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Huela, recién tocadita

Alejandro Cetina León

12 de octubre de 2024 00:01 h

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No sé cómo lo consiguió, hasta donde yo sabía solo los alquilaban en los Blockbusters o en las tiendas de películas especializadas, y a nuestra edad, no era fácil acceder a ese tipo de contenido tan deseado. Lo cierto es que un compañero de sexto grado tenía en sus manos un VHS sin la portada original y con el rótulo lateral escrito a mano: LOS QUINCE DE CINDY. Esa película era más buscada que la última lámina para llenar el Panini del mundial del 98. Genio, pillo y negociante, abrió una rifa que salía mil pesos el número. El ganador se lo llevaba el fin de semana y lo traía de vuelta el lunes. Sacrifiqué la plata de mi almuerzo para participar, fui al baño, me puse los calzoncillos al revés y también crucé los dedos. Alguno de los dos agüeros funcionó.  

Cuando llegué a casa hablé con Checho, mi mejor amigo del barrio. Quedamos de verla en su apartamento porque el fin de semana se quedaba solo. Él era dos años más grande, un petiso ojiverde de piel trigueña que a sus quince años ya tenía barba poblada, definida y muy admirada por las chicas. A mí no me salían pelos ni por equivocación, ni siquiera tenía bozo, a duras penas una pequeña sombra de vellos rubios microscópicos que con esfuerzo se veían a la luz del sol. Checho usaba gel brillante Marcel-France para pararse el pelo, llevaba en su oreja izquierda un arete de circón pequeño, tenía piercing de bolita roja y blanca en la lengua porque alentaba a Santa Fé, fumaba Marlboro siempre del lado derecho de la boca y se reía como si tuviese ataques de asma. En el barrio era muy querido por todos y su admiración era tal, que hasta tenía una palabra que lo identificaba: nítido. Muchas personas lo reconocían como “Checho el nítido”, le decían así porque para todo usaba esa palabra. Si una jugada en el fútbol le salía bien; decía que estaba nítida, si alguien le parecía buena onda; era nítido, si unas zapatillas le gustaban; estaban nítidas. Nadie sabe cuándo empezó a usarla ni porqué o si la escuchó de otro barrio o de otras gentes, tampoco nadie le preguntó, simplemente la hicimos parte de nuestro lenguaje.  

Checho también era el “tumbalocas” del barrio y el único de nosotros que ya había experimentado tener sexo. Era el novio de Juliana, una pecosa pelinegra de ojos color miel, mirada pícara y sonrisa encantadora. Recuerdo que abajo de su nariz se acostaba a dormir un lunar que atrapaba mi atención. Juliana tenía una hermana menor de mi misma edad, Natalia. Con ella nos hicimos muy buenos amigos, a veces se burlaba de sí misma diciendo que había heredado el pecho del papá. Los sábados a la tarde me enseñaba a bailar salsa, merengue y champeta. Yo iba a su casa porque me gustaba ver a Juliana. En algunas ocasiones, cuando estábamos practicando, ella se sumaba y hacía unos pasos que me dejaban boquiabierto.  

—Javi, ahí no hay nada para usted. A mi hermana le gustan los grandecitos.

—¿Y a usted quién le dijo que su hermana me gusta?

—Ay Javi, no sea bobo, se nota que bota la baba por ella.

—Es narizona, no me gusta.

El fin de semana los cinco en la sala de la casa de Checho nos pusimos a ver el VHS en familia. Fuimos cinco porque Checho invitó a Juliana, Juliana a Natalia y yo a Mateito, un amigo que se embobada cuando veía a Natalia, sobre todo cuando ella reía y se le hacían hoyuelitos en los cachetes. Nunca le dijo lo que sentía, solo la veía orbitar y brillar, disfrutaba de su presencia como se disfruta del Sol o de la Luna. Estábamos a oscuras, el rebote de la luz del televisor nos alcanzaba para poder distinguir nuestros perfiles. No hubo maíz pira, ni siquiera agua, sólo curiosidad y de mi parte, un manojo de nervios por la presencia de las chicas. La película empezó: un hombre acuerpado estaba poniéndole bronceador a una mujer con cuerpo de reina en medio de una playa paradisiaca. Ella, con unas trencitas de campesina que le llegaban al hombro, estaba acostada boca abajo sobre una toalla roja. El protagonista le aplicaba el mínimo de fuerza pero el máximo de placer en cada untada. Esparció el líquido por la espalda, la cadera y el culo. Ensimismado en esa zona y con amabilidad le corrió el bikini y como remo que entra al agua metió los dedos. El calor sofocante de la playa también estaba en la sala de la casa. Natalia y Juliana cuchicheaban. La protagonista se levantó y las tetas le quedaron colgando como el péndulo de un reloj de pared. Crucé las piernas para evitar que se me parara pero no fue posible, me puse un cojín encima. La protagonista empezó a chupar y Natalia dijo: qué asco, soltó una risa tímida y con una mano se cubrió la cara dejando entre sus dedos un pequeño espacio, como el que queda en las persianas cuando se bajan y no cierran por completo. Con la otra mano me sacó el cojín de las piernas.

—A Javi se le paró —dijo burlándose.

—Coma mierda, Natalia —le respondí emputado. 

—Javi parolín, quien lo ve, chiquito y precocín —decía como un canticuento.

Me dio mal genio, me levanté y saqué la película. 

—Venga Javi, ya pasó, fue una broma —dijo Juliana agarrándome de la mano con sutileza. El calor de su piel me tranquilizó aunque las risas de Checho y Mateito se escuchaban de fondo.

—Tranqui Javi, ahí está el baño para que se haga una paja nítida —dijo Checho con tono agrandado. Quería escupirle a la cara pero me calmé, di media vuelta y fui para la casa. 

Juliana no le había dado la prueba de amor a Checho, sin embargo, él me contaba de sus intimidades y una tarde después de verla, pasó su mano perfumada de ella por mi nariz: Huela, recién tocadita. Yo le di un pequeño golpe sobre la palma para alejarlo pero a él le dio risa, olió su mano, suspiró y miró al cielo como si ese olor fuera la gloria.

La mañana del lunes que volví al colegio con el VHS hicieron requisa porque alguien había robado un compás master de doble articulación. No encontraron al culpable pero sí el VHS dentro de mi maleta. Llamaron a mi mamá. Al verme sentado en la rectoría me degolló con su mirada llena de rabia y vergüenza. En casa puso la película y estuvo pendiente de mi entrepierna durante los treinta minutos, no dijo nada y sólo antes del final, puso pausa y la imagen se congeló. Se levantó, me miró y jalándome de la oreja rabiosa, con su muñeca contra mi nariz, empezó el sermón: escúcheme bien pendejo, en esta casa no hay espacio para más nietos, déjese de huevonadas y póngase a estudiar, si tiene mucho tiempo libre le tengo varios oficios para hacer. Sacó su mano de mi oreja, me rozó el cachete y se fue para la cocina. El ambiente quedó impregnado del olor amargo de su perfume barato.

No sé cómo lo consiguió, hasta donde yo sabía solo los alquilaban en los Blockbusters o en las tiendas de películas especializadas, y a nuestra edad, no era fácil acceder a ese tipo de contenido tan deseado. Lo cierto es que un compañero de sexto grado tenía en sus manos un VHS sin la portada original y con el rótulo lateral escrito a mano: LOS QUINCE DE CINDY. Esa película era más buscada que la última lámina para llenar el Panini del mundial del 98. Genio, pillo y negociante, abrió una rifa que salía mil pesos el número. El ganador se lo llevaba el fin de semana y lo traía de vuelta el lunes. Sacrifiqué la plata de mi almuerzo para participar, fui al baño, me puse los calzoncillos al revés y también crucé los dedos. Alguno de los dos agüeros funcionó.  

Cuando llegué a casa hablé con Checho, mi mejor amigo del barrio. Quedamos de verla en su apartamento porque el fin de semana se quedaba solo. Él era dos años más grande, un petiso ojiverde de piel trigueña que a sus quince años ya tenía barba poblada, definida y muy admirada por las chicas. A mí no me salían pelos ni por equivocación, ni siquiera tenía bozo, a duras penas una pequeña sombra de vellos rubios microscópicos que con esfuerzo se veían a la luz del sol. Checho usaba gel brillante Marcel-France para pararse el pelo, llevaba en su oreja izquierda un arete de circón pequeño, tenía piercing de bolita roja y blanca en la lengua porque alentaba a Santa Fé, fumaba Marlboro siempre del lado derecho de la boca y se reía como si tuviese ataques de asma. En el barrio era muy querido por todos y su admiración era tal, que hasta tenía una palabra que lo identificaba: nítido. Muchas personas lo reconocían como “Checho el nítido”, le decían así porque para todo usaba esa palabra. Si una jugada en el fútbol le salía bien; decía que estaba nítida, si alguien le parecía buena onda; era nítido, si unas zapatillas le gustaban; estaban nítidas. Nadie sabe cuándo empezó a usarla ni porqué o si la escuchó de otro barrio o de otras gentes, tampoco nadie le preguntó, simplemente la hicimos parte de nuestro lenguaje.