Mi amigo Fede Novick usa mucho una expresión que me encanta. “Se pasó tres pueblos”, suele decir cuando alguien transgrede un límite, por lo general con algún comentario malicioso que nos hace enojar o que nos suena desubicado. Pero entonces él dice eso, nos reímos y algo se desactiva (amistad y lengua suelta: ese tesoro).
Creo que me gusta la frase por la imagen un poco anacrónica que trae, de un mundo sin conexión permanente, sin GPS –siempre me costó el presente, no por nostálgica sino porque de muy chica vivo tirada por una soga invisible que me lleva a mirar más hacia el pasado que a lo de ahora; lo que yo quise encontrar estaba atrás y no aquí: una remera que diga–.
Me imagino a alguien un poco despistado al volante, que va cantando una canción que suena en la radio, se distrae porque el tema le hace acordar a alguien, no ve los carteles, va más allá, se pasa. La posibilidad de una ruta, también, de perder por un rato el control, el derecho a una fuga, como decíamos hace poquito por acá.
–Eve, ¿qué te asusta?
–¿Conocen esa sensación de creer que dejaste el horno prendido, incluso sabiendo perfectamente que no lo hiciste? Me pasa mucho desde que mi hijo se fue a la Universidad. Y sé que no se trata del horno…
–¿Y entonces qué es?
–Que no lo sé. Y eso es lo que me asusta.
Los ojos se le llenan de lágrimas a Eve. Después sonríe, mira para abajo. La escena pertenece a Mrs. Fletcher, una serie muy pequeña (asterisco: les dejo una nota/lista que escribí sobre comedias donde está incluida) protagonizada por la maravillosa Kathryn Hahn (otro asterisco: la pueden ver por todos lados en personajes increíbles, a mí me gustaron especialmente sus papeles en Transparent de Amazon, en la durísima I Know This Much is True junto a Mark Ruffalo por HBO, y en la película Vida privada, de Netflix, donde trabaja con Paul Giamatti).
Eve es una mujer divorciada, tiene un hijo que acaba de irse a la universidad, es atractiva y se enfrenta a esa suerte de libertad condicional que puede llegar a ser la vida en un nido vacío. El sacudón de encontrarse un poco sola la lleva a hacer cosas que nunca antes había probado: indaga en el porno online, se anota en un curso para escribir ensayos personales –de ahí sale el diálogo de arriba, que tiene con su profesora–, se tropieza cuando sale corriendo de una cita porque cree que dejó algo en el fuego, se empieza a interesar por Julian, un chico muy tímido que tiene la edad de su hijo.
Pero Eve no es la única desfasada de la historia: en Mrs. Fletcher todos se pasaron algunos pueblos: el hijo de Eve, que no termina de encontrarle la vuelta a la vida universitaria y se mete en problemas una y otra vez; Roy, uno de los ancianos del hogar donde trabaja la protagonista, que se masturba delante de sus compañeros mientras miran una película de Cary Grant. Y también Julian, que sufre en su habitación mientras fantasea con Eve y le manda mensajes ardientes.
Hacia el final, Eve organiza una fiesta y anuncia que va a dejar de ser la señora Fletcher del título para regresar a su nombre original (“mi nombre real, el nombre con el que nací, Eve Mackey”). Entonces baila con sus amigos y es todo cuerpo, brillo, risas, movimiento: los invitados le dan la bienvenida por haber vuelto, por ser de nuevo ella. La serie termina –no parece que vaya a tener nuevas temporadas, lamentablemente– con un desborde de antología, un tropezón generalizado que prefiero no revelarles a quienes no la vieron. La euforia, como suele ocurrir, se convierte en resaca, pero ella, como si sus labios le dijeran al mundo que nadie le va a quitar lo bailado, esboza una sonrisa.
Esta semana tuve el gusto de entrevistar a Alexandra Kohan (la leen siempre por acá) para el ciclo de Charlas en la redacción que hacemos en elDiarioAR y hablamos, entre muchas otras cosas, de patinarse con cáscaras de banana, del desliz como potencia. Fue a propósito de algo que ella escribió en su libro Y sin embargo, el amor donde en varios capítulos se detiene en una dimensión que me interesó particularmente: el registro de lo cómico en el amor, del enredo como una parte insoslayable de ese movimiento del deseo, de eso que no es sin eso, de la risa como llave contra la solemnidad (“No hagamos del amor una pasión triste”, propone en un momento, otra remera que diga).
Les dejo algo de lo mucho que subrayé en Y sin embargo, el amor: “Acaso en un análisis se trate de hacer de la travesía trágica una experiencia cómica y del héroe trágico un personaje cómico; hacer de la inhibición, del cuerpo detenido, un cuerpo en movimiento, aunque errante, en función del deseo siempre huidizo. Esa travesía no es sino el acontecimiento del amor”.
Durante estos días un poco resacosos para mí, bastante intensos para todos (¿alguien más siente por ahí que envejeció algunos siglos en la última semana?), tropecé varias veces, me escapé de lugares a las corridas con la sensación de haber dejado el horno prendido y en distintas circunstancias, por torpeza o arrebato, me pasé varios pueblos.
Pero ojo, también leí, miré y anoté de todo para una nueva edición de Mil lianas, que comparto ya mismo, antes de volver a meter la pata.
1. Lo que estábamos buscando, de Alessandro Baricco. “Nada más engañoso que usar la palabra mito como sinónimo de acontecimiento irreal, fantástico o legendario. El mito es aquello que dota de un perfil legible a un puñado de hechos (...). Es un fenómeno artificial, por supuesto, un producto del hombre; pero confundir lo artificial con lo irreal es una estupidez. El mito es quizás la criatura más real que existe”, dispara el escritor Alessandro Baricco para trazar una especie de marco con el que va a encastrar algunas ideas sobre la pandemia. Ese material quedó reunido en 33 fragmentos que conforman su reciente libro de ensayo llamado Lo que estábamos buscando (Anagrama, 2021).
A partir de ahí, de nombrar a la pandemia como una gran criatura mítica, va a trazar una serie de hipótesis, que van a poner a la emergencia sanitaria mundial por el Covid-19 a dialogar principalmente con el psicoanálisis y la historia. El autor habla de una especie de gran síntoma global, de un grito desesperado (“una inmensa corriente de deseo”) por bajar un cambio, “una urgencia generalizada de dar voz a un tormento intolerable”.
La escritura de Baricco, siempre diáfana y profunda a la vez, hace el resto: un montón de ideas que se quedan rebotando en la cabeza por un buen rato y un texto vertiginoso que se lee de una sentada.
Lo que estábamos buscando, de Alessandro Baricco, fue editado en español por Anagrama.
2. Yuval Robicheck. Un poco por la envidia de quien no puede dibujar ni una “o” con un vaso, otro poco por la admiración total que me produce la forma en la que logran condensar imágenes y sensaciones muy intensas con poquísimos elementos, cada tanto me gusta comentar el trabajo de ilustradores y artistas gráficos en Mil lianas, como pasó con Alexis Moyano, Alberto Montt o Liana Finck, por citar apenas algunos. Por suerte las redes nos acercan la obra de estos artistas y, apenas scrolleando un poco, se nos abre un mundo.
Esta vez quería detenerme en Yuval Robincheck, un ilustrador que trabaja desde Tel Aviv y que me gusta mucho por su simpleza y porque pareciera estar rondando siempre el universo de las relaciones amorosas, la inquietud, los desencuentros. Robincheck tiene una habilidad especial para meterse, con pocos trazos y colores planos, en un catálogo de estados de ánimo y ofrecernos en sus viñetas imágenes perfectas dentro de ese terreno indefinido de los sentimientos encontrados.
Pueden seguir el trabajo de Yuval Robincheck en su cuenta de Instagram.
3. La savia, de Ignacio Sánchez Mestre. Algo muy importante para agendar: volvió a la escena porteña la obra de teatro La savia, protagonizada por Mirta Busnelli y escrita por Ignacio Sánchez Mestre. Y digo importante, porque se trata de una de esas obras indelebles, entrañables incluso en su crudeza, y porque, tras cuatro temporadas exitosas en distintas salas y de su paso por el Festival Internacional de Buenos Aires (FIBA), va a tener algunas funciones más y después se despide para siempre.
“La savia es el líquido que circula por los vasos conductores y transporta el alimento de las plantas. La savia es también la palabra que se utiliza para nombrar el elemento que da vida a las cosas. Y la savia es la historia de Elsa, una amante de las plantas y de los libros. Una lectora que no quiere olvidar y empieza a escribir”, describieron alguna vez para contar esta historia, que es la de una procesión que va por dentro, la de una mujer grande que atraviesa una suerte de renacimiento desde que se decide a combatir el olvido.
El autor y director de La savia es el dramaturgo Ignacio Sánchez Mestre, un favorito total de esta casa virtual, y una de esas cabezas de las que pareciera que siempre están surgiendo imágenes e historias sensibles, como en un germinador.
La última temporada de La savia, con Mirta Busnelli, puede verse los domingos en el Teatro Metropolitan, Corrientes 1343, Ciudad de Buenos Aires, a las 18.30. Las entradas se consiguen por Platea Net.
¡Hasta la próxima!
AL
Mil lianas también se puede leer como newsletter. Para recibirlo por correo electrónico cada viernes pueden suscribirse por acá.