegre impostor”. Capaz de imitar la madera, el marfil, el nácar, la seda e incluso la piel humana. Capaz de volver a cada cosa –no importa si un peine, una silla o un par de zapatos- mucho más barata y accesible, el plástico entró a nuestras vidas sin pedir permiso ni dar explicaciones. Hasta que la realidad y las primeras víctimas comenzaron a pedirlas. Obreros enfermos por la acción de ciertos químicos, médicos preocupados por las sustancias presentes en las bolsas plásticas de perfusión usadas en las transfusiones de sangre, sustancias que terminaban encontrando luego en los cuerpos de sus pacientes…Pero hoy ya no es necesario trabajar en una fábrica de plásticos ni rodeados de tubos, pipetas o bolsas para estar expuestos a los efectos deletéreos del “alegre impostor”. El daño de los plásticos sobre las células quedó demostrado en diciembre de 2021 en una investigación encabezada por el doctor Evangelos Danopoulos. El trabajo, publicado en el Journal of Hazardous Materials reveló muerte celular, reacciones alérgicas y daño en las paredes celulares. “Deberíamos estar preocupados porque no hay manera de protegernos. Tampoco hay manera de saber qué hacen los microplásticos una vez en nuestros organismos”, dice el investigador.
Secretos tóxicos
Si bien los primeros reportes sobre el impacto de los plásticos en la salud humana se remontan a 1950, hubo que esperar hasta 2019 para que la Organización Mundial de la Salud (OMS) tomara en serio el riesgo y pidiera más investigaciones sobre microplásticos. Casi setenta años de silencio científico. Y la OMS reaccionó sólo después de que un estudio pusiera en evidencia la presencia de micropartículas plásticas en algo tan esencial como el agua de consumo humano.
“Necesitamos urgentemente más datos sobre los efectos en la salud de los microplásticos, que están presentes en todas partes, incluso en el agua que bebemos”, alertó la directora del Departamento de Salud pública, Medio ambiente y Determinantes sociales de la salud de la OMS, la doctora María Neira. Pero, como suele suceder en esta clase de comunicados, acto seguido su discurso tomó un tono tranquilizador al decir que “la escasa información disponible parece indicar que el agua potable contaminada por esos materiales no es perjudicial para la salud, al menos a los niveles actuales”. Así sucede siempre. Así pasó con el tabaco primero y con los agroquímicos después, por sólo citar dos ejemplos de cómo funcionan las agencias sanitarias en relación a las industrias millonarias: ante la sospecha de daño, en vez de optar por la precaución se exigen pruebas y más pruebas, mientras se usa a la duda como argumento para seguir adelante con el negocio.
Pero, ¿cómo seguir apostando a la duda en un mundo ya saturado de plásticos? En 1907, el químico Leo Baekeland -creador del primer plástico sintético, la bakelita- dijo que gracias a su invención la Humanidad había creado “un cuarto reino” porque ya las cosas no debían ser sólo minerales, vegetales o animales. También podían ser plásticas: duraderas, indeformables, abundantes y baratas. ¿Qué diría ahora que el reino que inventó se derrama sobre los otros tres?
En 1907, el químico Leo Baekeland -creador del primer plástico sintético, la bakelita- dijo que gracias a su invención la Humanidad había creado “un cuarto reino”
Un dios ubicuo
Que cada humano de principios del siglo XXI devore por mes el equivalente a una tarjeta de crédito es, bien mirada, una metáfora impecable: en el mundo del descarte y la compra frenética, tal vez no haya lápida mejor que ese rectángulo de plástico con nuestro nombre y una fecha de vencimiento.
Que los humanos de principios del siglo XXI, capaces de pronosticar desde el clima en 2030 hasta el lugar exacto de caída de un meteoro, no sepamos cuántos microplásticos tenemos en nuestro organismo ni qué efectos pueda tener eso sobre nuestra salud y la de nuestra descendencia, también. Porque, después de todo, la sociedad en la que vivimos habla por sus silencios. Silencios gracias a los cuales el humano promedio ingiere como mínimo 50.000 microplásticos al año y no hay tejido humano en el que no se las haya detectado.
A desplastificar
Así como los alimentos orgánicos pueden ser una alternativa para evadir la presencia de agroquímicos, ¿podemos des-plastificar nuestra vida cotidiana? Según la doctora Wilburn, definitivamente sí. De hecho, “protegernos de la polución plástica es posible partiendo de la base de que el plástico está siendo sobre utilizado. Podemos reducir significativamente su uso y sustituir otros. El PVC, por ejemplo, es uno de los plásticos que deberíamos reemplazar. También hay muchos otros que podrían contener químicos dañinos sobre los cuales no sabemos demasiado”.
¿Entonces?
Más vidrio, más metal, más madera, más tela y más loza para los utensilios.
Menos microondas. Menos conservas en lata, cuyos interiores también están tratados con plásticos.
Y, en el caso de bebés y de niños, el doble de precauciones porque (especialmente cuando son más chicos y todo se llevan a la boca), los riesgos son mayores. Mientras la ciencia se anima a investigar, podríamos desarrollar una actitud más responsable y más alerta. Lo hace, por ejemplo, la app gratuita My tiny plastic footprint (mi pequeña huella de plástico), desarrollada por la ong europea Fundación Sopa de Plástico justamente para reducir no sólo nuestro consumo de ese material sino también la exposición a nuestro enemigo más íntimo.
Lo que fuere para tratar -tanto como se pueda- de devolverlo allí adonde pertenece. Al laboratorio.
Este texto fue producido por Bocado, la red de periodismo latinoamericano trabajando sobre territorios y alimentación.
FS