Premio Crónica Patagónica

¿Otoño dónde estás?

Camila Vautier

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“En el otoño el colibrí se fue a viajar / en la primavera regresó / 

lo reconocí porque le faltaba un dedo / 

me puse muy contenta cuando lo vi regresar“. 

Poema escrito por Otoño Uriarte, 1999 

Lunes 23 de octubre de 2006. 

De noche.

A esa hora en la que se cierran las cortinas, se encienden las luces y flota en la cocina el olor de la cena, en la casa de Otoño Uriarte ya estaban todos sentados alrededor de la mesa. Roberto Uriarte, su papá, y Ana Becerra, su madrastra, una, dos, tres niñas y un niño, miraban la novela en la tele. Sólo faltaba ella: Otoño. Había salido temprano por la mañana para ir a la escuela y no había regresado.

Vivían en la zona de chacras de Fernández Oro, un pueblo pequeño del Alto Valle de la provincia de Río Negro que en ese entonces no tenía más de seis mil habitantes y sus vecinos todavía podían decir que “todos se conocían”. Una única calle unía la casa con el centro de la localidad. La calle Kennedy. Oscura, larga y de tierra.

La familia Uriarte había llegado a ese lugar con la esperanza de montar un proyecto productivo. Antes, había vivido en El Bolsón, donde Otoño pasó su infancia. Pero la falta de trabajo estable los obligó a emigrar al valle. Compraron sus animales. Una vaca, un chancho, conejos, un caballo, abejas y más de trescientas gallinas que corrían detrás de los niños y los niños detrás de ellas, en una convivencia natural. 

Por ese tiempo, los días transcurrían difíciles, austeros, pero tranquilos. Roberto trabajaba en un programa de control de plagas y hacía changas. Ana salía a vender huevos. Y Otoño, con 16 años, cursaba su tercer año de la escuela secundaria.

–¿Dónde estás? –le preguntó Roberto por mensaje de texto. 

No obtuvo respuesta. Probó llamarla. Nada. La noche empezó a caer. 

–Ella siempre nos avisa, es raro –dijo Ana. 

Roberto intentó tranquilizarla. Se habrá quedado con alguna compañera de voley, respondió. Pero Ana sentía algo en el pecho. Miró por la ventana y vió que pasaba el auto de la policía. Y otra vez la cosa en el pecho. 

Cerca de las 23 Roberto se calzó los zapatos, un abrigo y salió en su moto, una Zanella de color gris, a buscarla. Dio una vuelta por el pueblo. Pasó por el Polideportivo donde Otoño tenía clases de voley, pero las chicas ya habían terminado de entrenar. Fue a la casa del profesor y a la de una amiga. Dio otra vuelta. Nada. A eso de las 23:45 estaba de regreso en su casa, sin novedades, sin imaginar lo que había pasado, intentando pensar que su hija iba a volver. 

****

Otoño lleva algo de viento en su nombre. Lleva algo de viento que huele a tierra y agua. A barro. Una hoja que pende de un árbol y se mece en una lucha invisible por no caer, por no perderse en el olvido como tantas otras hojas. Como tantas otras muertas.

*****

Lunes 23 de octubre de 2006

Por la mañana. 

Otoño se levantó temprano, se calzó el pantalón azul, la remera a rayas naranjas, amarillas y verdes y el buzo negro con una franja amarillo flúo a lo largo de la manga. Ató los cordones de sus zapatillas negras, colgó sobre su hombro la mochila de La Renga y a las siete y veinte de la mañana salió. No alcanzó a ver a su papá, que ya se había ido a trabajar. 

Se despidió de su hermano en la parada del colectivo que lo llevaría a la escuela primaria y siguió pedaleando en su bicicleta todo-terreno rojo despintado. Pedalear. Moverse. Flamear como el viento. Su papá dice que ella era fiel reflejo de su signo chino, el caballo: era así, de ir para adelante.

Casi a la misma hora, Leire Segovia se apresuraba a vestirse. Otra vez se le hacía tarde y estaba segura de que Ercilia Zarrabeitia, su compañera que vivía a la vuelta, ya se habría ido porque le encantaba llegar bien temprano a la escuela, ser de las primeras. En cambio pensó que podría encontrarse a mitad de camino con Otoño, su nueva amiga que venía desde la zona de chacras en bicicleta, la dejaba en casa de Ercilia o de Teresa Cau y seguían caminando junto a ella al colegio. 

Ya no tenía tiempo de desayunar, agarró al vuelo dos panes con manteca y dulce de leche, se calzó la mochila y salió. 

–¿Por qué te llevas dos? –alcanzó a preguntar su mamá que la venía casi empujando de atrás para que saliera de una vez. 

–Para la Oto, ma. Seguro me la encuentro en el camino.

A las 7:50, Leire salió de su casa y al pisar la vereda escuchó a sus espaldas el silbido que esperaba. Era Otoño en su bicicleta, pedaleando a todo dar. 

Otoño y Leire se habían hecho amigas ese año. Por varios días, Otoño había tenido que faltar a la escuela a causa de una varicela y empezó a ir a casa de Leire a buscar la tarea. Ella era la mayor de siete hermanos y como tal, se asombraba de la capacidad que tenía Otoño para empatizar con los niños como si fuera una más de ellos. Una vez, la pescó con el más grandote de sus hermanos saltando arriba de la cama de su mamá, a los puñetazos limpios.   

–¿Dejás la bici en lo de Erci? Yo te espero en la esquina –le dijo a Otoño, según lo declaró a la policía dos días más tarde, cuando su amiga ya no estaba.   

Ercilia ya se había ido, así que Otoño apoyó la bicicleta en la entrada de su casa y volvió junto a Leire. Buscaron a una compañera más y siguieron caminando las cuadras que faltaban para estar a las ocho en la puerta de la escuela. Sería un día largo: al medio día tenía informática y educación física, luego, pasaría por la casa de su amiga Adriana Salamanca y después iría a voley.

*****

Otoño nació el 24 de febrero de 1990 y el nombre se lo eligió su mamá. Dirán de ella que no pasaba desapercibida, que era impetuosa, teatrera como su madre, amiguera. Una chispa. Que le gustaba caminar y empaparse bajo la lluvia, jugar al voley y cantar canciones de Maná, La Renga o Los Piojos por los pasillos de la escuela a todo lo que da con su vozarrón de tanguera. 

También dirán que se fue con el novio. ¿Qué hacía caminando sola a esa hora, tan tarde? Otoño volvé, dejá de hacer gastar plata, dirán. Y… con la familia que tiene, dirán. Hasta el subjefe de la Policía de Río Negro, Víctor Cufré, declarará a una semana de su búsqueda: “Estoy convencido de que Otoño se fue de su casa por su propia voluntad”.

*****

Julio de 2006

Tres meses antes de que Otoño desapareciera

Otoño lo abraza al Roly, todos lo quieren: es el perro más popular de la escuela. Mediana estatura, pelo corto, ondulado, cabeza marrón clarito y una franja blanca que le cruza desde el cuello hasta casi tocar el hocico. Entra a las ocho de la mañana y se va a la una del medio día, junto a su dueño Matías Bustamante, compañero y amigo de Otoño. Si el dueño falta, Roly asiste igual.

Pero este día están ambos. El perro posando para la foto debajo del brazo de Otoño, que lo abraza con la cabeza ladeada mientras mira a la cámara digital gris. Y Matías, el encargado de sostener la cámara. Otoño sonríe. Su pelo cae lacio hacia un costado. Click. 

Morena Sánchez, docente de plástica del CEM 14 de Fernández Oro que aún trabaja en la escuela, está saliendo de la sala de profesores cuando la sorprenden Otoño y Matías. 

–¡Profe, profe! ¿Nos sacamos una foto?

Posan abrazadas. Morena levanta el brazo derecho y saca la lengua, Otoño la imita. Morena está embarazada de su segundo hijo. Otoño tiene puesta la misma campera con la que fue vista por última vez antes de desaparecer. Click.

Agosto de 2006 

Dos meses antes de la desaparición

–¿Quién es esa piba? –cuchichearon por lo bajo las chicas de voley la primera vez que vieron entrar a Otoño al polideportivo. Cola de caballo, pelo castaño, un vozarrón. 

Otoño amaba jugar al voley y se convirtió en poco tiempo en una de las mejores. Tenía la altura ideal para hacer los remates y la actitud suficiente para tirarse al piso a rescatar la pelota en un embate mano a mano contra la gravedad.

–Vos te tirás al suelo y caes tipo gusano –le explicaba Otoño a su amiga Marina Anduelo.

La técnica se llama “secante” y Marina no se animaba a hacerla porque no tenía rodilleras, le daba miedo eso de tirarse al piso sin protección. Iba a voley desde niña, comenzó a los 9 años, mucho antes que Otoño, y aunque no jugaba tan bien como ella, nunca dejó de ir. “Mientras esté a su lado voy a aprender”, se repetía pensando algún día llegar al nivel de “las grosas”. 

Este agosto está cerca de cumplirlo. Va con Otoño a una concentración de dos días de entrenamientos físicos extremos junto a otros equipos. Tienen 16 años las dos. 

Aunque son parte de la práctica, los partidos se juegan a todo o nada. Suena el silbato, una de las contrarias cachetea la pelota con un remate que está a punto de perforar el suelo, pero Marina vuela por el aire, estira los brazos, ondea su cuerpo tal y como le había enseñado su amiga, la rescata. ¡Pum, puntazo! 

–¡Bien, wacha!

Desde el piso siente la palmada enérgica de Otoño, que va corriendo desde atrás para felicitarla. Será la última vez que jueguen juntas.

*****

24 de octubre de 2006.

Primer día sin Otoño.

¿Se enojó? ¿Se fue? Pero estaba su ropa, su documento, todo, pensó Ana. No podía ser.  

A eso de las ocho de la mañana, Roberto entró desesperado a la escuela, buscando a las amigas de su hija para preguntarles si la habían visto. Ella nunca se iba sin avisar. Era muy común que se quedara en casa de amigas a dormir, pero siempre, siempre avisaba. 

–El padre entró muy nervioso, buscaba a una de las chicas amigas de Otoño para preguntar por ella, yo le dije que espere, que antes tenían que ingresar al aula y pasar asistencia. Yo con el chip metido de lo que hay que hacer… nunca me imaginé –recuerda Nora García diecisiete años después de ese día. En ese entonces era vicedirectora del CEM 14. 

A las 10:40 Roberto radicó la exposición policial en la Comisaría 26° de Fernández Oro. Ese mismo día, la Comisaría emitió un mensaje hacia las dependencias policiales de toda la provincia de Río Negro:

LUGAR: Cria 26° General Fernández Oro 

FECHA: 24 de octubre de 2006 

DESTINATARIO: Circular general 

DESTINO: Red Policial 

TXT N° 132 “D4-C” Raíz exposición policial radicada por ROBERTO ENRIQUE URIARTE solicito demora su hija OTOÑO URIARTE, de 16 años de edad, misma es de 1,70 estatura, cabello castaño claro, lacio, largo, ojos celestes, contextura física normal, vestía al momento de ausentarse pantalón buzo color celeste, campera negra y fucsia, remera con rayas varios colores, y una mochila color negra. Misma salió del domicilio el día de ayer, no regresando hasta la fecha. Habida que fuera proceder demora, fines restituida al hogar. Fdo. Crio VALLEJOS, JEFE DE UNIDAD 26°. GRAL FERNÁNDEZ ORO

Roberto luego dirá que ese día no informó a la Policía cómo estaba vestida su hija. 

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Ese primer día sin Otoño, Morena Sánchez no había ido a la escuela. Estaba de licencia porque le faltaba poco para dar a luz a su bebé. Dos compañeras profesoras fueron a visitarla. Tomando mates, una de ellas le dijo: 

–¿Viste que desapareció una estudiante nuestra? 

–¿Cómo que desapareció? 

No aparece, se fue a jugar al voley, no volvió a su casa, el papá hizo la denuncia, no se sabe si se fue con un novio. Todas esas cosas que se dicen cuando desaparece una mujer. 

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Otoño está en un mural en la pared de su escuela, el CEM 14 de Fernández Oro, y es lo primero que se ve al entrar. Las uñas largas y grises de una mano encierran a una joven de vestido largo que parece un ángel. Detrás de ella, la muerte sostiene su hoz. 

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Noviembre. Diciembre. Enero. Febrero. Marzo.

Sin novedad.

Desde que Otoño desapareció, la escuela se paralizó por completo. Se hicieron marchas todos los días para exigir la aparición de la estudiante. Sus compañeras, compañeros y docentes salieron a rastrillar por cada chacra, pastizal, canal y descampado, a la espera de encontrar algún indicio de ella. Sobre ese tiempo, Matías Bustamante recuerda que salían “guiados por un comisario” a rastrillar. 

Cada día al finalizar la jornada de búsqueda, toda la escuela, la familia, amigos, amigas, vecinos y vecinas y hasta el cura del pueblo que participaban de los rastrillajes, se reunían en el Polideportivo a recibir el parte del Comité de Crisis. 

–Todos los días era “sin novedad, sin novedad” –recuerda Roberto Pinilla, un docente que acompañó desde un principio la causa.

–Ya para el día siguiente de la desaparición nos empezamos a organizar con el curso para salir a buscarla. Me acuerdo patente que por en frente de mi casa pasa el colectivo y con una amiga nos subimos con un cartel con la foto de ella a preguntar si la habían visto. Todos los días lo hacíamos. Todos –cuenta Leire Segovia. 

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Otoño está en una carta escrita por sus compañeras mientras la buscaban. Una carta guardada en una carpeta, en un armario de la escuela. Una carpeta desempolvada. Una carta que dice:

A pesar de que no te conocí, no quiero que ocurra lo mismo que mi prima Daniela Calfupán. No quiero que se olviden de vos como de ella. 

Daniela Calfupán tenía 14 años cuando fue asesinada en 1995 en Fernández Oro y su crimen quedó impune. En toda su historia, en el pueblo hubo cinco femicidios. Hasta ahora, sólo uno había tenido condena.

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En General Fernández Oro la mayoría de las calles son de tierra y tienen el mismo color ladrillo que sus casas de techos bajos. En verano es común pasar las tardes al río que le da nombre a la provincia, el río Negro. Hay quienes dicen que es un pueblo tranquilo y quienes sostienen que antes lo era, pero que ya no. 

–Siempre fue un pueblo tranquilo hasta que pasó lo de Otoño –dicen algunos. 

–¿Desaparece una chica y vivís en un pueblo pacífico? – preguntan otros.

–En Fernández Oro nos conocemos todos, creo. Y está faltando una persona. Esto no es normal.

La ciudad más cercana es Cipolletti, está a unos seis kilómetros y es conocida como la “Capital de los femicidios” por los dos triple crímenes. El primero fue en 1997. María Emilia González, de 24 años, su hermana Paula Micaela, de 17, y una de sus mejores amigas, Verónica Villar, de 22, salieron a caminar y nunca regresaron. Sus cuerpos asesinados fueron encontrados dos días más tarde y recién en 2021 fue condenado un único responsable: Claudio Kielmasz. El segundo triple crimen fue en mayo de 2002 y se conoció como “la masacre del laboratorio”, donde fueron asesinadas la bioquímica Mónica García, de 28 años, la psicóloga Carmen Marcoveccio, de 30, y la paciente Alejandra Carbajales, de 40 años, en los consultorios de la esquina de Roca y 25 de Mayo. 

El término femicidio se incorporó al Código Penal argentino en el año 2012. Hasta ese momento, no había manera de nombrar (y mucho menos de juzgar) a esa crueldad hacia el cuerpo de las mujeres. “Concebir de esta forma los asesinatos de mujeres por razones de género permite una comprensión más profunda del fenómeno y sus causas, entre ellas un componente social que pone el eje en el hecho de que todas las expresiones de violencia contra las mujeres están arraigadas en construcciones de poder que ordenan las relaciones sociales entre hombres y mujeres”, explicó la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el primer informe elaborado por el Registro Nacional de Femicidios de la Justicia Argentina.

En 2015 la rabia por el femicidio de Chiara Paez, ocurrido en Santa Fe, se volcó a las calles de todo el país bajo el grito que se convirtió en movimiento: “Ni una menos, ¡vivas nos queremos!”. 

Según el Observatorio Ahora que Sí Nos Ven, en Argentina se produce un femicidio cada 26 horas. Un informe de la Oficina de la Mujer de la Corte Suprema de Justicia de la Nación reveló que al 31 de diciembre de 2023 el 15% de las 246 causas judiciales por femicidios habían sido archivadas, el 82% aún continuaban en proceso judicial y de ese total, el 74% está investigación, el 7% en etapa de juicio y 1% con sentencia no firme. Sólo el 3% terminaron con sentencia condenatoria.

En 2025, el gobierno de ultraderecha de Javier Milei manifestó su intención de eliminar la figura del femicidio del Código Penal. De concretarse, esta política implicaría un feroz retroceso ya que todos los países de América Latina (excepto Cuba y Haití) cuentan con leyes que penalizan el femicidio. 

El femicidio es una muerte evitable, dolorosa, injusta. A Otoño Uriarte la buscaron durante seis meses incansablemente. En ese tiempo empezaron a llegar llamados anónimos que decían haber visto a Otoño en prostíbulos de distintos puntos del país. Así su padre viajó a San Martín de los Andes, a Córdoba y a Santa Cruz en búsqueda de su hija. La sospecha de que la desaparición de Otoño podía estar vinculada a la trata de personas se agudizó cuando en 2007, meses antes del hallazgo del cuerpo, se conocieron unas escuchas que revelaban la connivencia entre proxenetas y efectivos de la policía de Río Negro. La complicidad policial y las dilaciones por parte del Poder Judicial fueron el centro de los persistentes reclamos de sus familiares ante una pregunta que esperaba respuestas: ¿Qué pasó con Otoño?  

La causa por Otoño no está caratulada como femicidio. Por ser anterior a la existencia de esta figura, fue juzgado como “privación ilegítima de la libertad agravada por la participación de tres o más personas, por ser la víctima menor de edad y por haberle ocasionado intencionalmente la muerte”.

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9 de abril de 2007  

Se revelan las escuchas 

–¿Sabés qué? Tengo que llevar a una chica para fichar, loco –dijo el proxeneta.

–¿Cómo está (la chica)? –contestó el oficial.

–Está re buena.

–Uy, qué los parió. Esperá... Le preguntamos al subco.

Así comienza la conversación entre un regenteador del prostíbulo Las Vegas de Choele Choel, en el Valle Medio de Río Negro, a unos 200 kilómetros de Fernández Oro, con policías de la comisaría octava de esa localidad, reveladas por el Diario Río Negro en medio de la investigación por la desaparición de Otoño. Este prostíbulo se dedicaba a la trata de mujeres para la explotación sexual.

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Otoño está en un poema que escribió a sus nueve años, mirando la ventana. “En otoño el colibrí se fue a viajar / en la primavera regresó / lo reconocí porque le faltaba un dedo / me puse muy contenta cuando lo vi regresar”. 

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22 de febrero de 2007

Decime dónde estás  

Desde que había desaparecido su amiga, Leire Segovia estuvo meses durmiendo mal, despertándose a cada rato, tenía miedo de soñarla. Recién en enero recuperó el descanso profundo. Y en febrero la soñó. “Era lo que yo más miedo tenía”, confiesa casi veinte años después. 

En el sueño, Leire estaba en su habitación y veía a alguien entrar por la puerta. Era Otoño. Se sentó a los pies de la cama donde ella estaba acostada. 

–Oto, ¿dónde estás? Decime donde estás, está todo el mundo buscándote. 

Ella solo la miró, como sonriendo. 

–Yo ya no estoy. 

Otoño tenía su cara blanca, más blanca que nunca, con marcas como de golpes que se borraban, como un moretón deshaciéndose.

–Pero contame qué te pasó. 

–Mirá.

Y le muestra. Como si fuera una película. Un auto, como de la mitad hacia abajo, un auto y piernas de varones. Leire no reconoció ninguna voz. Era como un sonido confuso. Uh uh uh uh. Eran voces de hombres. La sacan de la parte de atrás del auto y la dejan en un lugar muy sucio, desprolijo, con yuyos y juncos. 

Al despertar, Leire, desesperada, le dijo a su papá: “¡Llevame al río porque Otoño está en el agua! Llevame al río, llevame al río…” 

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24 de abril de 2007 

El cuerpo. 

Leire se preparaba para ir a la marcha, como cada lunes a las ocho de la noche, cuando el teléfono de su mamá sonó.

–Poné el canal 10. Encontraron a la piba -dijo la voz al otro lado de la línea. 

El cuerpo de Otoño fue encontrado en el desarenador del canal de riego de El Treinta, un paraje rural ubicado a las afueras del pueblo, en el límite con Cipolletti. 

Roberto se encontraba en la provincia de Santa Cruz siguiendo una pista falsa que lo había llevado hacia Las Casitas, un barrio de prostíbulos que era sospechado como destino para la prostitución forzada. Primero, lo llamó su hermana. Después, la jueza.  

Mientras tanto, en la televisión mostraban la imagen de hombres con maletines y escaleras sacando de una rejilla los restos de un cuerpo que ya no era. El canal vacío, apenas un hilo de agua. Un bulto tapado con nylon y se ve. Es como si el nylon se levantara y se ve: la campera negra con el fluo amarrillo. Era ella. 

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Otoño está en una canción escrita por su amiga Nadia Escobar, cantante de la banda de punk del pueblo, Neurona, y ahora de Dulce Ironía. “La luna cuelga callada y sin hablar porque alguien la puede apagar / la puede acabar”. Otoño los seguía donde tocaran, en la plaza, en el anfiteatro, en las vías del tren, el polideportivo. “Quizás el sol haga brillar hoy más el azul cielo / sus ojos cielo / quizás la luz pueda llenar el vacío de la estación”. 

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12 años después

Fernández Oro

Para el aniversario de los 12 años, Marina Anduelo, la compañera de voley de Otoño, ya tenía a su hijo más chico y lo llevaba a upa. No miró a nadie, solo habló: 

–Hace 12 años que lloro a escondidas, que no encuentro el espacio, ni el lugar, ni las personas para hablarlo, que me marcó para siempre, que todavía no me puedo reponer. Es una herida tan grande que me ha llevado muchos años de tristeza. Si bien una hace cosas para ser feliz, es como un chicle pegado a la zapatilla. Lo llevas a todos lados. 

Dice que hubiera sido peor para ella quedarse en su casa sin hacer nada. “Empecé a militar, a ir a marchas por otras chicas. Me parecía muy movilizante ver la cara de Otoño, ver que otra gente lleva la remera, el cartel”. 

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2008/2016/2017/2020/2024

Dieciocho años pidiendo justicia

En agosto del 2008 fueron imputados por primera vez los cuatro acusados que llegaron a juicio: Ricardo Néstor Cau, su hermano José Iram Jhaffri, Maximiliano Lagos y Ángel “El Gato” Antilaf. Menos el Gato, el resto eran hombres conocidos en Fernández Oro. 

Más tarde, se sumaron dos más. Juan Calfiqueo, sobreseído en 2023 por la prescripción del delito que se le imputaba: encubrimiento. Y Federico Saavedra, la última persona que estuvo con Otoño ese día, un amigovio con el que había empezado a salir, también sobreseído por falta de pruebas en su contra. 

A este grupo de imputados, la jueza Sonia Martín los sobreseyó en 2016 con el argumento de que no existían pruebas para procesarlos. En 2017, el Superior Tribunal de Justicia revocó el sobreseimiento. La causa llegó hasta la Corte Suprema donde durmió tres años, hasta que en 2020 emitió una breve resolución que habilitaba a seguir investigando. 

Ese mismo año, el caso pasó a manos de la fiscal Teresa Giuffrida quien, junto a la abogada querellante Gabriela Procopiw, reunieron nuevos testimonios, volvieron a acusar a los hombres señalados inicialmente como responsables, y solicitaron la elevación a juicio a contrarreloj, apenas unas horas antes de que la causa cayera. 

En 2024, tras 18 años de espera, llegó el juicio. Durante las once jornadas de largas audiencias, la esquina entre las calles Urquiza y España donde se erige la Oficina Judicial de Cipolletti, se convirtió en un altar. Cada mañana, religiosamente antes de comenzar, las amigas de Otoño colgaron las banderas, sus docentes se abrazaron en ronda, su familia se tomó de las manos y las paredes se llenaron de carteles con la foto grande, bien grande, de Otoño.   

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Una tarde de 2023

El Bolsón

Hay un hombre que mira por la ventana de una casita de barro. Afuera está el bosque, las ramas meciéndose tranquilas con una brisa que más tarde traerá lluvia. Ese hombre es Roberto Uriarte. Vive solo en su refugio, como lo llama. 

La casa está metida en un bosque de radales, notros y maitenes a varios kilómetros de la zona céntrica de El Bolsón, un lugar que le trae recuerdos de otro tiempo. Un tiempo en que Otoño era niña y todavía vivía y donde él podía ser lo que siempre quiso: un artesano de la feria, vendedor de aritos confeccionados de prolijos firuletes de metal y piedras que acaso atraigan a la buena suerte.

Pone la pava al fuego y se sienta a esperar que el agua se caliente. La espalda del hombre que ahora espera se arquea, como las ramas de los árboles que se mecen tranquilos del otro lado de la ventana. Tiene 62 años y se gana la vida con trabajos de electricidad. Tiene la piel marrón tierra, las manos curtidas, el pelo largo y algunas canas. Unos ojos profundos como el tiempo y claros como los de su hija Otoño.

Ya casi no da entrevistas. Dice que está cansado del Sistema, así, con mayúscula.

–La complicidad judicial y política estuvo siempre, pero es muy difícil de sacar a la luz. Mirá, no lo ha podido hacer Susana con todo el acompañamiento que tiene.

Se refiere a Susana Trimarco, la mamá de María de los Ángeles “Marita” Verón que se convirtió en referente de la lucha contra la trata de personas después de que su hija de 22 años fuera secuestrada el 3 de abril de 2002 en San Miguel de Tucumán. Roberto se reunió con Susana cuando comenzaron las sospechas de que la desaparición de Otoño podía estar relacionada con la trata de personas para explotación sexual.  

–Po-lí-ti-co,  ju-di-cial–, remarca. 

Aún así, Roberto seguirá hasta el final. Hoy espera pacientemente la llegada del juicio. Los huesos de su hija aún están en la morgue del poder judicial para realizar las últimas pericias, las que no pudieron hacerse a tiempo por “falta de presupuesto”. En todo este tiempo pasaron fugaces frente a sus ojos las infancias de sus otros cuatro hijos, su propia juventud. 

El hombre que arquea su espalda, que mira la ventana y recuerda, aguantará. No sabe todavía que el Tribunal conformado por la jueza María Florencia Caruso Martín, junto a los magistrados Amorina Sánchez Merino y Juan Pedro Puntel, declarará culpables a Néstor Ricardo Cau, Germán Ángel Antilaf, José Hiram Jafri y Maximiliano Nahuel Lagos por el delito de privación ilegítima de la libertad agravada, con resultado de muerte de Otoño Uriarte.

–No existe duda de que los cuatro traídos a juicio han sido responsables de la muerte de Otoño Uriarte. Todos en grado de coautoría. Todos tenían conocimiento y aceptaron la comisión de los hechos, respondiendo penalmente de la misma manera–, sentenciará la jueza Caruso Martín, para quien hubo un “plan previo” para secuestrar a Otoño. 

Para muchas amigas de Otoño será él, Roberto, un refugio. Alguien capaz de escuchar y mantener la calma, un ejemplo de templanza en momentos donde la rabia amenaza con desbordar los límites del cuerpo para salir a romper todo. 

El hombre que mira la ventana intentará no pensar en quienes fueron “los autores” porque su propósito es otro: exponer a las “organizaciones” y “personajes oscuros” que “manejan los hilos que para la sociedad son imperceptibles”. “Me encantaría, que queden evidenciados, que no es un capricho nuestro: existen, están ahí, y son parte de los poderosos”, dirá. 

–Puede presumirse que lo de Otoño fue un encargo y que luego sería llevada a un prostíbulo–, sostuvo el Tribunal acerca de la hipótesis de que a Otoño la pudieron haber secuestrado para la trata de personas. Sin embargo, aclararon que, si bien se “mencionó un fin sexual, una deuda” como motivación del femicidio, “no hay ningún otro dato que lo respalde”. Esto no hace que varíe la pena para los cuatro acusados. La prisión perpetua. 

Así como los árboles que se mecen tranquilos, Roberto inspira y llena sus pulmones de aire. Lo retiene y lo suelta casi sin mover un músculo. No quiere pensar en los autores porque si piensa en ellos le vienen ganas de matar:

–Digo, por ahí me puedo convertir en un asesino, en momentos de maquinar y maquinar.

Respira. 

–Mis hijas me sostienen, mi nieto también. Es ahí donde se continúa, en los que vienen.

Se para y saca de un estante una caja de madera. Ahí guarda las artesanías que pudo volver a hacer en sus ratos libres, como unos porta sahumerios de cerámica con forma de duendes. Los muestra orgulloso. Piensa en viajar en moto, hacer feria, música y escribir. 

Roberto ya no cree en la justicia, dice que si no la hay para los vivos, menos la habrá para los muertos, que justicia sería que su hija estuviera viva. Otoño Uriarte tendría ahora 35 años. ¿Sería veterinaria como soñaba de chica? ¿Iría a pasear a la feria de El Bolsón, donde pasó días enteros durante los veranos de su infancia? ¿Seguiría jugando al voley, tal vez, enseñando a las más chicas las técnicas que ella, como buena jugadora que era, sabía muy bien hacer?

Al final, Roberto se funde en un silencio largo. El hombre que ya no cree en la justicia, pierde la mirada en la ventana y espera, admite que hay una esperanza que todavía conserva: tal vez y sólo tal vez, si mira fijo a la ventana, vea a su colibrí regresar a casa. 

El Concurso de Crónica Patagónica es uno de los programas más ambiciosos de la Fundación de Periodismo Patagónico. Durante sus primeras seis ediciones han enviado sus textos más de 500 cronistas y fueron jurado periodistas y escritores como María Moreno, Cristian Alarcón, Roberto Herrscher, Sonia Budassi, entre otros y otras.

Desde su puesta en marcha ha sido clave en la construcción de la red de #CronistasDelSur, que narra la Patagonia desde los territorios.