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La reina de las ramas

Claudio Gómez

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Mi papá dice que no me suba más al ciruelo porque me puedo caer o alguna de sus ramas me puede lastimar. Pero ahora él no está. Se fue, no sé adónde. Me dejó sola. Puedo subirme al ciruelo todo lo que yo quiera, cerca de donde está el cuerpo quemado de mamá, en el fondo de casa. 

Mamá ya murió. Fue antes de que papá quemara su cuerpo. Ella se lo pidió. Se lo hizo jurar. Le pidió que, una vez que ella muriese, para que los insectos no invadiesen la casa y se la adueñaran para ellos, quemara su cuerpo. Se lo pedía, y le agarraba fuerte las manos. Él se lo terminó jurando. Yo sé todo esto porque los vi, y los escuché, asomada a la puerta entreabierta de su cuarto, sin que me vieran, y vi a papá, sentado, al borde de la cama, y a mamá, acostada, muriéndose, supongo, por todo lo que papá lloraba. Mamá no lloraba. Repetía lo de los insectos, eso de que no se adueñaran de la casa. Me acuerdo cuando aparecieron los insectos, de la primera vez que mamá los viese saliendo de su cuerpo por la herida que se había hecho. Yo jugaba en el fondo de casa, mirando el ciruelo, con ganas de treparme por sus ramas, hasta lo más alto. No lo hacía por lo que me había dicho papá. Entonces escuché gritar a mamá. La encontré en la cocina. Se agarraba fuerte una mano, con la otra. Vio que yo la miraba desde la puerta de la cocina que da al fondo. Me dijo que se había cortado y que, de la herida, en lugar de sangre, habían comenzado a salir unos insectos. Me aseguraba haber pisado algunos, para que no se esparcieran por la casa. Me señaló el piso, a sus pies, con un gesto. Miré. Vi dos gotas de sangre. 

Desde ese momento, mamá evitó hacer cualquier cosa, por miedo a lastimarse. Pasaba los días en su cuarto, al principio caminando de un lado a otro, hablando consigo misma, después acostada en la cama, rascándose los brazos y las piernas, diciéndome que le picaban porque los insectos iban y venían por sus extremidades, a través de sus venas, esperando el momento de salir para reclamar lo que era de ellos, lo que les pertenecía. Con el tiempo, también dejó de comer. Y no se levantó más. Papá le rogaba que lo dejara llamar a un médico. Pero mamá se lo prohibía todas las veces, desde la cama. Hasta que llegó ese día en que ambos comprendieron que ella se moría, con los insectos adentro, pugnando por salir, y le hizo jurar a papá que no dejaría que los insectos se adueñaran de la casa y que quemaría su cuerpo para matarlos sin que pudiese salir ninguno. Él se lo juró. Cuando mamá murió, papá la envolvió en las sábanas y la llevó al fondo de casa, donde yo suelo jugar. Allí quemó su cuerpo. El humo subía, muy alto. Despúes papá se fue. Hace dos días que estoy sola. Pero es mejor así, porque ahora no hay nadie que me impida treparme al ciruelo y jugar en sus ramas. En mi árbol puedo ser la reina de las ramas. Desde aquí veo lo oscuro, las cenizas. Una rama me lastima, me hace un corte en un brazo. Entonces puedo verlos. De la herida, comienzan a salir los insectos. Se esparcen por todos lados, por las paredes, por los techos. Se adueñan de la casa. La hacen suya, habitación por habitación.

Mi papá dice que no me suba más al ciruelo porque me puedo caer o alguna de sus ramas me puede lastimar. Pero ahora él no está. Se fue, no sé adónde. Me dejó sola. Puedo subirme al ciruelo todo lo que yo quiera, cerca de donde está el cuerpo quemado de mamá, en el fondo de casa. 

Mamá ya murió. Fue antes de que papá quemara su cuerpo. Ella se lo pidió. Se lo hizo jurar. Le pidió que, una vez que ella muriese, para que los insectos no invadiesen la casa y se la adueñaran para ellos, quemara su cuerpo. Se lo pedía, y le agarraba fuerte las manos. Él se lo terminó jurando. Yo sé todo esto porque los vi, y los escuché, asomada a la puerta entreabierta de su cuarto, sin que me vieran, y vi a papá, sentado, al borde de la cama, y a mamá, acostada, muriéndose, supongo, por todo lo que papá lloraba. Mamá no lloraba. Repetía lo de los insectos, eso de que no se adueñaran de la casa. Me acuerdo cuando aparecieron los insectos, de la primera vez que mamá los viese saliendo de su cuerpo por la herida que se había hecho. Yo jugaba en el fondo de casa, mirando el ciruelo, con ganas de treparme por sus ramas, hasta lo más alto. No lo hacía por lo que me había dicho papá. Entonces escuché gritar a mamá. La encontré en la cocina. Se agarraba fuerte una mano, con la otra. Vio que yo la miraba desde la puerta de la cocina que da al fondo. Me dijo que se había cortado y que, de la herida, en lugar de sangre, habían comenzado a salir unos insectos. Me aseguraba haber pisado algunos, para que no se esparcieran por la casa. Me señaló el piso, a sus pies, con un gesto. Miré. Vi dos gotas de sangre.