Opinión y blogs

Sobre este blog

África

Francisco Falasca

0

Debemos tener siete, nueve y doce años respectivamente. Nacho es el más grande y el más  alto, pero sólo por ahora. Tomás está parado en medio de nosotros dos. Vistos desde atrás  somos una fotografía perfecta, el cuadro final de una película sobre amigos o hermanos que  viven una experiencia íntima y reveladora en un verano cálido e iluminado. Pero en realidad  sólo nos motiva el aburrimiento. Ya pasamos horas barrenando olas, hicimos pozos a metros  de la orilla hasta alcanzar el agua que empieza a emerger apenas uno siente la arena húmeda  entre los dedos, comimos sánguches de tortilla y jugamos al tejo. Miramos la línea que traza  el horizonte sobre el mar y lo hacemos juntos porque así, al menos, el aburrimiento es  compartido.  

—Qué hay del otro lado. 

Pregunto. 

—África —responde Nacho. 

Acaba de terminar séptimo grado y ya tuvo clases de Geografía. Le  tomaron una prueba en la que tenía que identificar cien países con sus respectivas capitales.  

—¿África, la de las jirafas? 

Mi conocimiento de ese continente se reduce a la enciclopedia ilustrada que  hay en la biblioteca de casa y al refrán popular de casi todas las familias argentinas de que  cada comida que se rechaza es un insulto dirigido a todos los niños africanos de seis años que  no tienen para comer.  

—Hay jirafas, sí. 

Me responde Nacho. Tomás no dice nada.  

—¿Cuánto mide una jirafa? 

Debe decirlo en la enciclopedia, pero yo tengo una memoria más bien visual. Nacho parece  dudar y está a punto de intentar una respuesta. Tomás se le adelanta, tiene nueve años y es el  más aplicado de la familia, al menos por ahora. 

—Cuatro metros. 

—Cuánto es cuatro metros. 

—Vos cuatro veces.

Me apoyo sobre las puntas de mis pies y estiro el cuello intentando ver más allá de la línea  del horizonte. No veo nada, o veo lo mismo que a fin de cuentas es nada. Miro para atrás y lo  veo a Santiago. Es el menor, tiene cuatro años y se está llevando un puñado de arena a la  boca. Mamá tarda en darse cuenta, pero cuando lo hace le agarra la muñeca con firmeza y le  golpea el puño cerrado hasta que suelta la arena y se larga a llorar. Llora porque está  descubriendo que no siempre se puede hacer lo que uno quiere, especialmente si lo que uno  quiere le hace mal. Yo ya sé que no tengo que comer arena, así que vuelvo a enfocarme en la  costa africana que no alcanzo a ver. Pienso que si entre los tres hiciéramos una torre humana  quizás llegaríamos a medir lo mismo que una jirafa. Nacho, Tomás y yo. Los pies de cada  uno sostenidos por los hombros de su hermano mayor inmediato. 

—¿Se pueden ver las jirafas desde acá? 

—No. 

Responde Nacho con la certeza del conocimiento racional que se le va metiendo a uno a  medida que pasa de grado. La primaria es eso, un diploma que certifica que se ha logrado  pensar como cualquier otro ser humano adulto y racional.  

— ¿Y si nos paramos uno encima del otro? 

—Tampoco. 

—¿Por qué? 

—Porque las jirafas son muy chicas y África está muy lejos. 

—Cuatro metros no es muy chico. 

—Lo es en comparación. 

Dice Nacho. Yo no pregunto en comparación con qué porque estoy confundido y porque sé  que tantas repreguntas van a terminar por molestar a mi hermano. El viento de la costa se  levanta y me llega el berrido de Santiago. Quiere comer arena y yo quiero ver a las jirafas africanas que se pasean en las costas de otro continente, a miles de kilómetros.  

El berrido de Santiago es atronador. No tanto porque él tenga unos pulmones particularmente  grandes sino porque quien grita es, justamente, mi hermano. No termino de entender si lo que  siento es pena porque quien llora es mi hermano menor o vergüenza porque las demás 

familias que ocupan la playa miran entre curiosos y fastidiados a ese niño de cuatro años que  hace un berrinche. 

—Mamá le va a dar un bife. 

Dice Tomás. Yo no sé. Porque, aunque mamá ya demostró otras veces  que no tienen mucho problema en largarle una cachetada en público a cualquiera de sus hijos,  Santiago es muy chico y ella tiene cierta debilidad por ese hijo menor, el último. A mí, por  ejemplo, me cruzó una bife en la salida del colegio, apenas un año atrás. Esa vez no sentí  pena ni dolor sino vergüenza porque mis compañeros fueron testigos de todo el asunto. Mi  mejor amigo, Javier, se quedó paralizado cuando descubrió que las mamás podían abofetearlo  a uno. Su mamá no, claro. Graciela se arrancaría la piel y cada una de las uñas de su mano  antes que darle un bife a su hijo. A Javier, Javi, Javito, bebé. Pero ahora sabe que existe un  universo posible donde las mamás abofetean a sus hijos, aunque a él le suene tan distante  como a mí los niños desnutridos de África. 

Mamá tiene cara de fastidio y derrota. Le dice algo a Santiago que no alcanzamos a escuchar  porque el viento nos lo impide. Después le ofrece un pedazo de pan duro que empieza a  chupar y mordisquear con una entrega envidiable.  

—Zafó. 

Dice Nacho y los tres en simultáneo intentamos sacudirnos de la cabeza esa imagen de los  dedos huesudos y bronceados de mamá aproximándose a la cara. Con anillos, sin anillos, con  torpeza o indignada convicción. La violencia es un arte más, sobre todo cuando es dirigida a  las personas que queremos. Volvemos a concentrarnos en la línea del horizonte. El sol está  apenas a unos pocos centímetros de cruzarla. 

Giro la cabeza despacio, intentando no quebrar el equilibrio tan frágil al que parecemos haber  llegado. Siento culpa, porque más allá del horizonte casi apagado no se alcanzan a ver las  jirafas, pero del otro lado está esa cosa tan real y cercana. Del otro lado está Santiago. Lo  miro, con la firmeza que sólo puede dar la ternura. Él entiende, porque hay cosas que no  requieren ser no chico para comprender del todo. Se levanta. Mamá tiene la mirada fija en  nosotros y Santiago avanza hundiendo sus pies pequeñísimos en la arena mojada. Yo vuelvo  a mirar hacia el horizonte, está a punto de desvanecerse. Cierro los ojos esperando sentir las  manos de mi hermano reptando sobre mi espalda bronceada. Ojalá Nacho no se canse.

Debemos tener siete, nueve y doce años respectivamente. Nacho es el más grande y el más  alto, pero sólo por ahora. Tomás está parado en medio de nosotros dos. Vistos desde atrás  somos una fotografía perfecta, el cuadro final de una película sobre amigos o hermanos que  viven una experiencia íntima y reveladora en un verano cálido e iluminado. Pero en realidad  sólo nos motiva el aburrimiento. Ya pasamos horas barrenando olas, hicimos pozos a metros  de la orilla hasta alcanzar el agua que empieza a emerger apenas uno siente la arena húmeda  entre los dedos, comimos sánguches de tortilla y jugamos al tejo. Miramos la línea que traza  el horizonte sobre el mar y lo hacemos juntos porque así, al menos, el aburrimiento es  compartido.  

—Qué hay del otro lado.