Rojas, un pueblo que hizo silencio para despedir a Úrsula

Julieta Roffo

Rojas. Enviada especial —
10 de febrero de 2021 21:33 h

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Rojas, este pueblo a 240 kilómetros de Buenos Aires en el que viven unas 18.000 personas, es este miércoles el rincón de la Argentina que hace silencio todo junto hasta que un hombre grita “Justicia” en su plaza principal y más de mil personas empiezan a aplaudir al mismo tiempo. Aplauden justo después de que Patricia y Adolfo Bahíllo bajen de un coche fúnebre el cajón en el que está el cuerpo de su única hija, Úrsula, asesinada por su ex novio, Matías Ezequiel Martínez, un policía de la Provincia.

Aplauden mientras Patricia mira al cielo y no llora, y le acaricia la cara con barbijo a su papá. “Fuerza, papi, vamos a hacer Justicia”, le dice: acaban de salir de la parroquia central del pueblo y de escuchar a Ángel Cuchetti, el cura que instó a todos los jóvenes de la plaza a que no se acostumbren al mal. Como cada vez que toca mover el cajón, Walter De la Fuente, asesor del ministro de Seguridad bonaerense Sergio Berni, se ocupa de una de las manijas. Es una de todas las maneras en las que no se despega de la familia de la víctima durante todo el día.

Esta localidad cerealera es este miércoles un desfile de motitos de baja cilindrada que llegan hasta la manzana de la casa velatoria Solari. Hay fila de amigas y amigos y vecinas y vecinos que vienen a despedirse de la víctima, que tenía 18 años y había denunciado a Martínez ante el Estado. Entran al salón estrictamente en grupos de tres, Covid-19 mediante. En la vereda de enfrente, sobre un paredón de ladrillos a los que les crece verdín, se derrumban algunas adolescentes mientras esperan para entrar o apenas salen. “¡Qué hijo de puta, qué hijo de puta! ¿Cómo le va a hacer algo así?”, grita una de ellas. Dos amigas la sostienen por los hombros. Tres chicas describen lo viral que fue, por WhatsApp, la convocatoria a la plaza San Martín apenas se conoció el femicidio de Úrsula: “En 10 minutos la plaza se llenó de gente”. Trajeron hasta acá flores robadas de los jardines de Rojas y los ojos hinchados. Hicieron silencio cuando la salida del cajón hacia el coche fúnebre fue inminente y sólo se escuchó el llanto angustiado de la tía de la víctima desde el pasillo del salón.

Rojas es hoy un pueblo que, como todos los días, baja los toldos de los negocios a la hora de la siesta para que el sol no atente contra la mercadería, pero en el que pasan cosas que, dicen en estas calles, nunca les había tocado vivir. Por eso en la farmacia Villa del centro, de esas con frascos de boticario en las estanterías de madera, la conversación es sobre que la comisaría fue intervenida. Por eso en una de las tres confiterías en las que se puede conseguir almorzar después de las dos de la tarde cuatro varones dejan de pestañear cuando por la tele pasan los audios en los que Úrsula narraba a sus amigas la violencia de la que era víctima, y la encargada corre a mostrarle al dueño un video en el que se ve a un amigo de los dos: “El Chungo en Crónica, salió en Crónica”, le dice. Por eso la vidriera de la casa que ofrece largas cuotas para comprar electrodomésticos, repleta de parlantes de los que se instalan en los baúles de los autos, está empapelada con afiches que dicen “La policía es cómplice”.

Este cachito de la pampa húmeda es sede del femicidio que ahora mismo hace ruido hasta que haga ruido el próximo. El monumento principal de la plaza del centro está forrado de cartulinas. Dicen “Ni una menos”, “Libres sin miedo”, “Justicia por Úrsula”, “No nos callan más” y “¿Quién nos cuida de la Policía?”. También dice “Justicia” con aerosol rojo en la fachada del edificio municipal, y “Mafiosos”. El banco rojo de la plaza en el que se lee “En memoria de todas las mujeres asesinadas por quienes decían 'amarlas'” está vacante esta tarde. A algunos metros, el recuerdo de Úrsula reúne a tres adolescentes que se conocieron -también con ella- en el jardín de infantes. “Lo que más me voy a acordar es su sonrisa”, dice Sofía Rodríguez. “Quiero que el asesino pague por lo que hizo, que sufra por lo que le hizo sufrir, que vaya a la cárcel”.

Rojas es un pueblo en el que resuenan dos murmullos constantes: que Úrsula no tenía hermanos, que era lo único que Patricia y Adolfo tenían; y que cómo es que pidió ayuda y no la recibió. Un lugar con vecinos que se asoman a la ruta para ver pasar un cortejo fúnebre. Una localidad que se despide por última vez de Úrsula Bahíllo con un aplauso acompasado con el momento en el que su mamá tira algunos claveles blancos al agujero de tierra en el que tuvo que sepultar a su hija.

Y es también un pueblo en el que hay vallado municipal dispuesto para custodiar la cuadra de la comisaría. En el que dos policías redistribuyen las persianas metálicas disponibles en ventanas que ya fueron apedreadas por los vecinos. En el que la sede local de la Comisaría de la Mujer tiene cortinas violetas y una jefa interina, Gabriela Peralta, que asegura a este diario que todas las denuncias son tomadas pero que no tienen ningún auto disponible para cuando hace falta auxiliar a alguien. Asoma a la puerta el teléfono oficial del que depende tomar las denuncias: es un celular que sólo puede recibir llamadas y que está remendado con cinta scotch. Esos son los recursos este miércoles y esos serán los recursos este jueves.

Rojas es, en el atardecer de este miércoles, un pueblo de cuyo cementerio privado salen demasiados jóvenes.

JR