Debemos tener siete, nueve y doce años respectivamente. Nacho es el más grande y el más alto, pero sólo por ahora. Tomás está parado en medio de nosotros dos. Vistos desde atrás somos una fotografía perfecta, el cuadro final de una película sobre amigos o hermanos que viven una experiencia íntima y reveladora en un verano cálido e iluminado. Pero en realidad sólo nos motiva el aburrimiento. Ya pasamos horas barrenando olas, hicimos pozos a metros de la orilla hasta alcanzar el agua que empieza a emerger apenas uno siente la arena húmeda entre los dedos, comimos sánguches de tortilla y jugamos al tejo. Miramos la línea que traza el horizonte sobre el mar y lo hacemos juntos porque así, al menos, el aburrimiento es compartido.
—Qué hay del otro lado.
Pregunto.
—África —responde Nacho.
Acaba de terminar séptimo grado y ya tuvo clases de Geografía. Le tomaron una prueba en la que tenía que identificar cien países con sus respectivas capitales.
—¿África, la de las jirafas?
Mi conocimiento de ese continente se reduce a la enciclopedia ilustrada que hay en la biblioteca de casa y al refrán popular de casi todas las familias argentinas de que cada comida que se rechaza es un insulto dirigido a todos los niños africanos de seis años que no tienen para comer.
—Hay jirafas, sí.
Me responde Nacho. Tomás no dice nada.
—¿Cuánto mide una jirafa?
Debe decirlo en la enciclopedia, pero yo tengo una memoria más bien visual. Nacho parece dudar y está a punto de intentar una respuesta. Tomás se le adelanta, tiene nueve años y es el más aplicado de la familia, al menos por ahora.
—Cuatro metros.
—Cuánto es cuatro metros.
—Vos cuatro veces.
Me apoyo sobre las puntas de mis pies y estiro el cuello intentando ver más allá de la línea del horizonte. No veo nada, o veo lo mismo que a fin de cuentas es nada. Miro para atrás y lo veo a Santiago. Es el menor, tiene cuatro años y se está llevando un puñado de arena a la boca. Mamá tarda en darse cuenta, pero cuando lo hace le agarra la muñeca con firmeza y le golpea el puño cerrado hasta que suelta la arena y se larga a llorar. Llora porque está descubriendo que no siempre se puede hacer lo que uno quiere, especialmente si lo que uno quiere le hace mal. Yo ya sé que no tengo que comer arena, así que vuelvo a enfocarme en la costa africana que no alcanzo a ver. Pienso que si entre los tres hiciéramos una torre humana quizás llegaríamos a medir lo mismo que una jirafa. Nacho, Tomás y yo. Los pies de cada uno sostenidos por los hombros de su hermano mayor inmediato.
—¿Se pueden ver las jirafas desde acá?
—No.
Responde Nacho con la certeza del conocimiento racional que se le va metiendo a uno a medida que pasa de grado. La primaria es eso, un diploma que certifica que se ha logrado pensar como cualquier otro ser humano adulto y racional.
— ¿Y si nos paramos uno encima del otro?
—Tampoco.
—¿Por qué?
—Porque las jirafas son muy chicas y África está muy lejos.
—Cuatro metros no es muy chico.
—Lo es en comparación.
Dice Nacho. Yo no pregunto en comparación con qué porque estoy confundido y porque sé que tantas repreguntas van a terminar por molestar a mi hermano. El viento de la costa se levanta y me llega el berrido de Santiago. Quiere comer arena y yo quiero ver a las jirafas africanas que se pasean en las costas de otro continente, a miles de kilómetros.
El berrido de Santiago es atronador. No tanto porque él tenga unos pulmones particularmente grandes sino porque quien grita es, justamente, mi hermano. No termino de entender si lo que siento es pena porque quien llora es mi hermano menor o vergüenza porque las demás
familias que ocupan la playa miran entre curiosos y fastidiados a ese niño de cuatro años que hace un berrinche.
—Mamá le va a dar un bife.
Dice Tomás. Yo no sé. Porque, aunque mamá ya demostró otras veces que no tienen mucho problema en largarle una cachetada en público a cualquiera de sus hijos, Santiago es muy chico y ella tiene cierta debilidad por ese hijo menor, el último. A mí, por ejemplo, me cruzó una bife en la salida del colegio, apenas un año atrás. Esa vez no sentí pena ni dolor sino vergüenza porque mis compañeros fueron testigos de todo el asunto. Mi mejor amigo, Javier, se quedó paralizado cuando descubrió que las mamás podían abofetearlo a uno. Su mamá no, claro. Graciela se arrancaría la piel y cada una de las uñas de su mano antes que darle un bife a su hijo. A Javier, Javi, Javito, bebé. Pero ahora sabe que existe un universo posible donde las mamás abofetean a sus hijos, aunque a él le suene tan distante como a mí los niños desnutridos de África.
Mamá tiene cara de fastidio y derrota. Le dice algo a Santiago que no alcanzamos a escuchar porque el viento nos lo impide. Después le ofrece un pedazo de pan duro que empieza a chupar y mordisquear con una entrega envidiable.
—Zafó.
Dice Nacho y los tres en simultáneo intentamos sacudirnos de la cabeza esa imagen de los dedos huesudos y bronceados de mamá aproximándose a la cara. Con anillos, sin anillos, con torpeza o indignada convicción. La violencia es un arte más, sobre todo cuando es dirigida a las personas que queremos. Volvemos a concentrarnos en la línea del horizonte. El sol está apenas a unos pocos centímetros de cruzarla.
Giro la cabeza despacio, intentando no quebrar el equilibrio tan frágil al que parecemos haber llegado. Siento culpa, porque más allá del horizonte casi apagado no se alcanzan a ver las jirafas, pero del otro lado está esa cosa tan real y cercana. Del otro lado está Santiago. Lo miro, con la firmeza que sólo puede dar la ternura. Él entiende, porque hay cosas que no requieren ser no chico para comprender del todo. Se levanta. Mamá tiene la mirada fija en nosotros y Santiago avanza hundiendo sus pies pequeñísimos en la arena mojada. Yo vuelvo a mirar hacia el horizonte, está a punto de desvanecerse. Cierro los ojos esperando sentir las manos de mi hermano reptando sobre mi espalda bronceada. Ojalá Nacho no se canse.