El televisor tiene el volumen alto. El sonido choca las paredes del living, pero logra abrirse paso por el pasillo y a través de la puerta de madera del cuarto. Ella reconoce el tono de voz de la protagonista de su serie favorita.
Sale del cuarto con el frasco en la mano. Lo pone sobre la mesa ratona del living donde, por las noches, apoya la pava. Las voces de la tele se escuchan más nítidas, puede distinguir la música de fondo y las carcajadas que indican un chiste. Agarra el control de la mesa y baja un poco el volumen. Se queda mirando, presta atención. Es el tramo final de la sitcom de la tarde, el último bloque. Mira la silla, está muy lejos como para sentarse. Se queda parada. El conflicto final se interrumpe a la mitad por la tanda comercial, pero ya parece rumbear a un desenlace feliz para la protagonista y los actores secundarios.
Vuelve el programa. Se queda unos minutos más en la misma posición, parada, con el control en la mano. Todo se soluciona. Justo como ella lo predijo. Cuando se funde la toma a negro y se muestra a toda la familia conversando sobre los sillones, decide caminar. Se va del living, ya no quiere ver. Pero, mientras camina por el pasillo hasta el baño, todavía escucha todo. El ruido de la descarga del inodoro tapa todo por un instante, pero enseguida vuelve a escuchar el programa. Uno de los hijos del protagonista les dice a sus hermanos que los quiere. Uno de estos responde con un chiste que enciende la máquina de risas de gente que murió cincuenta años antes que se filme ese capítulo. Todos ríen. se lava la cara, al verse en el espejo se nota ojeras por primera vez. Siente una sonrisa en la mente pero no puede torcer los labios.
Al volver al living ve que el frasco parece un jarrón que adorna el lugar. Lo agarra. Escucha la música de los créditos finales de la serie. El capítulo llegó a su fin. Ella piensa en la imagen que usan para terminar: una foto de la familia sentada en el sillón. Todos sonriendo mientras las letras pasan sobre sus caras, de abajo hacia arriba como al inicio de una película de Star Wars.
De fondo, la pose de cualquier familia en cualquier foto. Como posan las familias de las publicidades o de las revistas. Como lo hace su familia en las fotos también. Como posan sus amigos con las suyas.
—La familia de Carlos es rara — se dice. Son muy felices. Demasiado.
Piensa en una foto de la familia de Carlos. En cómo se dicen que se aman a toda hora y no por un cumpleaños o porque dieron las doce de un vienticuatro de diciembre. Todos en la casa de Carlos se abrazan, se besan. Como en la tele. No le resulta extraño que se abracen, sino que lo hagan todos los días y de la nada. No lo hacen porque se extrañaron, se abrazan para decirse adiós cuando uno se va a trabajar. Se abrazan cuando otro pasa cerca y hacen contacto visual. Se abrazan levantando al otro del piso o apretándolo hasta que se queje mientras los demás se ríen desde donde estén mirando.
Piensa que se abrazan mucho. Piensa que se quieren mucho. Pone el frasco debajo de su brazo izquierdo y sostiene la tapa con la mano.
Para ella la familia de Carlos es una sitcom. Muy artificial, muy exagerada. Solo le faltan las risas grabadas o la música dramática de fondo cuando se pelean. Porque también se pelean, ella los vio. Pero se resuelve todo a los pocos minutos. Les falta la tanda comercial en medio que venda shampoo mientras el hermano mayor sale a fumarse un cigarrillo y la menor argumenta los motivos por los que no va a pedirle perdón. Le falta ese salto del tiempo que los termine ubicando en la mesa donde se arregla el conflicto con una disculpa, para después fundir a negro y pasar al padre contando un chiste en el sillón mientras mira el partido.
Quita el libro que hace tres días intenta leer de la mesita de luz y apoya ahí el frasco. Se tambalea un poco cuando. Ella reacciona y lo toma rápido. Abre la tapa y piensa cómo verá Carlos a su familia. Piensa que él debe sentirlos raros también. Imagina que, en la cabeza de Carlos, su familia es una serie americana situada en los años cincuenta. Filmada en tono sepia,donde la gente no dice “te extraño”, ni se abraza a menos que haya motivos que la obliguen. De lo contrario parecería falso.
Saca la tapa del frasco, ve como una capa oscura cubre el fondo pero los costados parecen brillar con la poca luz que entra. Mira el interior del jarrón, está lleno hasta la mitad y su boca no entra. Mete la nariz y extiende los labios, pero no llega. En el televisor se escucha la voz de un locutor que anuncia el pronóstico del tiempo para los próximos días. Inclina el frasco para ver mejor pero se le cae Ella toma un puñado de las cenizas del jarrón y lo saca, sobre la cama. Lo junta con cuidado, lo barre con el costado de la mano hasta formar un montoncito. Lo mira y no puede evitar apoyar los labios sobre este. Deja de respirar para que las partículas sueltas no la hagan estornudar. Levanta la boca pero no la abre. le quedaron los labios con el cosquilleo de una arenilla que se pega,. Tira el puñado de ceniza dentro del jarrón y lo deja sobre la cómoda de la habitación.
En el baño, el agua que se va por el drenaje tiene una coloración gris. Se refriega los labios hasta que el agua queda totalmente transparente. No siente nada, nada distinto, hace tiempo que no siente nada. Las cenizas no se le llegaron a meter. Ni siquiera le tocaron la lengua. Fue un beso raro, sin gusto a nada, casi armado. Tendría que habérselo dado en la cama del hospital, frente a su familia, en el momento de la despedida.
El televisor tiene el volumen alto. El sonido choca las paredes del living, pero logra abrirse paso por el pasillo y a través de la puerta de madera del cuarto. Ella reconoce el tono de voz de la protagonista de su serie favorita.
Sale del cuarto con el frasco en la mano. Lo pone sobre la mesa ratona del living donde, por las noches, apoya la pava. Las voces de la tele se escuchan más nítidas, puede distinguir la música de fondo y las carcajadas que indican un chiste. Agarra el control de la mesa y baja un poco el volumen. Se queda mirando, presta atención. Es el tramo final de la sitcom de la tarde, el último bloque. Mira la silla, está muy lejos como para sentarse. Se queda parada. El conflicto final se interrumpe a la mitad por la tanda comercial, pero ya parece rumbear a un desenlace feliz para la protagonista y los actores secundarios.