CRÓNICA

Las migrantas que mueven el mundo en el río Reconquista

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Las manos de Rosa Valencia se sumergen con amabilidad en la tierra. Pese a que sus uñas están prolijas, y sus dedos adornados con varios anillos, tienen las marcas propias de una vida entera dedicada al trabajo manual. Deposita la tierra en unos vasitos descartables blancos de plástico y quirúrgicamente inserta en el centro. En algunos, papines cortados al medio; y en otros, arvejas. Un grupo de mujeres observa y luego repite el procedimiento. 

“Son plantines de nuestras colectividades para que se los lleven los vecinos”, explica Rosa, quien nació en Bolivia pero vive desde hace 26 años en Costa Esperanza, uno de los trece barrios y asentamientos ubicados en la cuenca del río Reconquista, en el municipio de General San Martín, en la provincia de Buenos Aires, Argentina. “La papa es un alimento que cultivaban nuestros antepasados en Perú y en el altiplano boliviano, y que se sigue cultivando hoy”, añade.

Mujeres bolivianas, paraguayas, peruanas y argentinas se encuentran reunidas un domingo de octubre de 2024 para compartir una “jornada por la diversidad cultural”, en el mes en que ésta es celebrada en Argentina, por la llegada de los españoles a estas tierras. Arman plantines debajo de una carpa montada en la calle Camelias, histórica en el barrio por ser la primera que fue asfaltada, en 2011. Al lado, instalaron una radio abierta y a pocos metros hay un castillo inflable en donde varios niños se divierten saltando.

Enfrente, en la pared lateral de una peluquería, que fue cedida por Lourdes Roldan, una vecina de nacionalidad peruana, comienzan a bocetar un mural cuyas protagonistas son ellas mismas: las mujeres de las distintas colectividades que viven en Costa Esperanza. Una figura representa a las paraguayas, otra a las argentinas, una tercera a las bolivianas y por último, una a las colombianas. 

Varias vecinas, y algunos niños, entusiasmadas pintan polleras y blusas de colores, trenzas, el típico sombrero bombín que usan las cholas bolivianas, pañuelos, jarrones autóctonos. Por debajo un río azul que las une, el Reconquista, y un cartel que dice: “Nosotras movemos el mundo”. El mural es una construcción colectiva, una propuesta de las mujeres del barrio, diseñado por la artista, educadora comunitaria de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM)  e integrante del proyecto de “Migrantas en Reconquista”, Teresa Pérez.

Costa Esperanza es un barrio de mujeres. Si bien viven hombres, allí lideran las mujeres. En especial las migrantes, como Rosa Valencia. Éstas fueron fundamentales al momento de su construcción, a finales de los años 90, y en el posterior desarrollo y crecimiento del barrio. La mayoría llegó desde zonas rurales de otros países del cono sur, exiliadas por causas climáticas, el agotamiento de los recursos del campo y de desigualdad económica. Aquí se encontraron con discriminación y violencia. La construcción de comunidad les permitió la supervivencia. Durante estos años armaron redes e incluso se volvieron promotoras fundamentales del cuidado del medio ambiente. Con la llegada al poder del presidente ultraderechista Javier Milei gran parte de las estrategias comunes que han construido, por más de dos décadas, están siendo amenazadas.

Durante estos años armaron redes e incluso se volvieron promotoras fundamentales del cuidado del medio ambiente. Con la llegada al poder del presidente ultraderechista Javier Milei gran parte de las estrategias comunes que han construido, por más de dos décadas, están siendo amenazadas

“La idea del mural surgió porque esta esquina estaba llena de basura y buscamos una manera de embellecer el barrio y generar conciencia para que los vecinos la cuiden. En la pared había una vieja pintada política”, cuenta Gisela Dipacce, una joven argentina, referente política de Costa Esperanza.

Y Rosa agrega: “Representa la unidad que sentimos las mujeres desde que nos instalamos acá. Lo que nos permite hoy estar en pie en un momento muy difícil, en el que muchas se quedaron sin trabajo o están pasando hambre. Ninguna se salva sola”.

La migrantes padecen a diario discriminación, violencia institucional y hasta física. Gabriela Liguori directora ejecutiva de la Comisión Argentina para Personas Refugiadas y Migrantes (CAREF), una asociación civil sin fines de lucro fundada en 1973 para recibir a personas y familias migrantes y refugiadas, explica: “Hay una cuestión que tiene que ver con la interseccionalidad. Ser migrante y mujer implica el enfrentarse no solamente a las dificultades propias de cualquier migrante, como el acceso a la documentación, ingresar irregularmente al territorio o acceder a derechos como la salud y la educación, sino hacerlo en un marco en el que las mujeres muchas veces se enfrentan a situaciones de violencia, abusos, maltrato, explotación laboral o de menor paga  y difícil acceso a la justicia.” 

A través de redes comunitarias han logrado sostener la subsistencia de todos los habitantes del lugar y se han vuelto agentes importantes de la preservación del medio ambiente, en un asentamiento altamente contaminado por su proximidad a uno de los basurales a cielo abierto más grande del país, conocido como “La Quema”, ubicado en el Complejo Ambiental Norte III, perteneciente a la Coordinación Ecológica Área Metropolitana Sociedad del Estado (CEAMSE).  La mayoría de las mujeres son parte de organizaciones sociales o políticas, encabezan asociaciones civiles, comedores comunitarios, cooperativas de reciclaje, de saneamiento del río o textiles. 

Natalia Gavazzo, docente e investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y directora del proyecto “Migrantas en Reconquista”, que investiga y realiza acciones en el territorio para potenciar las estrategias socioambientales que utilizan las mujeres de los barrios de la cuenca del Reconquista, explicó: “Las mujeres están inscriptas en redes, redes que tienen que armarse para sobrevivir. A través de éstas, las migrantes contribuyen con la urbanización del barrio y se convirtieron en actores centrales en el desarrollo territorial”.

El retiro del Estado de los barrios populares, a partir de diciembre de 2023, con la suspensión de los planes sociales, de las subvenciones y apoyo alimenticio, la desinversión en infraestructura a nivel nacional y la recesión económica afectan especialmente a este grupo de mujeres y las obliga a reforzar los vínculos comunitarios y desarrollar nuevas y más creativas respuestas para un contexto muy adverso.

Agentes del cuidado del ambiente

La camioneta para en medio de la avenida San Martín. María y Zulma Monges, madre e hija, se bajan y buscan el camino para acceder a El Arroyo, uno de los canales que desembocan en el río Reconquista, a los que los vecinos llaman zanjones.

 –Vamos Doña, muestrenos el camino usted, que está vestida para la ocasión– bromea Zulma.

Su madre se ríe y comenta que cuando están trabajando Zulma le dice “la Doña” delante de los demás.

María tiene 59 años, es paraguaya y una de las primeras pobladoras de Costa Esperanza. Llegó en 1998 cuando el lugar era un humedal. Es madre soltera. Tiene 7 hijos, Zulma es su primogénita. Su cabellera rubia se esconde debajo de un casco amarillo que por encima tiene unos anteojos protectores trasparentes. Sus ojos oscuros se achinan por el sol de la mañana y dan paso a algunas arrugas que marcan su piel cobriza. Lleva un uniforme de trabajo con una estampa que dice “Cooperativa 9 de Julio” y calza botas con una suela todo terreno. 

El camino es estrecho y empinado. Al bajar se encuentran con un grupo de trabajadores, en su mayoría mujeres, sentados en la ribera del río. Están en su horario de descanso. El clima entre ellas es distendido, toman mate y hacen chistes. Pronto se ponen a trabajar. Algunas mujeres recogen la basura que encuentran en las orillas  del arroyo, mientras que otra maneja la cortadora de pasto y el resto desmaleza la zona. María es la capataz y dirige cada paso.

Trabajamos de lunes a viernes levantando la basura. La colocamos en un costado del arroyo y luego la recoge el municipio. Aunque muchas veces nos encontramos con que no pasan los camiones y tenemos que insistir para que lo hagan

La primera vez que María pensó en la necesidad de limpiar el río Reconquista fue en 2003, cuando se produjo una gran inundación en la zona. Para entonces los vecinos ya se organizaban y limpiaban los zanjones, pero no tenían  herramientas para hacerlo.  Tocando puertas llegó a conseguir que la Provincia de Buenos Aires les entregara  los equipos que necesitaban. A cambio le pidieron que conformara una cooperativa. En 2005 nació la primera a su cargo, destinada al saneamiento de los arroyos. Años más tarde, María rompió con la organización política en la que estaba y se desarmó la cooperativa. En 2014 se unió a otra organización, El Movimiento Evita. Entonces, su primera acción fue incorporarse a la Cooperativa 9 de Julio, que ya existía, y organizar nuevamente la limpieza de los zanjones. 

“Trabajamos de lunes a viernes levantando la basura. La colocamos en un costado del arroyo y luego la recoge el municipio. Aunque muchas veces nos encontramos con que no pasan los camiones y tenemos que insistir para que lo hagan”, explica María. 

La cooperativa hace un mantenimiento de los arroyos ubicados sobre las calles Italia, Esmeralda y San Martín. “Una vez a la semana llenamos un volquete grande, no sabemos en total cuántas toneladas de basura quitamos hasta ahora, pero son muchas”, explica la capataz. Los desechos van a los rellenos sanitarios del CEAMSE.

La mayor contaminación del Río Reconquista proviene de desechos orgánicos, con muchos nutrientes como amonio y fósforo, y de origen industrial  -–al partido de San Martín se lo conoce como “la Capital Industrial” por la cantidad de fábricas que hay instaladas allí– que deterioran la calidad del agua. 

Así lo explica Jorge López, fundador de la Asociación para la Conservación y el Estudio de la Naturaleza (ACEN). Según él, la contaminación del río comenzó en la década del sesenta y su deterioro fue incrementándose. “El lugar más contaminado es la cuenca media, en donde el río prácticamente no tiene oxígeno. Es una alcantarilla”. La cuenca media atraviesa el partido de General San Martín, donde está situado Costa Esperanza.

La presencia del CEAMSE moldea la personalidad  del barrio. La empresa administrada por la Ciudad de Buenos Aires y la Provincia se formó en plena dictadura cívico militar, en 1978, para realizar la gestión integral de los Residuos Sólidos Urbanos del Área Metropolitana Buenos Aires. En aquel entonces, el intendente de la ciudad de Buenos Aires, Osvaldo Cacciatore, ordenó la creación de un “cinturón ecológico” (lugar de disposición de desechos sólidos) en José León Suárez, donde ya existía el basural a cielo abierto. 

El Complejo Norte III recibe un promedio de 436.325 toneladas de desechos al mes, provenientes de 34 municipios de la provincia de Buenos Aires y de la Ciudad de Buenos Aires. Tiene unas 500 hectáreas, 300 son utilizadas como rellenos sanitarios, y encabeza el ranking de emisiones de metano provenientes de rellenos sanitarios en el mundo. Emite 28 toneladas de carbono por hora, el equivalente al impacto climático de un millón y medio de autos.

Frente a Costa Esperanza funcionó durante más de 10 años un basural clandestino. Los vecinos cuentan que se hacía mucha quema de basura y que el olor por las noches era nauseabundo. También convivían con cientos de moscas y mosquitos. Algunos hasta padecieron enfermedades respiratorias, alergias o urticarias.

“Allí íbamos a buscar leña, chapas para hacer las casas. Cada persona que iniciaba su casa iba ahí. También recolectamos ropa, comida. Todo lo que tiraban era ganancia para nosotras”, asegura  Zulma.

El Complejo Norte III recibe un promedio de 436.325 toneladas de desechos al mes, provenientes de 34 municipios de la provincia de Buenos Aires y de la Ciudad de Buenos Aires. Tiene unas 500 hectáreas, 300 son utilizadas como rellenos sanitarios, y encabeza el ranking de emisiones de metano provenientes de rellenos sanitarios en el mundo. Emite 28 toneladas de carbono por hora, el equivalente al impacto climático de un millón y medio de autos

El cuidado del ambiente, el reciclado y combatir la contaminación son los retos de la mayoría de los vecinos de Costa Esperanza, y del resto de barrios de la zona. “El reciclado es una práctica que se hace en el barrio, en toda la zona, no solo en el CEAMSE. Muchas veces los camiones descargan basura, de forma irregular, y se arman basurales clandestinos a cielo abierto, antes de llegar al parque de reciclaje. Son los propios vecinos los que pelean a diario para erradicarlos”, cuenta Gavazzo.

Construir sobre los desechos 

Costa Esperanza nació en 1998. Los vecinos eligieron el nombre en alusión al lugar en donde vivían los protagonistas de una popular serie que se emitía entonces en Argentina, llamada Verano del 98. Sus primeros pobladores fueron de los barrios aledaños. Eran principalmente de nacionalidad paraguaya y argentina, que en medio de la crisis sociales y políticas que vivía el país ocuparon las tierras, o las compraron a otros que llegaron antes. En aquel momento el lugar era un humedal, tierras bajas que fueron rellenando con basura. Hoy en el barrio viven aproximadamente 2.970 familias, según el Registro Nacional de Barrios Populares en Proceso de Integración Urbana (RENABAP).

“Acá, donde hoy estamos paradas era todo `bañado´, todo era agua. Solo había una casilla de madera, que no tenía ni baño”, cuenta María Monges, mientras señala las baldosas que cubren el piso del Centro Comunitario “Casa Evita–Ñande Roga Guasu” (“Nuestra Casa Grande”, en guaraní, uno de los idiomas oficiales de Paraguay), ubicado en la calle Petunias, otra de las iniciativas que desarrolló junto a las vecinas. “Atrás había una construcción de cemento a medio hacer. El barrio estaba lleno de animales: chanchos, caballos. Había unas pocas casillas en la otra punta y estaba el basural a unas cuadras”, continuó explicando.

La mayoría de las migrantes que viven en la zona del Reconquista son oriundas de áreas rurales y dicen haber migrado por no tener trabajo. “Muchas de estas mujeres fueron expulsadas de su lugar de origen por la degradación de los ecosistemas rurales y a su vez son las principales afectadas por los problemas socioambientales de la zona. Sin embargo, lograron establecer estrategias de adaptación colectiva que garantizan la sustentabilidad de la vida mediante una red de cuidados comunitarios”, reflexiona Gavazzo.

O sea: son las desplazadas de sus tierras por el cambio climático quienes hoy cumplen un rol fundamental en su nueva comunidad para cuidar el ambiente

María Monges nació en una zona rural paraguaya llamada Colonia Independencia. Llegó a la Argentina por primera vez cuando tenía 16 años. Era analfabeta, nunca fue a la escuela. Desde los 8 trabajó a destajo, junto con sus 14 hermanos, cosechando algodón y mandioca en el campo de su familia. A veces, además, le tocaba levantarse en la madrugada a picar el carbón que su papá comercializaba en la ciudad más cercana, Villarrica. Según recuerda, el campo dejó de darles plata “porque había mucha competencia” y también padecieron sequías e inundaciones. 

Roberto Aruj, director del Instituto de Políticas de Migraciones y Asilo (IPMA) de la  Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF) dice: “Es muy difícil que un migrante reconozca la situación del cambio climático como motor para el desplazamiento de un país a otro, como puede ser por padecer inundaciones recurrentes, grandes sequías o el avance de explotación intensiva agrícola ganadera. Por lo general reconocen un motivo económico”.

Por su parte, Erika Pires Ramos, abogada y fundadora de la Red Sudamericana para las Migraciones Ambientales (RESAMA), en la investigación colaborativa de periodistas ambientales, “Migrantes por Cambio Climático en Sudamérica. Los desplazados invisibles”,  asegura: “Hoy no existe un tratado o convención internacional vinculante que diga que estas personas que están en esa condición se puedan considerar como migrantes o refugiados climáticos. Hay enormes desafíos para uniformar esas categorías, y es preciso generar datos específicos por país sobre esta cuestión en Sudamérica”.

María primero se instaló en Villa Melo, en el partido de Vicente López, a 17 kilómetros de Costa Esperanza.  Comenzó a trabajar como costurera y consiguió construir una casa pero dice que debió venderla porque tuvo un “enfrentamiento con narcos” que buscaban tomar unas tierras destinadas a una cancha de fútbol para los chicos del barrio. En ese momento ya tenía cinco hijas. “Me hicieron de todo porque estaba sola, me robaron, intentaron secuestrarme y hasta amenazaron a mis hijas”, recuerda. 

Su hermana, que vivía en Loma Hermosa (a 5 kilómetros de dónde hoy es Costa Esperanza) le contó de “unas tierras que estaban tomando en el fondo”. María no lo dudó y compró un terreno por $1500 –convertibilidad mediante– equivalían a US$1,500. Luego compró el terreno de al lado, donde hoy funciona el Centro Comunitario, por US$700. 

La mayoría de sus hijas estaban espantadas por su decisión. “Mis hermanas no querían vivir acá porque era todo agua. Recuerdo a una de ellas entrando al barrio con unos tacos, se le rompieron porque se hundieron en el barro. Estaba re enojada y no quería saber nada. Nadie quería venir a vivir acá porque no había ni servicios y era tierra de nadie”, cuenta Zulma.

Por su parte, Rosa Valencia, de 53 años, es de un paraje rural boliviano cercano a la ciudad de Monteagudo en Bolivia. Su familia se dedicaba a la agricultura. Emigró cuando tenía 13 años a la Argentina, y desde hace 37 años vive en la provincia de Buenos Aires. “Mi papá vendió sus dos vacas y me dio 200 dólares estadounidenses para que viajara con una vecina, con la idea de que tuviera una vida mejor”, cuenta.

Era una cosa terrible, no teníamos ningún servicio en ese momento, solamente la luz, de la que nos colgábamos. Había muchos basurales clandestinos y a veces el olor era imposible. Tardé unos años en traer a mis tres hijos que habían quedado con mi mamá en Paraguay, porque no podían vivir en esas condiciones

Pasó por distintos barrios bonaerenses, siempre alquilando. Luego se instaló en Loma Hermosa. Allí le ofrecieron un terreno justo enfrente de donde vivía, era el límite de lo que hoy es Costa Esperanza, y lo compró. 

“Fueron años difíciles. Yo entonces viajaba mucho a capital, porque tenía allí a mi marido y trabajaba como empleada doméstica. Me cuidaba el terreno la vecina de frente, que hoy es mi amiga. También tenía unos perros guardianes, porque eran tierras tomadas. Si vos no estabas, capaz que llegabas y al amanecer otro era el dueño”, dice. 

Luego de quedarse viuda, y de que los hijos de su marido –que adoptó como propios– llegaron a la mayoría de edad, decidió instalarse por completo en el barrio, en donde encontró un nuevo amor, su actual marido Rómulo, y tuvo otras dos hijas. En el terreno construyó su casa y atrás una para sus hijos. Alquila un local fuera del barrio, cerca de la estación de Estación de José León Suarez, a 3.9 kilómetros, en donde instaló su verdulería, que cuenta con productos bolivianos, venezolanos y peruanos. “Antes tenía el negocio en mi casa pero decidí salir del barrio para llegar a más personas y dar a conocer estos productos típicos de nuestros pueblos”, asegura.

En tanto, Gertrudis Gómez es oriunda de Santa Rosa Misiones, zona rural de Paraguay ubicada a 245 kilómetros de Asunción. Cuenta que emigró a sus 23 años porque allá no había trabajo. 

Cuando llegó a Costa Esperanza un vecino le vendió una casilla prefabricada en la zona más apartada del río, donde hoy está la calle Las Violetas. Recuerda que para ir a trabajar “tenía que salir todas las mañanas descalza y caminar varias cuadras por el agua, hasta la avenida”, en donde se ponía los zapatos y esperaba el colectivo que la llevaba al exclusivo barrio de San Isidro, a 16 kilómetros de allí. Allí se desempeñaba como empleada doméstica.

“Era una cosa terrible, no teníamos ningún servicio en ese momento, solamente la luz, de la que nos colgábamos. Había muchos basurales clandestinos y a veces el olor era imposible. Tardé unos años en traer a mis tres hijos que habían quedado con mi mamá en Paraguay, porque no podían vivir en esas condiciones”, añade.

Los vecinos debieron nivelar los terrenos con basura para poder construir sus viviendas. “Íbamos hasta la calle Eva Perón a buscar los camiones que llevaban volquetes. Con los chicos nos sentábamos en la calle y durante horas picábamos los escombros, después los tirábamos en el pozo del terreno. Lo hicimos durante años”, recuerda María. Mientras que Rosa asegura: “Como sabían que estábamos edificando, los camioneros, que inclusive a veces eran vecinos del barrio, nos ofrecían volquetes con tierra, escombros y basura. A cambio les dábamos una propina”.

El resultado fue una urbanización irregular hecha por los propios vecinos que llegó a generar algunos problemas como el desplome de casas o hundimientos.  

El asfalto llegó a Costa Esperanza en 2011, pero un 70% de las calles aún son de tierra. Las cloacas fueron hechas en todo el barrio en 2016. No tienen instalación de gas, usan garrafas de propano. Para iluminarse tienen solo un transformador comunitario que no da abasto para todos los pobladores. “La empresa no quiere entrar al barrio y hacer las instalaciones y suele haber cortes de luz. Muchos tuvieron problemas con sus electrodomésticos que se queman por la baja tensión”, explica Zulma.

Violencia y estrategias de subsistencia

“Las migrantas tienen una mayor vulnerabilidad por ser mujeres. Por ser extranjeras además sufren el discurso xenófobo y racista que recae sobre todos los migrantes en todo el país. La discriminación a los migrantes latinoamericanos no tiene clases sociales aquí. Y si son migrantes de áreas rurales, como muchas de las mujeres que viven en el Área Reconquista, las tratan de campesinas ignorantes”,  explica Gavazzo.

María relata que por ser madre soltera y paraguaya era señalada en el barrio. “Varias veces me discriminaron. Al principio nadie me quería acá, era como un bicho raro. Una mujer sola que trabajaba, se construía su casa y además siempre estaba arreglada. Siempre que había un problema y yo me metía me decían `no te metas paraguaya muerta de hambre´. Eran los mismos vecinos que después venían a comer lo que yo cocinaba”, recuerda. 

Además, cuenta que cuando dos de sus hijas, nacidas en Paraguay, llegaron al país no sabían hablar español y las burlaban en el colegio. “Les prohibí que hablaran en guaraní entre ellas para que aprendieran el español y dejaran de sufrir”, revela.

El asfalto llegó a Costa Esperanza en 2011, pero un 70% de las calles aún son de tierra. Las cloacas fueron hechas en todo el barrio en 2016. No tienen instalación de gas, usan garrafas de propano. Para iluminarse tienen solo un transformador comunitario que no da abasto para todos los pobladores

 

Por su parte,  Rosa cuenta que le costó mucho adaptarse al barrio porque algunos vecinos no querían tratarla por su nacionalidad. “Yo estaba acostumbrada a vivir en Liniers con mis paisanos, pero vine acá para tener algo propio y me encontré con mucha discriminación”, cuenta.

Para el año 2000 María no tenía un trabajo remunerado, se dedicaba al cuidado de sus hijos. Un día que no tenían comida fue, junto a Zulma que entonces tenía 14 años, a una olla popular que se hacía en el barrio contiguo, 8 de mayo, y se quedó a escuchar la asamblea. El evento había sido organizado por mujeres. Entre ellas estaba Lorena Pastoriza, quien marcó la historia de los barrios del Área Reconquista: fue presidenta de la cooperativa de reciclado Bella Flor, un proyecto comunitario que contribuye al cuidado ambiental y a la economía circular. Falleció el septiembre de 2024 y dejó un fuerte legado que recogieron el resto de las mujeres de la zona.

“Vimos la experiencia, cómo se organizaban las compañeras y mi mamá dijo yo quiero cocer comida acá también, quiero cocinar para la gente del barrio”, recuerda Zulma. María convocó a los vecinos de Costa Esperanza a una asamblea y juntos organizaron una olla para todos, con la comida que cada uno tenía en su casa. Confeccionaron un techito en el que era su patio, donde hoy funciona el centro comunitario; pusieron una alfombra y armaron un fogón. 

“Se armó la primera olla popular en 2000, casi 2001, fue para nosotros mismos, éramos un poco más de 20 vecinos. La continuamos haciendo acá e íbamos rotando de casas hasta que años después oficializamos el comedor”, cuenta Zulma.

En  diciembre de 2001 estalló en Argentina una crisis que había comenzado meses antes, pero se agudizó a partir de la imposición de restricciones para acceder al dinero ahorrado en los bancos – el “corralito”–; y del estado de sitio decretado por el entonces presidente Fernando de la Rúa. Las políticas neoliberales de la década del noventa habían generado altos niveles de pobreza y desocupación en el país. No fue la excepción para los vecinos de Costa Esperanza. La crisis económica golpeaba las puertas de los más vulnerables y los migrantes pobres eran los primeros en la lista.

La casa de las Monges empezó a ser un punto de encuentro de las mujeres del barrio. Hacían pan casero, se juntaban a charlar, pensaban en alternativas para enfrentar la falta de recursos.

 “Las que motorizaban todo fueron las mujeres porque muchos de los vecinos varones se deprimieron porque no conseguían trabajo. Muchos eran de la colectividad paraguaya y tenían la idea machista de que ellos debían poner la comida en la mesa. Nos costó convencerlos para que se sumen a buscar una salida conjunta. Recién lo hicieron cuando empezamos a hacer la instalación de luz, de agua, la construcción de vereda. La cuestión del alimento siempre fue de las mujeres”, señala Zulma.

En tanto María recuerda: “Entre las mujeres nos apoyabamos mucho. Cuando había un cumpleaños todas colaborábamos. Cuando una venía con un problema, entre todas veíamos cómo resolverlo. Al principio nos juntábamos e íbamos a La Quema para traer la leña para cocinar, porque no había gas”.

Gavazzo remarca que las migrantes tienen mejores posibilidades de sobrevivir a contextos adversos si están organizadas. “En Buenos Aires tenemos una mentalidad muy individualista. Los migrantes tienen un espíritu más colaborativo, de reciprocidad. Tienen prácticas, algunas incluso ancestrales, comunitarias. Por ejemplo, los bolivianos tienen formas de ahorro colectivas. Los paraguayos tienen la `minga´: se reúnen todos y trabajan en mejorar la casa de un vecino, y un día toca tu casa. Todos salen beneficiados”.

En 2003 las Monges fundaron el Centro Comunitario “Casa Evita-Ñande Roga Guasu”, y dentro de él un comedor. Durante 21 años, trabajaron de forma ininterrumpida  de lunes a viernes,  excepto durante un momento de la pandemia. Pero a partir de enero 2024 el Estado dejó de entregar alimentos a los comedores de todo el país. El comedor desde entonces funciona solo 3 veces por semana. Entregan 55 viandas, porciones hechas con la mercadería que les envía la  provincia de Buenos Aires y el municipio de San Martín. 

Además, gran parte de sus trabajadoras dejaron de percibir el beneficio económico otorgado por el programa estatal “Potenciar Trabajo”. El plan era una prestación económica que daba el Estado, destinada a mejorar los ingresos de las personas que tienen un trabajo informal o trabajan en la economía popular. Entregaba el equivalente al 50 por ciento del Salario Mínimo, Vital y Móvil (SMVYM) y, como contraprestación, exigía a sus beneficiarios a participar de procesos socioproductivos y comunitarios coordinados por cooperativas. El gobierno de Milei dió de baja una gran cantidad de planes y congeló el monto a 80 dólares estadounidenses por mes, muy por debajo de la mitad de SMVYM, que hoy se sitúa alrededor los 138 dólares estadounidenses. 

“Muchas compañeras dejaron de trabajar porque no les alcanzaba para vivir y buscaron otros trabajos, o debieron sumar actividades para poder continuar con nosotras”, explicó Zulma.

Una situación similar ocurrió con la Cooperativa 9 de julio que dirige María. Por la reducción de los planes pasaron de ser 24 cooperativistas a 17 en los últimos meses.

Siguiendo los pasos de María, Zulma se convirtió en una lideresa del barrio y hoy es responsable de organización de la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular  (UTTEP) en todo San Martín. Si bien nació en Argentina, regresó junto a sus padres a Paraguay cuando tenía solo 15 días. Al poco tiempo ellos se separaron, su padre se marchó sin volver a comunicarse con ellas y su mamá decidió regresar a la Argentina porque en su tierra no conseguía trabajo. Zulma y sus dos hermanas (hasta el momento eran solo 3 hijas) quedaron al cuidado de su abuela. Recién volvió a vivir a la Argentina a sus 9 años y hoy dice que se siente “un poco paraguaya y un poco argentina”. 

En 2019 fundó con otras mujeres del barrio la Casa de la mujer Paraguaya “Kuña Guapa”, cuyo nombre significa “mujer trabajadora” en guaraní. Se trata de un espacio de atención y acompañamiento de los consumos problemáticos de sustancias para mujeres cís, lesbianas, travestis y trans, en el que además funcionaba una consejería para el migrante, para ayudar a las mujeres a hacer trámites como el del documento de identidad, o el cobro de pensiones o planes sociales; un Centro de Acceso a la Justicia (CAJ), que brindaba asesoramiento legal, administrativo y psicosocial; y acompañaban a las mujeres víctimas de violencia de género del barrio. 

“Kuña Guapa nace porque empezamos a ver muchas pibas del barrio en situación de consumo. Muchas compañeras nos juntábamos y hacíamos talleres para mujeres sobre crianza, sobre violencia, que es un tema muy complejo para trabajar en las colectividades, no es lo mismo con la paraguaya, con la boliviana, que con la argentina. Después desapareció y fue encontrada asesinada Araceli Fulles, una chica que era de la zona y a quien habíamos acompañado por sus consumos. Decidimos presentar un proyecto a la Sedronar (Secretaría de Políticas Integrales sobre Drogas)  para abrir el espacio”, contó Zulma.

A Kuña Guapa llegaron a trabajar cincuenta promotoras comunitarias, principalmente de los barrios del Área Reconquista. Abarcaba muchas problemáticas de la mujer migrante y acompañó a muchas mujeres de los barrios en su recuperación de los consumos, a salir de la violencia, a conseguir el pago de una cuota alimentaria para sus hijos y a gestionar trámites. Hoy trabajan sólo tres promotoras y tres profesionales: una psicóloga, una trabajadora social y  una profesora de arteterapia. También pasaron de abrir todos los días de la semana a tres días, por el recorte de los programas Potenciar Trabajo y por la eliminación del Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad de la Nación. 

“Hoy vemos que hay menos gente acercándose a la casa por el contexto del país. Al no tener una respuesta oficial para darles a las vecinas, políticas sociales que apunten a ayudarlas como era por ejemplo el programa ”Acompañar“, en el que les entregaban a las víctimas un apoyo económico por una cierta cantidad de meses para que pudieran dejar la casa que compartían con el agresor, dejaron de venir”, explica María Roxana Rojas, paraguaya y promotora del Kuña Guapa.

Recientemente, el gobierno nacional reemplazó el plan Potenciar Trabajo por dos nuevos programas: Volver al Trabajo y Acompañamiento Social. Si bien desde el gobierno aseguran que los beneficiarios del Potenciar no dejarán de recibir el pago, las entrevistadas miran el cambio con preocupación.

En 2019, Rosa formó la organización “Colectividades Unidas Sin Fronteras”, destinada al encuentro de mujeres migrantes provenientes de Bolivia, Paraguay, Perú y Colombia para ayudarse mutuamente. Comenzaron a articular con distintas instituciones municipales como con la Subsecretaría de Economía Social, Solidaria y del Trabajo, el Espacio Mujeres de San Martín o el área de desarrollo social de la municipalidad,  para resolver problemas de las migrantes tales como la falta de trabajo, problemas con la documentación o padecimientos de algún tipo de violencia .  

De allí surgió la organización de distintas ferias gastronómicas, con comidas de las distintas colectividades del barrio, en colaboración con el municipio. Hoy muchas de las mujeres que participaban se quedaron sin trabajo, como Gertrudis, que si bien colabora en un comedor comunitario del barrio sus mayores ingresos son por lo que vende en las ferias. 

Como alternativa, elaboraron un proyecto nuevo: hacer un patio gastronómico en el Barrio, en el que cada una pueda ofrecer la comida de su pueblo. Pidieron al municipio que les ceda una tierra para montarlo. 

“Yo creo que cocinar y compartir la comida es una forma de dar amor, qué más lindo para nosotras que poder compartir nuestras tradiciones con todos los vecinos. Solo necesitamos que nos den un espacio donde hacerlo. Nosotras después juntamos la plata y armamos todo para hacer el patio de comidas”, afirma Rosa.

En tanto, Zulma y María aseguran que ahora se encuentran tejiendo nuevas redes por fuera del Estado, como alianzas con asociaciones de la sociedad civil u ONGs,  para revitalizar el Centro Comunitario, el comedor y el Kuña Guapa.

La crisis económica y social que vuelve a transitar hoy el país recae especialmente sobre las mujeres migrantes pobres; pero las dificultades no es campo desconocido para Rosa, María, o  Zulma. Como migrantas han estado y están en constante movimiento, buscando alternativas, tejiendo nuevas redes, nuevas ideas. Así seguirán moviendo al mundo.

LG/MG

Este trabajo periodístico se realizó y publicó originalmente en la tercera edición de #CambiaLaHistoria, proyecto colaborativo de DW Akademie y Alharaca, promovido por el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania. Conoce el proyecto y más historias en https://cambialahistoria.com.